domingo, 7 de octubre de 2012

Entrega nro. 2


Contando apenas con veinticinco años, Segundo ya era todo un abogado. En lo que concernía a su profesión, perseguía especializarse en el área penal. Trabajaba de asesor en un estudio jurídico situado en el barrio Tribunales. El festejo en un restaurante del barrio Palermo —simpáticamente conocido como ¡Qué bien se come acá!— le rendía sus cuentas en los jugos gástricos, aquella mañana lluviosa que le sucedió a la graduación. Qué felices habían sido los tres compartiendo vivencias, anécdotas de los años estudiantiles: casi seis, en total. ¿Qué mejor ocurrencia que una gran cena para festejar lo que tanto esfuerzo le había demandado? Pero había que trabajar y aquella mañana se prestaba para un dulce café, de alguna manera necesitaba exterminar esa resaca estomacal que tanto le ardía en el estómago. El vino tinto sugerido por Pedro había sido muy sabroso pero Segundo había bebido demasiado y, por cierto, se hacía notar.
Ya eran las nueve y cinco, aún restaba el arribo de algunos compañeros. La lluvia complicaba el tránsito y los ciudadanos solían alborotarse como hormigas tras la destrucción de sus hormigueros. Más allá de todo, era el día jueves y Segundo ya esperaba con ansias la tarde del viernes para relajarse durante todo ese fin de semana que no trabajaba. En realidad no trabajaba ningún fin de semana. Los oficinistas de la urbe ansiaban lo mismo.
En su escritorio había una hoja de papel blanco, estaba echada sobre el teclado de la computadora, por cierto muy arrugada. El café vertido en su taza de porcelana parecía evaporarse. Segundo despedía los últimos bostezos y, con las manos, planchaba la hoja arrugada hasta enterarse que decía:

Felicitaciones. ¡Era hora!

Eso mismo decía el papel, escrito con una birome de tinta negra. Esas letras se identificaban con las odiadas letras que escribía su jefe cada vez que le corregía los informes. El jefe era el dueño del estudio. Pero, qué mala energía irradia este elogio, pensaba Segundo mientras descansaba los ojos en el ventanal con acceso visual al despacho de su jefe. En ese despacho estaba él, relajado en una silla que tenía reclinada hacia atrás. Apoyaba el tubo blanco de un teléfono en su oreja izquierda. Estaba hablando por teléfono, claro, perdiendo la mirada en el ventanal que daba con la calle. Segundo no lo toleraba, de hecho lo despreciaba. Era un señor cincuentón, delgado, de rostro poco amigable que pocas veces sonreía, o al menos pocas veces se lo veía sonreír, casado en terceras nupcias, siendo su última presa una veinteañera. Su mensaje escrito había sido malicioso: había resaltado con signos de admiración el “era hora” en lugar de hacerlo sobre el término “felicitaciones”, clara señal de su total indiferencia y su permanente agresividad discursiva. Ese infeliz —como Segundo solía apodarlo en su más absoluta soledad— no simpatizaba con nadie excepto con su secretaria, sólo porque tenía pechos voluminosos y bien puntiagudos, y una pinta de come-hombres fatal. Pobre Segundo, trabajaba disconforme con las innumerables horas extras a las que se veía forzado a trabajar, sumado al hecho de que jamás eran compensadas, ni siquiera con horas de descanso. Ese infeliz tenía un cocodrilo en el bolsillo y era menos generoso que el peor de los avaros, porque eso era, un avaro que siempre quería más y no compartía nada, aunque pensándolo bien compartían ciertos intereses: la secretaria, con la gran diferencia de que Segundo ya había incursionado por sus pechos voluminosos y puntiagudos. El infeliz de su jefe no lo sabía pero lo intuía, esa situación lo perturbaba, lo hacía celar. Encima Segundo ejercía notable liderazgo entre sus compañeros, eso despertaba malestar en otro superior, su supervisor, otro infeliz sin carisma y simpatía que solía embroncarlo con varias de sus artimañas. Habitualmente, y aunque estaba terminantemente prohibido, Segundo calmaba sus malestares fumando cigarrillos en la escalera del edificio, esos escalones solían constituirse en testigos directos de sus persistentes enfados para con sus superiores.
Aquella mañana, el mal patriarca de su jefe tenía abierta la cortina del ventanal, la misma que tenía una amplia vista al interior del estudio, era ése su recurso para ejercer la inspección ocular. El malparido seguía echado en la silla reclinada y mirando en dirección a la calle, pero de un giro rebuscado y algo brusco alternó la incipiente calvicie de su nuca por una cara de león hambriento y feroz que tan sólo le importaba inspeccionar el accionar de sus crías. Fue en ese momento cuando Segundo comenzó a teclear las ocho letras de la contraseña que le daban inicio a la cesión de su ordenador. Tenía que simular un trabajo efectivo. Los e-mails de su correo electrónico formaban cola de espera, tenía que leerlos, uno por uno, de todos modos otra no le quedaba. Sumaban algo así como dos docenas. En el preciso instante en que abría el primero, la coqueta secretaria se adentraba en el despacho del infeliz, provocando a los pocos presentes con una minifalda negra que, de por sí, era poco habitual en los estudios jurídicos, salvo en los casos de clientas despechadas que buscaban hundir a los ex maridos con divorcios fraudulentos. Ella tenía 23 años y siempre vestía sensual con sus hermosas tetas que, satisfactoriamente, imponían resistencia a la teoría de la gravedad, sobretodo a los ojos de su jefe quien constantemente intentaba seducirla para concretar alguna que otra fantasía sexual.
Pero, ¿qué había sucedido entre Segundo y la distinguida secretaria? Habían compartido un romance fugaz, y clandestino ante los ojos del estudio, lastimosamente concluido porque ella ya no soportaba las crecientes sospechas del infeliz, conjeturas que una tarde confirmó para recordarles esa frase tan infeliz como su persona de que en su estudio jurídico no eran bienvenidas las relaciones sentimentales entre compañeros. Así de directo fue, y ella interpretó su obsesión cual amenaza, presionada por la necesidad de cobrar dos mil pesos mensuales: lo suficiente como para poder comprar comida vegetariana, financiarse los estudios de secretariado ejecutivo y solventar el alquiler de un departamento de medio pelo donde residía, en el barrio Villa Urquiza. A partir de aquella tarde, todo cambió sin explicaciones de por medio que Segundo tuvo que deducir acudiendo a la intuición.
La secretaria ya se había retirado del despacho del infeliz, caminaba como una gata en dirección a su escritorio. Su puesto de trabajo estaba ubicado a pocos pasos del pasillo que comunicaba con la sala de archivos y la puerta de acceso al ascensor, pero como Segundo era un muchacho ansioso, se paró y comenzó a desplazarse en dirección a la sala de archivos, totalmente dispuesto a probar su indiferencia ante el logro de su graduación. A lo sumo podría saludarme, pensaba mientras acortaba distancia. Se acercaba y preparaba los labios para saludarla, justo en el momento en que ella descolgaba el tubo del teléfono y se sentaba con absoluta tranquilidad, dejando caer su largo cabello lacio a lo largo y ancho de la espalda.
—Buen día —la saludó él.
—Ah… hola, ¿qué hacés? —Le dijo ella con antipatía y sin siquiera mirarlo.
Segundo no le respondió, tampoco se detuvo pero por dentro maldecía a su jefe porque percibía su perversa mirada rasguñándole la espalda. Se sentía acosado. Ella también pero lo disimulaba con astucia. El infeliz los estaba observando desde su despacho, estiraba el cuerpo por encima del escritorio con tal de alcanzar una buena posición.
Segundo había arribado a la sala de archivos. Más allá de poner a prueba la indiferencia de la secretaria, necesitaba coger unos expedientes legales para seguir un caso que su supervisor seguramente le reclamaría durante las primeras horas de la tarde. La sala estaba repleta de legajos: expedientes judiciales y papeles de trabajo por doquier, todos apilados y ordenados por asuntos y clientelas en estanterías de hierro que incluso superaban los cuatro metros de altura. Silbando bajo, tomó una escalera de madera y la fijó entre dos estantes. Tenía que escalarla pero su teléfono móvil (celular de ahora en más) comenzó a timbrar en el preciso instante en que superaba el quinto escalón. Eso lo llevó a detenerse, dejando caer el pie izquierdo sobre el tercer estante para, desde ahí, darle inicio a la comunicación:
—Buen día. ¿Hablo con Segundo Noruega? —se presentaba un dulce voz de mujer.
—El mismo. ¿Quién habla?
—Mi nombre es Martina Walsh, soy la psicóloga. Te llamaba para confirmar la terapia que reservaste un par de días atrás.
—Ah, si, así es… lo había olvidado. Gracias por recordarlo.
—Perfecto. Entonces te espero en mi consultorio. Según mi agenda, deberías venir a la tardecita, a las siete del día de hoy.
—Así es, licenciada. Nos vemos en unas horas.
La consistencia de la voz de Segundo estaba perdiéndose, le temblaban las piernas. La escalera estaba en mal estado y se movía de un lado a otro a pesar de su esmero para equilibrarla. Se saludaron y le dieron fin a la comunicación. Tomó una bocanada de aire y posicionó el celular dentro del estuche que cargaba en su cintura. En ese ínterin, un legajo, compuesto por mil fojas o más, comenzaba a desprenderse de una caja acartonada. Se deslizaba hacia el vacío desde el estante superior. Segundo había consolidado el equilibrio pero el legajo finalmente impactó en su cabeza y lo tambaleó unos instantes hasta hacerlo caer rendido al piso. Para su bienestar, había apoyado el antebrazo antes que el codo al caer, quizá esa reacción inmediata evitó lo que tendría que haber terminado en una fractura, o al menos en una fisura, aunque pensándolo bien, la A.R.T. (Aseguradora de Riesgos de Trabajo) podría haberle asegurado una licencia por accidente laboral que le hubiese facilitado el tiempo necesario para buscarse otro empleo. Más allá de su suerte, Segundo estaba tirado en el piso, como una bolsa, sonriendo y pensando en lo que pudo ser y no fue gracias a su inmediata capacidad de reacción. Había muchas fojas dispersas en el piso. El legajo estaba completamente desarmado, todo despedazado. Entre los papeles sueltos pudo advertir que había unas notas firmadas por su jefe, el mismo infeliz que, en esos instantes, lo sorprendía desde la puerta con su despreciable e inigualable voz de macho altanero:
— ¿Me parece a mí o estás en problemas?
— ¡Doctor! —Cabeceó abruptamente en su dirección—. Eh, no, eh —y luego balbuceó al borde de la desesperación—, tan sólo buscaba un expediente pero acabo de recordar que está situado en el cajón de mi escritorio.
Mientras se incorporaba, ocultaba con los pies aquellos legajos que estaban desparramados en el piso. Para su gracia, el infeliz no llegaba a verlos porque lo tapaba una estantería y, además, no se adentraba en la sala.
—Me enteré de tu graduación.
—Así es, doctor. Ayer me entregaron el diploma.
El infeliz seguía apoyado en el marco de la puerta sin siquiera moverse, apenas pestañeaba, parecía un perro maldito:
—Era hora —acotó antipáticamente y comenzó a retirarse a paso lento.
Segundo estaba tieso, parecía una estatua de cemento. Entre varias cajas acomodadas en uno de los estantes observaba como su nuca calva se alejaba por el pasillo hasta su desaparición. Maldijo su existencia, otra vez le había expresado que enhorabuena se había graduado, como si recibirse pronto fuera toda una obligación. Seguro de que no retornaría, comenzó a acomodar con rapidez los papeles desparramados dentro de una caja acartonada que también había caído junto a ellos. Tenía que abandonar el archivo y disimular tantos papelones suscitados: el del expediente y el del infeliz. Ya no toleraba a su jefe, lo detestaba, lo despreciaba sobremanera pero hasta el momento era el único que le daba de comer. Segundo estaba entre la ley y la pared. ¿Acaso nadie lo ha estado alguna vez?