martes, 30 de octubre de 2012

Entrega nro. 13

Seis tardes y cinco noches posteriores al parto de su sobrina, Martina asistía en su consultorio a un sesentón muy curioso y poco habitual. Segundo había faltado a su terapia, sin aviso previo, y el reloj del consultorio marcaba las cinco de aquella tarde cálida, con un cielo tan limpio y despejado que hasta parecía pintado a pincelazos. El paciente se había echado en el diván. Curiosamente se había descalzado los zapatos, dejando a la vista un par de medias rayadas de colores variados: rojo, verde y hasta violeta. Martina lo miraba, impresionada, del otro lado del escritorio, abriendo su cuaderno de apuntes para sepultar en palabras un inminente desborde emocional. Resultaba notable el desopilante saco que su paciente vestía, con una camisa verde que debatía abiertamente con una corbata animada con los personajes de la serie “Los Tres Chiflados”. Además presentaba un bigotito bien finito y parejito al estilo de Adolf Hitler. Era calvo con tan sólo un rulo más allá de la frente y un lunar vistoso y poco estético que sobresalía en su mejilla derecha. En fin, se parecía más a un payado de circo berreta que a un paciente con problemas psicológicos irresueltos.
—Bien, comencemos —proponía ella, percibiendo la mudez de su paciente.
—Uno, dos, tres, probando.
El paciente no hacía otra cosa más que confirmar su locura, entonando números como si quisiera poner a prueba el funcionamiento de un micrófono, es más, había acercado el puño a los labios, simulando el sostenimiento del artefacto.
— ¿Y eso? —reaccionó ella, dejando caer la lapicera sobre el cuaderno.
Y el loco no se inmutaba, estaba quieto, quietísimo, con los ojos cerrados y una respiración que apenas se deducía en su vientre porque estaba estático:
—Uno, dos, tres… comencemos —seguía delirando el loco.
— ¿En qué puedo ayudarlo?
—Disculpe, señorita —agrandaba los ojos y miraba el techo—, en realidad vengo a ofrecerle mi ayuda.
— ¿Perdón?
—Dije que vengo a ayudarla. Con mis confesiones usted tendrá la posibilidad de madurar sus conocimientos, los profesionales.
El loco se había puesto serio. Martina analizaba sus gestos y ademanes: al menos había comenzado a gesticular.
— ¿Y eso, de qué se trata?
—Dicen que soy loco pero loco no soy, quizá sea un loco lindo pero si estoy seguro de algo es que loco no soy.
Qué loco está éste, reflexionaba Martina, echándose en el respaldo de la silla. El loco ensalivaba su bigotito con la punta de la lengua, de izquierda a derecha cual limpiaparabrisas, pero repentinamente giró el cuello de manera brusca y la miró a los ojos con las pupilas endemoniadas, sin pestañear, para aclarar:
—Según dicen, quien no reconoce su locura está loco pero loco no soy y yo…
Se había pausado. De pronto movió el cuerpo cual bebé en posición fetal, apoyando el puño derecho en el mentón. Ella estaba tan anonadada que ni siquiera escribía, tenía los sentidos totalmente limitados.
—Está bien —balbuceaba Martina—, pero confiese sin nervios, por algo y para algo arribó a mi consultorio. ¿Qué tiene para decir?
—Ya descargué, es que estoy descompuesto —seguía delirando, pegándose manotazos en las rodillas.
— ¡Por favor! ¡Un poco de respeto! Soy una profesional, no una espectadora de sus groserías.
Su enfado lo estaba asustando, tanto era así que se cruzaba de brazos como quien estaba a la defensiva, pero después se sentó, esforzándose. Un ombligo peludo asomaba desde su camisa entreabierta, además tenía un agujerito en la entrepierna que delataba el color de su calzoncillo. Era marrón. Había abierto los ojos, el loco, con unas muecas sucesivas que no parecían culminar, pero se calmó y extendió el brazo izquierdo, suplicándole a la distancia como hermosa hembra despechada:
—No se enoje, por favor. Necesito su ayuda. ¡Ayúdeme!
Su brusca reacción había sido tan sorpresiva que el corazón de Martina latía a destiempo:
—Bueno, bueno, tranquilo, relájese por favor. Comencemos nuevamente.
Ella abría la mano persiguiendo su calma, y el loco se recostaba en el diván, juntando las rodillas con una pierna puesta por encima de la otra:
—Uno, dos, tres, probando —deliraba otra vez con un tembleque en los labios—. Me llamo Arturo, tengo cincuenta y ocho pirulos, solterito y sin apuros, pero tengo novia y se llama Berta. Ella tiene cinco años y es muy bonita, debería conocerla.
El loco asentía con la cabeza, el resto del cuerpo lo tenía inmóvil, y Martina intentaba sepultar con palabras su locura pero no podía:
— ¿Su novia tiene cinco años?
—Sí, cinco. ¿Qué tiene de malo? Es muy buena compañera. No sabe cuánto le gusta morder huesitos.
Ella hacía hasta lo imposible para comprenderlo pero no podía, su delirio contenía desmesura. Movía la lapicera pero, en lugar de escribir, garabateaba. Esos mamarrachos eran lo más representativo de su paciente: un garabato sin forma ni fondo. El loco continuaba quieto, se había callado, estaba ensimismado y con la mirada puesta en el techo, pero tras unos cinco o seis segundos de mesura soltó las riendas y comenzó a confesar:
—Berta es hija de Pepa, esa desgraciada la abandonó cuando era una criatura, ¡pero ojo que desde ese día somos inseparables! Todos los vecinitos quieren intimidar con ella. Siempre lo impido. Hay que estar alerta ante esos forasteros.
Y ahí nomás se sentó, de un único movimiento para sacar del bolsillo del pantalón una fotografía, era más pequeña que la palma de su mano, y después la dejó caer en el escritorio, estirándose luego hacia adelante como si una cadena lo atara con el diván:
—Ella es Berta. Esa boca, ese pelo, ¡esa cola!
La Madre Teresa aparentaba borrar la sonrisa que proyectaba el portarretrato. Era una cachorra, un can lo que develaba esa fotografía, una perrita con pelaje blanco, chiquitita, parecida a un caniche con esos rulos a lo largo y ancho de su cuerpo, como si usara un pulóver desde el hocico hasta la punta de la cola. Martina tomó la fotografía y comenzó a soltar risitas, risas que luego intentó disimular porque el loco se asombraba:
—Ahora comprendo, su novia es muy bella… y además se la ve muy alegre.
—La gente dice que soy raro. ¿Raro yo, por qué amo? ¡Son todos unos envidiosos!
Su amor por esa perra era tan inaudito que, a esa altura de las circunstancias, se confundía con una broma de mal ingenio, pero algo tenía que acotar, Martina, de alguna manera tenía que romper con sus delirios:
— ¿Y usted a qué se dedica?
—Por la mañana alimento palomitas que aterrizan en plaza Las Heras, allá, frente a la universidad gótica —señalaba el balcón—, después converso con Batman, siempre comenta que Robin es mariquita y…
…Y se vio interrumpido porque, por primera vez, Martina comenzaba a alzar la voz:
—Está bien, tranquilo, veo que le gustan los superhéroes. ¿Sus padres viven?
—Claro que viven, pero una tarde se fueron de viaje y nunca más dieron noticias.
El teléfono de línea había comenzado a sonar. Martina se disculpaba pero por dentro agradecía el llamado como si se tratase de un milagro. Se paró sin vacilar. El loco se recostaba nuevamente en el diván. Llegó a la repisa y descolgó:
— ¿Martina? —le preguntaba una voz viril, muy agitada.
—Ella misma. ¿Quién habla?
—Segundo, te habla Segundo Noruega. No pude asistir a la terapia, te ruego disculpas pero —se había pausado—, falleció mi madre, perdón, falleció mi abuela. Estoy desesperado.
Martina estaba parada, tapaba el micrófono del tubo telefónico con la mano izquierda, observando la quietud de una anciana que pitaba un cigarrillo en el balcón del departamento vecino, la misma anciana que Segundo había visto pedalear desde una bicicleta. En esa misma línea recta pero más abajo, estaba el loco, quietito en el diván. La voz de Segundo sonaba herida, no cabían dudas de que estaba sufriendo.
—Segundo, ¿cómo estás? Perdón, ¿cómo preguntarte eso? ¿Dónde estás?
Se oían bocinazos y el viento soplaba tanto que interfería en la comunicación.
—Estoy sentado en un banco de plaza Lavalle. Acabo de renunciar en mi trabajo.
— ¿Por qué no venís? La última terapia está llegando a su fin.
Y ahí nomás Segundo comenzó a llorisquear, ya no podía contener tanta amargura contenida:
—Necesito pensar.
—Tranquilo, estate ahí que en unos minutos iré por ti. ¿Dónde está situado ese banco?
— ¿Estás segura?
—Segurísima.
—Frente a la puerta trasera del teatro Colón, debajo de las ramas de un árbol.
—Bueno, nos vemos. Te corto, chau.
Muy desconcertada, colgó sin esperar su despedida. Desde ahí se fue hasta el balcón, pasando primero por el diván y notando que el loco tenía los ojos cerrados, como si durmiera. Apoyó la cadera en la baranda del balcón cual boxeador recurriendo a las cuerdas de un ring, golpeado por su presente, y se atragantó con saliva al ver que el loco retomaba su posición de un salto para escarbarse los orificios de la nariz. Como si eso fuera poco, estaba expulsando gases potencialmente sonoros, o pedos, que es lo mismo. Era la primera vez que Martina se daba por vencida desde que ejercía la profesión.