lunes, 22 de octubre de 2012

Entrega nro. 10


Las ajugas de un histórico reloj, que frente a Plaza de Mayo orientaba al Cabildo y a la Catedral, retrocedían horas, minutos y segundos, fraccionados y esparcidos en el tiempo: batallas campales en la calles y avenidas eran sucedidas por un presidente que huía en helicóptero; el tiempo retrocedía alocadamente, soplando ráfagas de vapor: un mandatario sucedía a otro y la democracia sonreía desvelada, pero la inflación arrasaba con varias góndolas de supermercados y los argentinos enloquecían, queriendo destruirlo todo; la historia seguía andando y un equipo de la selección nacional de fútbol se coronaba desde el balcón de la casa de gobierno, derrochando talento ante un pueblo injustamente condenado a la frustración; miles y miles de compatriotas celebraban victoriosos la declaración militar de una guerra despareja, además de cruenta e injusta como toda guerra, y el reloj seguía marcando surcos en la esfera de metal, emanando humo gris, es que el pasado conquistaba espacio en el tiempo y muchos historiadores narraban sus obras, sepultando historias que luego acontecerían: cabezas cubiertas con pañuelos blancos rogaban justicia frente a una pirámide de la plaza que todo lo archivaba, impotente y dolorosa; y más allá en el tiempo, unos cínicos proyectaban la desaparición de miles de jóvenes; moría el general Perón y la tristeza deambulaba por las calles de luto, en una las cuales, Antonio Noruega, vendía automóviles de alta gama. Era propietario, en la Ciudad de Buenos Aires, de una concesionaria sobre la Avenida Del Libertador. Se llamaba “Torino”. Sus amplios ventanales con vista a la avenida promocionaban a diario los coches importados que embarcaba desde diferentes latitudes, sobre todo de Europa, pero la gran estrella era el Torino, automóvil nacional por excelencia que solía exhibir de diferentes colores: blancos, negros, marrones y hasta amarillos. Era la marca con la que competía en los autódromos. Desde la vereda podía apreciarse a varios astutos vendedores con trajes de alta costura y vistosas corbatas que llevaban impresas el logo de la empresa, eran tan buenos vendedores que sus corbatas se movían como péndulos de relojes a cuerdas. Muchos peatones solían quedar cautivos del otro lado de las vidrieras, era casi imposible no detenerse para deleitarse con esas maquinarias, aunque sea para desearlas. Hasta decían que esas vidrieras habían sido las causantes de dos trágicos accidentes acontecidos en las inmediaciones de la avenida. En fin, los negocios de Antonio Noruega tenían que estar a la altura de las circunstancias y vaya que lo estaban. Además de famoso era campeón.
Esa mañana primaveral, después de dos semanas de haber logrado su primera coronación, Antonio analizaba los reportes financieros que su contador dejaba en el escritorio de su despacho al menos una vez a la semana. Las finanzas arrojaban saldos favorables, casi no tenía pasivos, es decir, sus deudas estaban bajo mínimo. Los balances balanceaban: más activos que pasivos. No había nada de qué preocuparse con semejante gestión pero Antonio era muy obsesivo con los resultados de sus negocios, tanto que se la pasaba sacando estadísticas de todas las ventas que no prosperaban durante los últimos trimestres, y las justificaba.
Ya había tomado asiento en el sofá, frente a una máquina de escribir que nunca había estrenado pero que ahí estaba, firme, esperando ser usada. Escuchaba “The Beatles”, su banda musical preferida. Sonaba la canción “Maxwells Silver Hammer”. Antonio solía pasar largas horas en el sofá de su despacho, sitio desde donde también ojeaba los periódicos. Curiosamente no leía revistas deportivas y hasta apartaba del diario todo suplemento que trataba asuntos deportivos. Es que perseguía olvidarse de los coches en esos contados minutos en que podía hacerlo.
Un reloj que estaba colgado en la pared marcaba las nueve y media, horario de la mañana en que su secretaria frecuentaba su despacho para saludarlo y hacer la entrega de las correspondencias. En esta ocasión sostenía un paquete lo suficientemente grande como para contener un par de zapatos:
—Buen día, señor, han dejado esta encomienda.
—Puede dejarla en mi escritorio, gracias —le ordenaba Antonio sutilmente, sin despegar la mirada de los reportes.
La secretaria no hizo otra cosa más que obedecer, de eso se trataba su oficio, ser eficiente y acatar aunque Antonio no fuese un jefe estricto ni mucho menos un patriarca. Era una cuarentona que Antonio había contratado por ser una madre soltera, no tenía buenas calificaciones pero era muy simpática y valiente. Él solía rechazar aspirantes para puestos en sus negocios que fracasaban en sus matrimonios, injusta manera de pensar pero era muy conservador en lo concerniente a las relaciones conyugales.
Justo en el momento en que Antonio tomaba un periódico y leía las declaraciones del ministro de economía de turno —se estudiaba la posibilidad de aumentar el mínimo no imponible en el Impuesto a las Ganancias—, el teléfono comenzaba a timbrar. Tuvo que pararse porque el artefacto estaba instalado en el escritorio, al lado de un fichero y a unos cuatro metros del sofá. Al llegar, descolgó el tubo pero no alcanzó a saludar, una voz ronca se estaba anticipando, diciéndole:
—Te dejamos un regalito. ¿Gustó?
— ¿Un regalo, con quién quiere hablar?
— ¿Con quién quiero hablar? Con el mismísimo Antonio Noruega.
— ¿Perdón?
Antonio se rascaba la cintura mientras se sentaba en la silla del escritorio.
—Quiero hablar con vos, piloto de doble vida.
Esa voz socarrona lo estaba irritando, de hecho se le estaba hinchando una vena de la frente:
— ¿Quién carajo sos?
—El sapo —suspiraba—, tendrás el gusto de conocerme cuando abras esa encomienda que te envié.
Encima la voz misteriosa desataba una carcajada, por cierto muy delirante. Como primera reacción, Antonio echó los ojos al paquete, situado entre sus brazos, a poca distancia de su pecho.
—Cuidate, tontito —se le ponía más ronca la voz al anónimo—, será mejor que vuelques tu energía en las carreras y dejes de perder el tiempo con los otros negocios. No seas pelotudo, pensá en tu familia.
Y ¡plac!, la misteriosa voz del teléfono se esfumaba con el sonido de una colgada abrupta. Antonio estaba desconcertado y se desconcertaba cada vez más. Lo habían llamado por su nombre y apellido. Colgó el tubo y se apresuró en abrir el paquete. Estaba sellado y forrado con un papel de color marrón. Después rompió el envoltorio, con velocidad, e inmediatamente separó las pestañas para vociferar:
— ¿Qué demonios es esto?
Había un sapo muerto, camuflado entre pompas de algodón y varios pétalos de rosa china. Olía a putrefacción, quizá las rosas eran para eso, para evitar que los empleados de los servicios de encomienda sospecharan de su contenido ante tanto olor nauseabundo. Por la boca del anfibio, de ojos saltones y piel verrugosa, asomaba una tanza, amarillenta, con una curiosa terminación en un anillo de plata. Antonio no podía creer lo que sus ojos veían. Una encomienda con un sapo muerto y una llamada telefónica precisa, como si alguien hubiera estado aguardando el momento justo en que ese paquete recayera en sus manos para amenazarlo. Se estaba persiguiendo demasiado, de hecho miraba la ventana enrejada que comunicaba con el patio: nada ni nadie parecía ocuparlo, excepto la planta de kakis que solía podar con sus manos.
La secretaria había oído su declaración maltrecha, fue por eso que asomaba la cabeza desde la puerta:
—Señor, ¿lo puedo ayudar en algo?
Antonio tenía taquicardias, pero la sorpresiva reaparición de su secretaria casi lo infarta:
—Claro, cierre la puerta por favor.
—Como usted diga, señor —obedecía, cerrándola.
Antonio estaba solo, o en su despacho con un sapo muerto y John Lennon entonando una canción. Cuánta confusión acogía ese despacho. La intriga multiplicaba su ansiedad. Comenzó a tironear del anillo hasta extraer un papel plastificado, algo así como una hoja doblada, sumamente extraña. No demoró en perforarlo con las uñas y alisarlo porque ese papel, efectivamente, estaba doblado, hasta tomar conocimiento que decía:

Antonio Noruega:

Soy el sapo, el anfibio que todo lo devora de un lengüetazo. Por el momento, sólo me alimento con insectos pero, si te seguís portando mal, alternaré mis almuerzos por los pezones de tu mujer o los ojos de tu bebé. Valorá tu familia y abandoná los negocios del polvo mágico, ¡no son para vos!

P.d.: te estoy llamando…

¿Te estoy llamando?, se cuestionaba pasmado. Lo habían llamado por teléfono. Furioso pero muy aterrado, golpeó el sapo con un puñetazo. Para males, el teléfono sonaba otra vez. Una, dos y hasta tres veces ya había sonado. Se decidió a atenderlo con varios nudos en la garganta:
— ¿Qué mierda querés, por qué no das la cara?
— ¿Amor, estás bien? ¿Qué pasa?
Era Constanza, su mujer. ¿Cómo explicarle que había sido amenazado? Eso mismo pensó en una milésima de segundo, pero algo tenía que decirle:
—Cariño, discúlpame, estaba repitiendo una historia que acabo de oír en la radio. ¿Cómo estás? —balbuceaba—. ¿Segundito?
— ¿Te sentís bien? Estoy preocupada, últimamente vengo percibiendo ciertas actitudes tuyas que me preocupan demasiado —se había pausado—. Te llamaba para comentarte que nuestro bebé ha comenzado a mirar los dibujitos de la tevé. ¿Por qué no venís un rato?
—Ya estoy partiendo, princesa. Prepará unos matecitos que en veinte minutos andaré por ahí.
Por más que lo fingiera, Antonio no podía sacarse de la cabeza a ese sapo muerto que seguía posando frente a sus ojos. Encima la socarrona voz del agresor le seguía revolviendo las tripas.
—Entonces te esperamos —se alegraba ella—. ¡Te amo! ¿Seguro que estás bien?
—También te amo y no te preocupes que estoy más que bien. Un beso.
Antonio había colgado el teléfono y el sapo muerto seguía intacto. Estaba aterrado, su corazón latía más de la cuenta. Sin asco, agarró el anfibio por sus patas y lo envolvió con tres páginas de periódico que tenía archivadas en el cajón del escritorio. Después lo desechó en un cesto. Nada podía hacer, la voz socarrona lo había atormentado.