jueves, 18 de octubre de 2012

Entrega nro. 5


Veinte horas después de haber trasladado a Martina al hospital, Segundo caminaba con su abuela Carolina por las estrechas veredas del cementerio de Recoleta, barrio de gente pudiente donde la muerte lindaba con la vida y viceversa, conformando uno de los pocos sitios del país donde, tras el cruce de una calle y dos veredas, uno podía acceder a bares, restaurantes, hoteles de lujo y hasta un imponente complejo de salas de cine que solía hospedar a centenares de ciudadanos cinéfilos. En Buenos Aires todo podía ocurrir, tan sólo era una cuestión de tiempo y buena predisposición a dejarse seducir por sus encantos, en muchos casos, irresistibles. Aquella tarde era soleada, bien lejos de los pronósticos adversos para la gente que se la rebuscaba viviendo en la calle: dicen que para ellos no hay nada peor que la lluvia cuando están a la intemperie porque, además de resultar molesta, les moja las únicas prendas de vestir y después tienen que secarlas, en la mayoría de los casos, desnudándose.
En ese cementerio yacían los cuerpos sin vida de Antonio Noruega y Constanza Villegas, los padres desaparecidos de Segundo. Eran contadas las personas que recorrían sus veredas maltrechas, en gran parte, turistas. Se oían lenguas de diversas latitudes pero los muertos ya no entendían de idiomas, tan sólo les bastaba con descansar en paz.
La bóveda de la familia Noruega estaba situada a la vera del mismo caminito que conducía al nicho de un general olvidado. Estaba superpoblado de gatos y cada tanto se cruzaba algún que otro felino con su pelaje blanco y otros negros pero con manchas blancas. También se oían los bocinazos de la gente alborotada que conducía sus vehículos por las calles linderas, siempre tumultuosas y desbordadas de locura y extrema tensión. Carolina se desplazaba lentamente, aferrada al brazo derecho de su nieto. Llevaba algunos días sintiendo malestares pero los ocultaba, no le agradaba preocuparlo. Su cuerpo aparentaba una edad menor pero le fallaba cual bombo con un parche de cuero tajeado.
— ¿Cómo pasa el tiempo, cierto? —comentaba ella—. ¿Cuánto tiempo pasó desde la última vez que hemos visitado este lugar?
Tres gatos blancos intentaban cazar una paloma que aterrizaba en el centro de un parquecito, en el pastito; sin embargo, el lento andar que desplegaban logró alertarla, forzándola a desplegar las alas, justo a tiempo, para volar.
—Algo así como un mes.
Carolina lo miraba de reojo, examinaba sus gestos; simultáneamente hacía muecas porque eran demasiados los años de su desgaste dental.
—Estás distinto, querido.
— ¿Distinto?
—Claro, distinto. Como si estuvieras distraído o pensando en varias cosas al mismo tiempo.
— ¿Y eso?
—Eso mismo te preguntaba.
—Recibirse de abogado no sucede todos los días.
—Ay, querido, te conozco tanto como la palma de mi mano. ¿Estás bien?
—Lo estoy, lo estoy —sepultaba sus dudas, abrazándola desde el hombro.
—Cambiando de tema: ¿sabías que hace treinta años exactos tu padre ganaba su primera carrera automovilística?
—Lo desconocía con tanta exactitud. ¿Dónde?
—En la ciudad de 9 de Julio. Antonio estaba tan feliz. Recuerdo a tu madre lagrimeando, ¡y yo tenía una pinta! Qué delgada estaba.
—Siempre has sido una mujer delgada... y te aclaro que estás sola por tu propia elección. Contame más acerca de esa carrera.
—Bueno, tu padre estaba eufórico. Esa misma noche fuimos a un campo, no tan lejano, en el partido de Chivilcoy. Antonio había prometido pasar la noche en la casa de campo de un amigo si ganaba la carrera. Siempre fue muy cumplidor con sus promesas.
— ¿En el campo de quién?
—Un tal… ¿cómo se llamaba? Creo que Felipe pero ahora no recuerdo el apellido.
Frente a la puerta de la bóveda familiar, podía verse a una cuarentona, era delgada, depositaba un racimo de jazmines en el florero de la puerta. Usaba gafas oscuras y vestía un jean celeste, con una camisa blanca y una manchita color crema que resaltaba a la altura de su omóplato izquierdo. Sus lacios y rubios cabellos le llegaban a la cintura.
— ¿Pero esa mujer no es la admiradora de papá? —no tardó en preguntar Segundo, asombrado.
No había más de quince metros entre ellos y la misteriosa mujer del cementerio.
— ¿Otra vez esa loca? —Murmuraba ella muy fastidiada.
Carolina transmitía malestar y hablaba entre dientes, manifestando disgusto ante la indeseada presencia de la rubia, presencia que la extraña dama advertía tras girar su cuello y verlos caminar en su dirección. Curiosamente perseguida, arrojó al suelo los pocos jazmines que aún sostenía con la mano derecha y comenzó a alejarse a pasos acelerados en dirección contraria de donde ellos venían. Cada tanto se volteaba y los miraba como si buscara corroborar la distancia que los separaba. En un abrir y cerrar de ojos, se perdía de vista, abriéndose camino por un estrecho pasaje, formado entre varias bóvedas con estilo gótico.
— ¿Por qué huye cada vez que advierte nuestras presencias? —Le interrogaba él, pisando una piedrita que lo hacía tambalear—. Es la cuarta vez que sucede lo mismo.
—No lo sé, hijo. Esa mujer está loca —gesticulaba con las manos—, muy loca, ¡loquísima!
—A mi entender esconde algo que desconocemos, abuela.
— ¿Qué decís? Mi hijo era un hombre transparente. Esa mujer es una loca que tiene la mente enferma. En estos tiempos abunda la locura, querido.
Ya se habían detenido frente a la puerta de la bóveda, la misma donde descansaban los cuerpos de la familia Noruega. Segundo estaba pisando los jazmines arrojados por la rubia. Al percatarse de ello, se inclinó, los tomó y después los arrojó en el interior de un cesto que estaba fijado a la vera del caminito. Simultáneamente, arrojaba un puñado de incógnitas.
—Caro: esa mujer lleva años visitando nuestra bóveda. ¿Por qué trae flores? Encima son jazmines, siempre deja jazmines. ¿A papá le gustaban los jazmines?
—No lo sé ni me interesa —se exasperaba—, estamos perdiendo el tiempo con un asunto que no merece importancia. Mejor entremos porque este tema ya lo hemos hablado. ¿Trajiste la llave, cierto?
Su abuela estaba enfadada, no cabían dudas de su malestar, la misteriosa dama del cementerio la turbaba demasiado. La última vez que la habían visto también había huido, ese comportamiento la irritaba demasiado pero esa tarde masticaba bronca, y Segundo estaba algo resignado, entonces se calló y sacó del bolsillo del pantalón la llave de acceso a la bóveda. Sintiendo temblor en la mano, comenzó a penetrar la cerradura para darle un giro y empujar la puerta. A pocos instantes de abrirla, se puso a fruncir el entrecejo: un nauseabundo olor a flores podridas avanzaba desde el interior de la bóveda.
—Hemos olvidado abrir el respiradero —explicaba su abuela por detrás—. Ahora entremos.