jueves, 25 de octubre de 2012

Entrega nro. 12


Hogar de Carolina, a la aguja del reloj a cuerdas le restaba completar cuatro vueltas para que su cucú asomara el hocico en catorce ocasiones. El mismo día en que Segundo había tomado conocimiento de la defunción de Florencio, su abuela cebaba unos mates en el interior de su quincho, sentada en una silla reposera que solía trasladar al parque cada vez que el clima se lo permitía. Llovía a cántaros y el cielo estaba grisáceo, más que las dos de la tarde parecían las siete de un crepúsculo sombrío y voraz. Hortensia, su amiga de toda la vida, estaba sentada a su lado: agarraba por el asa el mate de madera que le habían cedido con el pulso arrebatado. Ni tiempo para entrar en la casa les había quedado, cautivas del temporal y unos relámpagos furiosos que impulsaban los ladridos de un perro vecino. A pesar del mal tiempo estaban cómodas, haciendo lo mejor que podían hacer: viendo pasar la vida en compañía, con mates dulces y unos bizcochitos de grasa que estaban servidos en un plato sopero. Hortensia había superado los ochenta abriles, tenía ochenta años, claro. Era viuda desde hacía quince. Los años no le pesaban porque era una dama ligeramente extrovertida, con un espíritu jovial. Era muy coqueta y un poquito atrevida.
Ya llevaban poco más de una hora dentro de ese quincho, contemplando las gotas escurridizas que caían desde las canaletas y se deslizaban por tres enormes ventanales hasta ser empujadas al pasto por la fuerza de las ventoleras. Cinco revistas chismosas abarcaban la tabla plástica de la mesa donde también Carolina apoyaba el termo cada vez que terminaba de cebar. El plato sopero y los bizcochitos estaban ubicados en el centro de la mesa, aún sobrevivían unos cuantos a pesar de que habían comido en demasía. Vestían blusas del mismo color, negras, pero Hortensia arropaba sus piernas con un pantalón de seda grisáceo, a diferencia de Carolina que aún no se había quitado el camisón que vestía desde la mañana.
Un trueno irrumpía en la charla, justo cuando Hortensia tomaba una revista y la hojeaba, la que tenía a Mirtha Legrand en su tapa. El estruendo había sido tan notable que se voltearon en simultáneo para mirar el ventanal, estaba vibrando, esos vidrios rogaban piedad a la fuerza omnipotente de los malos tiempos.
—Por Dios, ¡qué trueno! —comentaba Hortensia, acomodándose el flequillo rebelde que caía desde su frente.
—Aún me pregunto cómo haremos para adentrarnos en la casa. Llueve tanto que temo resbalar.
Pero Hortensia la ignoraba, hojeando las páginas de esa revista farandulera que el trueno portentoso poco postergaba. Los ladridos del perro habían cesado, posiblemente escondido en algún recoveco de la casa vecina, con las orejas atolondradas.
—Mirtha está más bella que nunca —opinaba Hortensia, ojeando una fotografía de la diva argentina.
— ¿Mirtha?
—Sí… ¡La chiqui Legrand!
—Ah, sí… ¿Lo decís por la revista? ¡Monísima!
Se decía que Mirtha Legrand traía suerte y vaya que la irradiaba porque en esos momentos la lluvia cesaba, cediendo una tregua suficiente como para que pudieran refugiarse en el interior del hogar. Sólo Carolina lo estaba advirtiendo porque Hortensia seguía dándole la espalda a esos ventanales, sin quitarle los ojos de encima a la diva con su tapado rosado impreso en la tercera página de la revista.
—Siempre que llovió, paró —fraseaba Carolina de buen ánimo—, corramos hasta la casa antes de que el mal tiempo nos detenga —y se paró.
Hortensia la oyó y dejó caer la revista sobre la mesa. De inmediato tomó el plato sopero con los bizcochitos dentro mientras Carolina hacía lo mismo pero con el termo, tomándolo por el asa con su mano derecha. Estaban desalojando el quincho, encaminadas por la única veredita que conducía a la casa. Iban a la par. El pasto estaba cortito pero muy mojado y resbaladizo. Las ventoleras habían volteado dos macetas que antes estaban apoyadas contra la pared del tapial. En buen momento llegaban a la puerta de la cocina, resguardadas por un tejado con terminación en una canaleta sobrepasada de tanta agua de lluvia que caía desde el techado.
Entraron por la puerta de la cocina. Antes de dirigirse al living, se secaron los calzados con una toalla destartalada que Carolina solía usar como trapo de piso. Después se adentraron en el living y tomaron asiento en el sofá, una en cada extremo, agitadas como si hubieran caminado durante horas. Carolina había apoyado el termo sobre la mesita ratona, el plato sopero también estaba ahí, lo había dejado Hortensia poco antes de que lo hiciera ella, pero habían olvidado el mate y Carolina lo hacía recordar:
—Olvidamos el mate.
— ¿Querés que vaya?
Un potente relámpago, que luego era sucedido por un trueno ruidoso, se hacía escuchar, retumbando en todos los rincones de la casa. Podía verse la lluvia por la cortina a medio cerrar del ventanal que comunicaba con el patio.
—Será mejor que posterguemos el mate y tomemos unos tecitos —decía Carolina con una mueca en la comisura de los labios.
Hortensia se había cruzado de brazos, percibiendo por el ventanal la bravura de la lluvia que nuevamente desataba su furia. Y desde ahí la vio pararse en dirección a la cocina, rengueando como si su pierna derecha estuviera acalambrada. Las turbinas de un avión, que en ese momento alojaba sus alas metálicas entre los densos nubarrones que circulaban por encima de la casa, intentaban vencer las cada vez más hostiles voces del clima.
— ¿Cómo está Segundito? —chilló Hortensia sin despegar la cadera del sofá.
—No te escucho. Repetilo, por favor.
—Prepará el tecito que después te pregunto.
Carolina no había oído nada: la lluvia y el avión potenciaban su sordera. Se había puesto a calentar una pava que ya tenía agua en su interior, y bajaba dos tazas de una alacena para apoyarlas en la mesada, la misma que aún alojaba la radio portátil desde donde había escuchado el cuento de los escorpiones. Después sacó de un frasco dos saquitos de té y los dejó caer en el interior de las tazas, tazas que luego apoyó en un par de platitos para llevarlas a una bandeja donde también terminó depositando una azucarera. La bandeja era de madera y su fondo presentaba un dibujo: tres patitos blancos paseando por un lago, entre juncos y totoras. La pava alertaba la ebullición del agua, estaba silbando, entonces apagó la hornalla y vertió el agua en las tazas, empapando de vapor un frasco que adornaba la mesada.
—Aquí traigo los tecitos —reaparecía en el living con la bandeja en mano.
Hortensia corría de lugar el control remoto, estaba apoyado sobre la mesita ratona, cediéndole espacio como para que pudiese ubicar la bandeja.
—Te preguntaba por Segundito: ¿cómo está?
Carolina ya había apoyado la bandeja y hasta había tomado asiento en el sofá, en el mismo lugar donde minutos antes había estado sentada.
—Mientras preparaba el té pensaba en su ausencia. Anoche lo llamé en tres ocasiones y no respondió. Y eso que anoche vino a casa a cenar unos ñoquis. Tenía el celular desconectado.
Bebían unos sorbos de té pero Hortensia fruncía el entrecejo, reflexionando:
— ¿Qué hace un muchacho cuando desconecta su teléfono?
—No sé. ¿Qué hace?
—Pues pasa la noche con una muchacha —se reía la desgraciada—. Es un joven muy guapo y además, apuesto.
Su comentario provocó que Carolina la mirase de reojo, con la uña del dedo pulgar metido en la boca, y no la partía, solamente la presionaba con los dientes:
—Qué graciosa que sos.
— ¿Encima sos celosa, sos una abuela celosa?
—Callate, querés.
— ¿Y su trabajo, cómo anda en el trabajo?
—Está muy desilusionado, pobrecito. Su jefe lo tiene harto —apoyaba la taza a medio tomar en la bandeja de la mesita.
—Debería buscarse otro empleo. Es tan apuesto…
—Es muy inteligente pero los tiempos han cambiado demasiado, ahora las leyes laborales son meros adornos. Ya nadie respeta a nadie.
E inmediatamente Carolina comenzó a frotarse el pecho, como si quisiera tantearse los latidos. Por momentos cerraba los ojos y gesticulaba dolor, pero Hortensia no lo notaba, en esos instantes estirándose hacia la mesita ratona para poder escarbar en los bizcochitos.
—Caro: ¿recordás que mañana es la fiesta de mi nieta? Te comprometiste a prestarme la blusa color beige, ¿lo habías olvidado?
—Pero claro, mujer, estarás preciosa. Ahora mismo iré por esa blusa.
Carolina se estaba parando, abandonando los dolores en el sofá. Suspirando, caminaba lentamente hasta llegar a la escalera que llevaba a una habitación de servicio. Si mal no lo recordaba la blusa estaba dentro de uno de los armarios, pero al superar el decimo escalón, de una escalera que tenía al menos treinta, sintió en el pecho un latigazo que la sacudía a la baranda. Detuvo su andar. Recobró fuerza muscular y continuó subiendo como si cada escalón fuera un paso batallado. Estaba exhausta. La cama de la habitación tenía un acolchado azulado y una almohada con una funda celeste. Otro latigazo en el pecho la empujaba a la cama, y luego otro la terminó tirando en el colchón. Su cuerpo estaba tendido en la parte trasera de la cama, indefenso, tembloroso, helándole un corazón añoso que ahora latía con menor intensidad. Suspiraba, pobre Carolina, con cara de pánico. Como pudo, giró el cuello y miró un portarretrato, aquel que portaba una fotografía de su marido sobre la mesita de luz. Los dedos arrugados de sus manos recorrían sus pechos mientras Hortensia le hablaba, casi a los gritos, desde la planta baja:
—Paso al baño, querida.
Ella había oído pero no respondía, no podía, sentía una impotencia brutal. Le dolía el pecho y apenas lograba soltar algunas palabras que terminaron quedando aisladas en el interior de la habitación:
—Armandoooo. Anto… ¡Quiero vivir!
Un haz de luz penetraba los orificios de la cortina, quizá proveniente de un poste de luz callejero que acababa de ser encendido. Iluminaba su cuerpo débil, echado en el colchón por encima del acolchado, en esas circunstancias todo arrugado. Consternada, agrandó los ojos, forzando las cuerdas vocales para exclamar:
— ¡Hortensia! ¿Estás ahí?
Su pregunta rozaba la desesperación. Seguía tanteándose los latidos pero curiosamente ya no sentía molestias en el pecho. El silencio era total, hasta se oía el tic tac del reloj a cuerdas. Pisó con firmeza el alfombrado y comenzó a descender por la escalera, quería informarlo todo pero su amiga ya no estaba. Y ahí recordó que le había informado que pasaría al baño y hacia el baño fue, caminando con liviandad como si ningún dolor la hubiera aquejado. Tampoco estaba en el baño, ni rastros de su paso había dejado.
— ¿Dónde estás? —preguntaba con angustia a la nada.
Caminó hacia su habitación y tampoco estaba. Después se dirigió a la cocina. Nadie. Su amiga había desaparecido. Misteriosamente se hallaba sola en casa pero no podía quedarse ahí de brazos cruzados: Hortensia podía estar en la vereda y hacia la calle fue. Ya no llovía. Una voz interior le señalaba que Hortensia se había retirado de su casa. Ella residía a tan sólo siete cuadras. Entonces dio un portazo y comenzó a recorrer las veredas, notando que las casas linderas parecían deshabitadas. Estaban a oscuras. Todo le resultaba extraño pero más extraña había sido su pronta desaparición, sumado a ese celular que Segundo desatendía. Caminaba buscando respuestas, respuestas que justificaran también el inesperado latigazo que había sufrido en el pecho. Su corazón latía sin interrupciones ni sobresaltos. Al doblar por la esquina hacia la calle Juncal, vio a un muchacho que se aproximaba trotando. Vestía ropa deportiva. Blanca. Sus piernas atléticas corrían hacia ella y ella lo advertía, echándose a un lado, contra la pared. Rozaba una casa con el hombro derecho pero el muchacho parecía ignorarla a pesar de que apuntaba los ojos en su dirección. Le llamaba la atención que no desviara el trayecto del recorrido. A pocos metros de distancia, tal vez cinco, comenzó a rogarle precaución, elevando las manos más allá de su cabeza:
— ¡Cuidado nene, que no estás solo y la vereda es pública!
Pero el muchacho seguía trotando, como si ni siquiera la hubiera oído. En cuestión de segundos, Carolina logró hacerse a un lado, apoyando la espalda contra la pared, y por ahí pasó el muchacho, tan cerca de su cuerpo que con el hombro izquierdo le había rozado el cabello. Estaba enojada, molesta, y se lo hacía saber:
— ¡Qué poco caballero, maleducado! ¿Le harías eso a tu abuela?
Después se calló, aunque por dentro seguía rezongando: casi la había atropellado. El muchacho seguía trotando y se perdía de vista al doblar por la esquina. Tenía la remera sudada, todos los omóplatos marcados. Ella lo despedía con las pupilas, reflexionando malhumoradamente la pérdida de valores que incorporaban las nuevas generaciones, y cuando consideró que había descargado toda su bronca en soledad, continuó la marcha sin perder de vista todas las inmediaciones porque si acaso otro infortunio similar tenía lugar.
La vida estaba cediendo protagonismo a una soledad que acosaba con consistencia los andares de una anciana que se resistía a morir en vida. Su cuerpo tan sólo deseaba ser consolado dentro de un salón que, sin saberlo, estaba siendo sometido a la visita de quince personas entristecidas. Todos lamentaban una gran pérdida a los santos del cielo. Estaba muerta y no lo sabía, su alma quería resucitar en un salón mortuorio.