domingo, 21 de octubre de 2012

Entrega nro. 9


Como una estaca de carpa, Segundo estaba detenido en la vereda de su edificio. Inclinaba el dedo pulgar en el sentido de la calle, hacia la derecha, esperando que un coche taxi viniera por él para trasladarlo rápidamente al hospital. Ir por su coche estacionado en una playa subterránea —a tres cuadras de su departamento— implicaba una pérdida de tiempo que su ansiedad no toleraría. Se había puesto un jean azulado y una campera con capucha color verde oliva. Calzaba las mismas zapatillas blancas que solía usar para trotar en los bosques de Palermo. Su espera habrá demorado tan sólo un minuto porque un coche taxi que recorría la calle se arrimaba al cordón de la vereda para recogerlo.
—Buenas noches: Avenida Pueyrredón y Juncal, por favor —le ordenaba Segundo apresurado mientras daba el portazo.
Se había sentado en el lado derecho del asiento trasero. El taxista lo miraba por el espejito retrovisor, era un cincuentón que tenía una barba candado y estaba algo desalineado con su cabello canoso mal tijereteado. No tardó en encajar el primer cambio y pisar el acelerador para marchar. El trayecto era relativamente corto, no más de ocho cuadras pero Segundo estaba tan ansioso que no podía caminarlo.
— ¿Puedo fumar? —le preguntó él para calmar los nervios.
—Frente a tu rodilla posa la prohibición.
Un cartel colgaba del asiento de acompañante, estaba echado hacia atrás como para que nadie pudiera escogerlo. El cartel era una hoja plastificada y escrita con tinta negra de impresora que decía: “Se agradece No Fumar”.
— ¿No fuma, cierto?
—Por supuesto que no, pero respeto a los pasajeros que detestan el tabaco.
—Está bien. Será mejor guardarlo y fumar un poco de ansiedad —murmuraba mientras regresaba el cigarrillo a la caja acartonada.
El taxista lo seguía observando a través el espejito retrovisor. Cada vez que Segundo levantaba la mirada, él la desviaba en dirección al volante. En ese ínterin, intentaba adelantarlos un vehículo que casi lo choca. La reacción del taxista fue tan inmediata que de un volantazo terminaron pegados al cordón de la vereda:
—Tenía que ser mujer. ¿Viste lo que hizo? —preguntaba agitado con las manos al volante.
—Es una bestia. Si la viera Antonio Noruega le quitaría el registro de conducir.
—Ese sí que era un grande —maniobraba para posicionarse en la cinta asfáltica—, tenía las pelotas bien puestas.
—Me hubiera encantado conocerlo pero un pibe cuando falleció.
— ¿Cuántos años tenés?
—Veinticinco.
—Y sí, eras un pendejo cuando chocó en una curva de la ruta cinco, cerca de Santa Rosa. Creo que su esposa también falleció.
Segundo lo escuchaba con atención, con los ojos lagrimosos:
—Pobre, mi viejo…
—No entiendo.
— ¿Qué cosa no entendés?
—Claro, dijiste: pobre, mi viejo…
— ¿Dije eso? Em… ah, sí —dudaba con todos los nervios a cuestas—, estaba recordando aquella famosa canción.
El taxista guardaba silencio, como si su cerebro procesara información incompatible con las funciones de sus órganos vitales, pero encendió la radio y después apoyó su codo izquierdo en el marco de la ventanilla: la llevaba baja. Por momentos cerraba los ojos, o se le cerraban porque lucía agotado. En esos momentos, detenía el coche para respetar un semáforo que estaba de rojo. Segundo recordaba a sus padres y desviaba la mirada hacia la ventanilla que tenía a su derecha: unos cartoneros escarbaban unas bolsas con residuos. Estaba perdido en el tiempo, también en el espacio, padeciendo los primeros efectos de resaca por ese whisky barato que había consumido en su departamento, pero estaba buscando a Florencio Restrepo y eso lo animaba a preguntar:
— ¿Alguna vez buscaste a alguien que no conocés?
— ¡Qué pregunta! —no vaciló en responder—. Y mirá, conocí a mi padre cuando cumplí los veinte. Posiblemente te preguntes: ¿qué carajo está diciendo este loco?, pero bueno, mi búsqueda no fue una locura porque mi viejo me abandonó cuando tan sólo era una criatura.
— ¿Cómo lo hallaste?
—Con el corazón. Es lo único que puede ayudarte a seguir adelante. Me llevó tres largos años hallarlo pero un glorioso treinta de diciembre lo encontré. ¿Cómo olvidar esa mañana, cómo olvidar su reacción? Fue mágico. Recuerdo que mi viejo baldeaba una vereda como si persiguiera borrar las huellas de una gran barbarie. Cuando le dije: ¡papá, soy tu hijo!, mi viejo alternó el color de su piel como una iguana cambia el color de su cuero. ¡Qué cálido abrazo me dio! Aún calienta mi cuerpo. No podía soltarme ni tampoco quería hacerlo.
—Cuánto me alegra que haya conocido a su padre.
— ¿Tu viejo está ahí?
Estaba reduciendo la velocidad porque se acercaban a las puertas del hospital.
— ¿Mi viejo? No, claro que no, pero sí alguien que dice ser su amigo.
—Son cinco pesos, pibe.
El coche taxi estaba en marcha pero parado en el estacionamiento que, sobre la calle Juncal, el hospital Alemán reservaba para el ingreso y egreso de las ambulancias. Segundo chequeó el taxímetro y pagó con un billete de cinco. Después despidió al taxista con una palmada en su hombro derecho. Ya había bajado del coche y las puertas corredizas del hospital se abrían ante la llegada de algunos visitantes nocturnos entre los cuales, él, ocupaba un lugar especial.
Tan sólo tenía que adentrarse en el hospital en busca de la habitación 112. Pero, ¿cómo hacerlo? Eso mismo se cuestionaba Segundo, parado en la vereda a unos cinco metros de las puertas. Y ahí nomás se largó a caminar, acelerando los pasos a medida que se aproximaba. Las puertas se corrían sin que nadie tuviera que empujarlas, es decir, se abrían solas a medida que las traspasaba, hasta que las traspasó y advirtió la presencia de dos enfermeras que caminaban por un pasillo con continuación en otro pasaje. Había en anciano sentado —o postrado— en una silla de ruedas con un poco de baba en los labios. Metros atrás, una señora leía despreocupadamente un periódico, sentada en una de las sillas de espera. No se veía a ningún empleado detrás del mostrador de atención al cliente. Un televisor fijado en la pared pronosticaba el clima del día venidero pero Segundo no le prestaba atención. Su reloj pulsera marcaba las dos.
—Buenas noches. ¿Lo puedo ayudar? —lo sorprendía un empleado, aparecido como por arte de magia en el mostrador de atenciones.
—Sí, por favor. Soy familiar del paciente que está internado en la habitación ciento doce. ¿Cómo hago para visitarlo?
—Lamento informarle que el horario de visita sólo se extiende hasta las diez.
Segundo estaba alternando los gestos de su cara, ahora expulsaba una decepción tan perceptible que el empleado dilucidaba cual ruego.
— ¡Necesito ver a mi tío!, —se exaltaba Segundo—. No puede ser, he viajado más de mil kilómetros para que ahora usted me venga a decir que no puedo verlo. ¿Podría hacer una excepción?
—Lo siento, señor. No depende de mí, son reglamentos del establecimiento que debemos hacer respetar.
—Yo se lo permitiría si estuviera en su lugar.
—Pero no lo está. ¿Por qué no pasa en unas horas? A partir de las siete podrá hacerlo con total normalidad.
Desde una puerta no tan lejana, un empleado de seguridad lo oía todo. Los gritos de Segundo habían acaparado su atención, y él lo sabía, sólo que simulaba no haber detectado su presencia guardiana:
—Está bien —asentía Segundo con la cabeza—. Usted hace su trabajo y yo no quiero perjudicarlo. De todas formas quiero darle las gracias.
Fingiendo un agradecimiento inexistente, Segundo iniciaba su frustrado retorno a las veredas de la calle, pero repentinamente irrumpía en su solitario regreso un señor alzando a un niño desvanecido. Corría desesperado por el pasillo. El niño presentaba un corte en la pierna derecha, estaba ensangrentado, tanto era así que en el piso se estaba formando un hilo rojizo y recto que se extendía desde la puerta corrediza de la calle. Parecía un coche dejando su huella de aceite sobre el asfalto. Tanto el custodio como el empleado hospitalario se le acercaban para auxiliarlo. Segundo se hacía a un lado en dirección a una pared, apoyando la espalda en lo que en realidad era una puerta. La puerta estaba entornada, eso lo motivó a usar la espalda para empujarla y explorar lo que parecía conformar un pasillo alterno. Nadie circulaba por ese pasillo, la iluminación escaseaba. El pasillo tenía terminación en una puerta. Segundo no podía quedarse ahí parado, sabía que los empleados podían detectarlo, entonces caminó bien pegado a las paredes hasta llegar a esa puerta y empujarla bien despacio porque no tenía manija. Abierta la puerta, asomó la cabeza y constató que se trataba de una habitación deshabitada, tan sólo contaba con una camilla y un aparato lleno de cables con unas prensas apoyadas en una silla de plástico. Por detrás había una puerta, y hacia ella fue, sin detenerse. No se veía nada, estaba entrando en otra habitación invadida por la oscuridad y unas fragancias que poco a poco le penetraban las fosas nasales. Olían a perfume de mujer. Sin saber qué hacer, sacó un encendedor del bolsillo del pantalón y comenzó a iluminar la habitación fantasmal con una tímida llama que por momentos se extinguía pero que su dedo pulgar lograba avivar una y otra vez. Había un cuadro colgado en la pared con la imagen del doctor René Favaloro. Quiso acercarse al cuadro y tropezó con un bulto, sin saberlo había tropezado con una silla. Ahora rendía sus rodillas en el suelo. El piso estaba frío. Con apenas un machucón, se incorporó y retomó la exploración, hallando una perilla eléctrica que, con la ayuda de sus dedos, logró derrotar la adversidad de la oscuridad. Todo parecía indicar que se trataba de un vestuario: había delantales colgados y apilados dentro de un perchero, también algunas camperas y más debajo unos zapatos con tacos. No lograba tranquilizarse, unas voces femeninas se oían con mayor intensidad. Esa situación le inyectaba adrenalina en todo el cuerpo, a esa altura pre-dispuesto a lo que fuera con tal de conocer al misterioso Florencio Restrepo.
—Qué viejo baboso, se la pasa mirando mis tetas —renegaba una treintañera, acomodándose los pechos en el sensual escote que los sujetaba.
—Será mejor que se dedique a practicar mejores cirugías antes de que lo apresen. ¿Sabías que se comió un juicio por mala praxis? —comentaba su acompañante que no superaba los treinta.
—No me extrañaría, ese viejo baboso está perdiendo el pulso de tanta paja.
Eran dos enfermeras, muy bonitas por cierto, que colgaban sus delantales en uno de los percheros. Segundo podía vislumbrarlas por la abertura que conformaban unas camperas, escondido en otro perchero. Contenía la respiración. Un mosquito le picaba la frente de la cara pero no podía ahuyentarlo, temía que escucharan el manotazo, y ellas sonreían, compartiendo complicidad hasta tomar unas camperas y retomar la conversación:
—Qué raro que hayan dejado la luz encendida.
—A veces sucede hasta en las mejores familias. ¿Qué pacientes te tocan? —preguntaba la enfermera que había criticado al cirujano.
—Los del segundo piso, desde la habitación ciento uno hasta la ciento doce.
Y ahí nomás se retiraron del vestuario, apagando antes la luz. Otra vez, Segundo se había quedado inmerso en la oscuridad pero ahora conocía la ubicación de su próximo paradero. Abandonó el escondite, volvió a encender las luces y se empilchó con un delantal celeste que estaba colgado en el perchero. Necesitaba marchar en busca del segundo piso antes de que otras enfermeras lo tomaran por sorpresa.
Salió por la misma puerta por dónde ellas acababan de egresar. Estaba adentrándose en otro pasillo pero había un ascensor que, en esos instantes, abría las puertas. Del habitáculo de ese elevador salía un muchacho. Daba la impresión de que se trataba de un encargado de los servicios de limpieza: sostenía un balde y vestía un atuendo de dos piezas, todo azulado. Segundo lo saludó y aprovechó la ocasión para meterse en el habitáculo del ascensor, presionando de inmediato la tecla que lo conducía al segundo piso:

Primer piso: los fantasmas del pasado invadían su mente.
Segundo piso: Florencio Restrepo y la habitación 112.

Ya estaba situado en el segundo piso, en otro pasillo que medía no más de cinco metros de ancho y parecía terminar en una escalera de emergencias. Frente a la puerta del ascensor estaba la habitación 101, otras tantas puertas de similares características le sucedían hasta la terminación del pasillo. Según lo dicho por las enfermeras, la habitación 112 sería la última del piso, por lo que sólo restaba caminar hasta el final del pasillo para meterse en la habitación, en lo posible, pasando por desapercibido. No había presencia humana a su alrededor. Algunos metros adelante, podía verse una camilla bien próxima a la pared y cuatro sillas de espera. La ansiedad hacía más pesados cada uno de sus pasos hasta que, una mano, bien pesada y caliente como un pan, lo sorprendía desde atrás al caer sobre su hombro izquierdo:
— ¿Doctor Hercobins? —le preguntaba un desconocido.
Era un señor calvo, con un delantal blanco que, por cierto, comenzaba a acelerarle las pulsaciones.
—Sí, soy yo —titubeaba al girar—. ¿Usted es…?
—Mucho gusto. Soy Nicolás, Nicolás Ortega, médico cirujano del hospital militar.
Segundo estaba exaltado, intentaba normalizar los latidos de un corazón que bombeaba sangre a presión. El médico le estrechaba la mano, convencido de que estaba saludando a ese tal Hercobins, o Ercobins, daba lo mismo. No le quedaba otra alternativa, tenía que saludarlo y para eso le cedió un tímido saludo de manos. El médico no lo soltaba, lo miraba con admiración, parecía una garrapata.
—El placer es mío —fingía Segundo—. Me han hablado bien de usted.
— ¿En serio?, —lo soltaba—, ¿quién?
—El doctor Martínez, Ricardo Martínez.
— ¿Martínez? ¿No será Gustavo Martínez?
—Pues claro, el doctor Gustavo. ¡Ando tan olvidadizo! —simulaba su equivocación llevando la palma a la frente de la cara.
—Pero qué placer conocerlo, doctor. Me habían informado que visitaría este hospital y decidí esperarlo para saludarlo. Soy un fiel lector de sus obras científicas.
Segundo no sabía qué decirle, pensaba en Florencio y miraba los alrededores por si acaso alguien del hospital llegase a identificarlo:
—Es muy generoso de su parte.
—Generoso es usted al dedicarme su tiempo. No quisiera molestarlo pero para mí sería un honor aprovechar esta ocasión para solicitarle una opinión con respeto a un tema que ronda en mi cabeza desde hace meses.
—Pregunte sin miedo —accedía Segundo, rogándole a Dios la sencillez de la pregunta, inminente.
El médico se comportaba con euforia, le estaba hablando a alguien que en realidad era otra persona:
— ¿Qué opinión ha formado con respecto a los últimos avances científicos del Síndrome de Eisenmenger?
¿Síndrome de Eise…?, se preguntaba Segundo sin deletrear ni siquiera una palabra. El médico irradiaba ansiedad, se mordía el labio inferior al mismo tiempo que una gota de sudor caía desde su patilla derecha en dirección a la barbilla. Segundo escarbaba una respuesta y no la hallaba. No sólo había invadido un hospital sino que además se le estaba cruzando el admirador de un médico que confundía con su persona, con una pregunta sumamente compleja y desconocida. De alguna manera tenía que sacarse de encima a ese hombre y evitar el desprestigio del doctor encubierto. Segundo pestañeaba cual moscardón abofeteado removiendo sus aletas, pero calibró la imaginación y le dijo:
—Bueno, doctor, además de doctor no se olvide que también soy escritor. Le propongo que lea la obra que publicaré en los días venideros. Como adelanto puedo afirmarle que tengo algunos avances pero prefiero reservarlos.
Segundo le sonreía pero el médico reflejaba mayor ansiedad, y seriedad también, como si su respuesta no lo hubiera satisfecho. Encima no se movía, apenas parpadeaba, su mirada penetrante era intimidante.
—Sepa disculpar pero ahora tengo que retirarme —se excusaba Segundo—. Ha sido un placer conocerlo.
El médico seguía sin moverse a pesar de la palmada que Segundo acababa de darle en la yugular. Entonces no lo dudó y dio un giro completo hasta darle la espalda, inhalando aire como un pescado recién sacado del mar. Caminaba e imaginaba la mirada del médico incrustada en su espalda. Ya había superado la puerta de la habitación 107 y restaban cinco puertas para resolver su incógnita más inmediata. Al llegar se detuvo y echó la mirada hacia atrás: el médico ya había desaparecido.
La puerta de la habitación 112 estaba cerrada pero de ella huía un canto arrabalero y a media voz que, poco antes de que Segundo manoteara la manija de la puerta, se silenció. Segundo estaba preparado para lo que se viniera. Respiró hondo, después se persignó y comenzó a empujar la puerta lentamente por si hacían ruido las bisagras, pero la tensión superaba sus intenciones y se detuvo para inspeccionar ese ambiente de cuatro paredes y un pasillo desde donde enfocaba la mirada. A lo lejos podía verse un televisor, estaba fijado en la pared y emitía imágenes multicolores que no lograba vislumbrar aunque sí se veían los colores proyectados en la cortina de una ventana porque ninguna luz estaba encendida. Una botella plástica con aparente agua mineral estaba apoyada en una silla de madera, toda blanca desde las patas hasta el respaldo. De repente oyó una respiración entrecortada, agitada, digna de alguien que padecía insuficiencias respiratorias o problemas asmáticos. Todo parecía indicar que la habitación 112 estaba siendo ocupada por un paciente con deficiencias respiratorias. Para males, llegaban voces viriles desde la escalera del pasillo que incrementaban sus decibeles en señal de proximidad. Segundo tenía que entrar y cerrar la puerta, no tenía otra opción y lo hizo, caminando casi en puntas de pie hasta pararse frente a otra puerta a medio cerrar que daba acceso a un baño. Coraje, se alentaba por lo bajo y seguía avanzando hacia la voz asmática. Había una cama reclinada, y en esa cama descansaba un sesentón, o quizá un poco mayor. Una barba desprolija cubría su rostro arrugado, tenía un suero inyectado en la muñeca izquierda. Lo cubría una manta blanquinegra que dejaba a la vista una camiseta blanca como las canas que pintaban su cabello. Segundo se acercaba sigilosamente, hasta apoyar las manos sobre un dispositivo marcapasos que velaba por su salud. El hombre de la habitación 112 parecía estar poseído por un sueño profundo que Segundo interrumpió cuando, sin querer, pateó la base de una plataforma desde donde colgaba el suero.
— ¿Usted quién es? —le chillaba el viejo, parpadeando a gran velocidad.
—Buenas noches. Yo soy… yo soy el doctor Hercobins.
Segundo estaba nervioso, sus gestos y ademanes no lo favorecían pero había esforzado la voz hasta tal punto de sonar convincente.
— ¿Usted me va a cuidar? Hay un médico que ya me cuida. Usted es un farsante. Dígame: ¿cómo me llamo?
—Usted se llama Florencio Restrepo y haré lo imposible para que su salud evolucione. Colabore conmigo porque tanto usted como nosotros conformamos un equipo de trabajo —le respondió con parsimonia para confirmar su identidad.
—No me haga reír que…
Una toz asmática había pausado su habla, se le estaban irritando los ojos y ya los tenía venosos.
—Tranquilo, respire hondo —le sugería Segundo, inclinándole la cabeza hacia adelante con las manos.
—Retírese o llamaré a mi médico de cabecera.
El hombre rozaba un dispositivo de alarma con la yema del dedo pulgar, como si quisiera jalar el gatillo de un revólver a la altura de su riñón, y Segundo lo observaba, atento, cuestionándose si ese señor era Florencio pero el viejo estaba por presionar el botón, quizá su profunda debilidad postergaba la ejecución.
—No lo haga, tranquilo —le pedía Segundo, apresurado—. Está bien, le diré la verdad: mi nombre es Segundo Noruega y estoy acá porque usted me escribió una carta. ¿Qué tiene para decirme? ¿Podría permitir que mis padres descansen en paz?
— ¿Usted es el hijo de Antonio Noruega? ¿Segundito? —abría los ojos como un búho.
Y ahí comprobó que ese viejo asmático postrado en esa cama era Florencio, ni más ni menos que el remitente de la carta. Ahora estaba excitado y levantaba los brazos como si quisiera rasguñar la superficie del techo. Sus torpes movimientos estaban causando la caída del suero hasta que finalmente se desprendió y cayó a un lado del colchón. Su respiración se entrecortaba. El marcapasos emitía una señal de alerta, era un chillido que sonaba ininterrumpidamente cual chicharra fuera de control. Florencio lagrimeaba, sus piernas temblaban sin cesar. En esos momentos tensos sorprendía una enfermera, había ingresado a las apuradas y eso provocó que Segundo se desplazara unos metros atrás, entre el televisor y las patas delanteras de la cama.
— ¿Quién es? —le indagaba ella al paciente, reclamando asistencia con el dispositivo que Florencio no quería soltar.
—Segundo, Se… Seg… Segundo —balbuceaba el viejo con esa tos asmática de nunca acabar.
Florencio había comenzado a sacudir su cuerpo de un lado a otro, como si Satán se hubiera alojado en su alma, justo en el momento en que otras dos enfermeras se adentraban en la habitación para iniciar labores de prevención. Segundo se había corrido hacia el ventanal, bien próximo a la cortina. Desde ese lugar podían vislumbrarse algunas luces callejeras. Estaba confundido. El marcapasos parecía estallar y Florencio seguía nombrándolo sin parar:
—Segundo, Seg… ¡Segu!
—Retírese, por favor —intentaba echarlo de la habitación una de las enfermeras.
Y él apenas podía respirar, quietito como una pinturita. La tensión había invadido su metabolismo, pero comenzó a desalojar la habitación, temiendo una posible intervención del personal de seguridad. Cuando manoteó la manija de la puerta se detuvo, Florencio estaba esforzando la voz y vociferaba:
—Segundo, Francisco Rei… Fa… ¡Francisco Reina!
Una de las enfermeras presionaba su retiro, lo empujaba desde la cintura porque Segundo había olvidado cómo caminar. ¿Francisco Reina?, se cuestionaba mientras apoyaba los omóplatos en la pared del pasillo. La tos asmática que oía de lejos parecía descuartizarlo. La situación era caótica. No le quedaba otra opción más que volver a su departamento. Demasiada tensión para un día tan intrincado.