viernes, 30 de noviembre de 2012

Entrega nro. 51


Priscilla se había ordenado mujer. La tormentosa noticia de su noviazgo furtivo alteraba la psiquis de su padre, quien horas después del partido de golf descansaba los pies por encima del amplio escritorio que decoraba el despacho de su mansión, en San Isidro. Acostumbraba despedir la jornada desde ese despacho, solo, por lo que como todas las noches la puerta se hallaba cerrada con llave. En esta ocasión, pensaba en cómo desataría los diálogos con su princesa. Ella estaba ausente, había decidido pernoctar en el hogar de su mejor amiga, la causa: la pérdida de su virginidad y el temor a que su padre rechazase la relación. Más allá de todo, tenía pensado regresar en algún momento de la mañana venidera.
Felipe estaba agotado por un desvelo que lo atormentaba y le sembraba dudas tan fuertes como su mismísimo poder. Eran las once y media de la noche. Su despacho era amplio, contaba con una vista amplia al jardín, ventanal desde donde podían ser contempladas las plantaciones que su jardinero embellecía con el mayor de los cuidados posibles, cual joven manos de tijera. Una imponente fuente iluminada por media docena de farolas potenciaba la majestuosidad de la hectárea de parque que cercaba toda la mansión, entre las murallas autistas y una extrema seguridad. Su escritorio albergaba una computadora portátil de última tecnología, una agenda con tapa de cuero vacuno y varias lapiceras costosas que brillaban a la luz del velador fijado en una mesita de roble. Por detrás de su asiento, y en unos estantes fijados en la pared, había una biblioteca con decenas de libros ordenados por nombres de autor. Él seguía sentado, con la mirada perdida en una acuarela que había importado de México no mucho tiempo atrás, expulsando unos bostezos invencibles que huían de sus labios porque estaba extenuado. Con su mente cerraba el balance diario, resumiendo en su conciencia las noticias que habían sido y las informaciones que en pocas horas serían, estimulado por un equipo musical que a pocos metros recitaba música clásica e intentaba recortar la tensión de un día atentado por el riesgo de las inversiones bursátiles y el metejón de su hija con Segundo. Estaba muy tentado de conocer cuáles eran los antecedentes de ese muchacho que le había robado el corazón a su princesa, tanto que no vaciló en tomar el celular para marcar de inmediato el número de su asistente personal:
—Orlando: ¿cómo estás? —le preguntó con una voz forzada y los párpados caídos.
—Buenas noches, señor. Muy bien.
—No es mi caso —denotaba molestar—. Estimo que estamos metidos en serios problemas.
— ¿De qué clase, señor?
La señal del teléfono se perdía, eso impulsaba a que Felipe abandonara la silla y se ubicara entre el ventanal y una magistral pintura de Molinas Campos: un cuadro representando a un gaucho que tocaba las cuerdas de una guitarra criolla, acompañado por una china que buscaba darle forma a un pan casero al ingresarlo en un horno de barro.
—Te estoy perdiendo —comunicaba Felipe—, ¿me escuchás?
—Poco y nada.
—Okey, ya mismo te estoy llamando pero desde el teléfono de línea privado. Cortá.
Habían cortado. Felipe aprovechaba esos segundos para regresar a su escritorio, acomodarse en la silla y meterse un cigarrillo en los labios con ánimo de fumarlo a la brevedad. El teléfono habrá sonado tan sólo una vez y ellos reanudaban la comunicación:
—En buena hora te decía que tenemos un inconveniente que requiere de una urgente solución.
— ¿De qué se trata, señor?
—Parece ser que mi hija se enamoró. Eso representa un gran riesgo que no podemos correr. El tipo en cuestión se llama Segundo Reina, es el hijo de Francisco, el propietario del hotel donde pasamos la noche. ¿Lo recordás?
—Sí, claro. ¿El mismo que conoció en el Casino?
—Exacto. El inepto que custodiaba a mi hija me ocultó información, jamás me contó que a mi nena le estaban comprando el corazón. Si supieras la paliza que recibió ese maldito desleal, pero eso ya forma parte de su historial. Resulta sospechoso que su padre haya recurrido a mí para solicitar una autorización en el nombre de su hijo. Demasiado interés.
— ¿Su padre se encargó de declarar el romance? ¿Habló con su hija?
—Es lo que más deseo pero todavía no quiere venir. No quiero presionarla. De todos modos, dejó un mensaje telefónico, informando que pasaría la noche en la casa de una amiga.
—Disculpe pero… ¿será verdad?
—Por supuesto. Uno de mis custodios verificó tal situación, en este momento no hace otra cosa más que clavar sus ojos a la maldita puerta de su hogar —pitaba en dos ocasiones—. Escuchame una cosa: necesito que mañana mismo investigues a esos sujetos. Tomá nota —pitaba otra vez—, el padre se llama Francisco Reina y es propietario del hotel “La Estrella Fugaz”. Ese dato lo cercioramos poco antes de compartir la cena.
—Lo recuerdo perfectamente.
—Bien. El hijo se llama Segundo y trabaja con su padre en el hotel. Quiero que averigües esos antecedentes como si tuvieras que narrar sus biografías. ¡Todo! Que nada quede fuera del tintero. ¿Quedó claro?
—Sus órdenes ya forman parte de mis asuntos. Prometo investigarlos minuciosamente.
—Perfecto. Quiero conocer hasta qué sabor de helado prefieren. Ahora te dejo en paz. Chau —y le cortaba sin esperar unas palabras de despedida final.
Felipe había bebido durante horas; sumado al cansancio que tenía, estaba irritado y enfadado. Priscilla representaba su máxima esperanza de vida y le había mentido durante días, pero por sobre todo desconfiaba de sus pretendientes porque, por un lado, no podía aceptar su independencia y, por otro, todo sujeto que ingresaba en su círculo familiar representaba un riesgo que no quería ni podía asumir. Encima recordaba la frustración que le había causado el condicional custodio de su hija. Se paraba torpemente, padeciendo la ira. Estaba tan furioso que agarró un periódico que todavía no había llegado a hojear y lo lanzó hacia un sillón instalado a un lado del equipo musical, justo en frente de su escritorio. El periódico se despedazaba en el aire. Las hojas se desparramaban por todo el piso.
— ¿Qué clase de custodio nos protegen?, —gritaba enfurecido hacia la nada—. ¿Cómo se atreven a faltarme el respeto?
Estaba agitado, tenía la respiración entrecortada, y en ese estado calamitoso se quedó unos instantes hasta alejarse del escritorio y comenzar a recoger las hojas desarmadas. Las compaginó y se sentó en el sillón para digerir algunas noticias en el preciso instante en que una canción sucedía a la anterior. Felipe quería descansar pero no podía, estaba desvelado y muy decepcionado.

Entrega nro. 50


— ¿Cómo puede ser que me siga rechazando?, —se cuestionaba Felipe mientras se rascaba la oreja donde había apoyado tantas veces el celular—. Esa chica está yendo muy lejos. ¿Está con él? —lo miraba a Francisco.
—No tengo la menor idea, pero no hay de qué preocuparse, don Felipe, nuestros hijos se adoran. Piense en el bienestar de su hija. Mi hijo es un hombre con todas las letras, jamás le faltaría el respeto.
Su desequilibrio emocional era un hecho, estaba desorbitado, masticaba bronca, y Francisco lo percibía, entonces abandonaba el asiento del carro para acercarse a ese padre desesperado que temía la revelación de su princesa virgen en vías de extinción. Tomó contacto con su hombro izquierdo, y con mucha serenidad le dijo:
—Lo que más deseo es que mi hijo la haga feliz. Démosle una oportunidad. Si usted confía en mí también debería confiar en Segundo.
—Lo primero que quiero es poder hablar con mi hija, y después compartir una charla con su hijo. La única manera de conocerlo sería proponiéndole que trabaje con mi equipo. ¿Estaría dispuesto a aceptar tal ofrecimiento?
—Pero claro, hombre —quitaba la mano de su hombro—. Estoy de acuerdo. Qué mejor que trabaje para usted. No tengo dudas de que así será. De todos modos es importante que primero aclare las cosas con su hija. Si considera que ese noviazgo no debe continuar, mi hijo lo comprenderá porque hablaré con él, y él —respiraba hondo—, él es un muchacho pensante.
—Gracias, Francisco. Sepa disculpar este mal momento.
—Queda todo más que claro, y entre nosotros. ¿Por qué no jugamos al golf? Me da la sensación de que aún es un gran golfista.
—Eso intento, eso intento —murmuraba y observaba el banderín.
Felipe ya no daba diente con diente, inhalaba aire puro después del huracán que había arrasado con su calma. Los prometidos acababan el acto sexual en el preciso instante en que él taqueaba la bola y lograba meterla en el hoyo. Un bicho canasta se extinguía pero una mariposa comenzaba a volar, tan libre como las golondrinas que emigraban en aras de tierras más prósperas. Eso sí, Felipe estaba confundido, y demasiado preocupado.

jueves, 29 de noviembre de 2012

Entrega nro. 49


Lo que Felipe desconocía era que su princesa estaba gozando algo deseado con ansias pero nunca concretado, porque no se animaba: estaba con Segundo, en su suite del hotel, recostada en la confortable cama de dos plazas que abarcaba gran parte de su privilegiada habitación con vista al río. Lucía excitada, al borde del éxtasis con una sábana blanca que le cubría las intimidades, entre su entrepierna y los pechos, tan sensual como las sirenas de los mares imaginarios. Su cabello estaba echado sobre la funda de la almohada. Sentía besos de lengua en sus erectos pechos de miel virgen, es que Segundo se movía por debajo de la sábana, saboreando su cuerpo, un bondadoso cuerpo de mujer recubierto por la suavidad de una piel erizada porque su teléfono sonaba nuevamente.
— ¡Segundo! ¡Mi amor! ¿Por qué no paramos un poco? Puede estar llamando papá.
—Hagamos el amor, te deseo —distorsionaba el sonido de la voz al refugiarse entre sus piernas y una bombacha rosada que ya había corrido de lugar con los dientes.
El teléfono sonaba ininterrumpidamente, no paraba de timbrar. Ellos practicaban el amor, se exploraban por primera vez, nada ni nadie podían impedir la entrega de un cuerpo completamente enamorado y otro excitado pero aquejado por la traición. Ella abría las piernas y entregaba su sexo, sintiendo con timidez la exploración de sus órganos explosivos. Por tercera vez consecutiva, su teléfono comenzaba a sonar.

Entrega nro. 48


El día de la solución había llegado. Francisco tenía previsto reencontrarse con Felipe, a las tres de la tarde, en un paradisíaco campo de golf, y a las tres se veían la cara, más allá del aeroparque, en un predio verdoso donde las turbinas de los aviones solían ventilar las nucas de los golfistas. De un lado descansaban las aguas mansas del Río de la Plata, del otro emergía el deseo grandilocuente de lograr aceptación en una relación que, sin duda alguna, serviría de base para encausar un plan: finalmente había llegado el momento de informarle a Felipe que su hija salía con Segundo. Necesitaban su autorización antes de que Priscilla se rehusare a continuar con la relación. Martina había puesto en riesgo la continuidad de dicho noviazgo: ¿qué mejor que su padre lo supiera todo y la aceptase para consolidar la relación? De todos modos necesitaban lograr su autorización porque Felipe lo decidía todo, así lo había remarcado en la cena del hotel.
Dos cortados de café acababan de ser vertidos en sus estómagos, habían bebido dos tazas en la mesa de un restó ubicado a la vera del campo de golf. Francisco no podía informarle la noticia sin antes conversar sobre otros asuntos menores. El viento rebelde hacía flamear los banderines que penetraban los hoyos del campo de golf. Muchos aficionados desplegaban los palos de media distancia y taqueaban las bolas, pero ellos se dirigían al hoyo número quince en un carro transportador que solamente disponía de un par de asientos y suficiente espacio en la caja trasera como para transportar diez palos de golf y dos docenas de bolas. Conducía Felipe, a unos quince kilómetros por hora. Poco a poco se dejaba ver el banderín a rayas número quince, situado en una zona del predio que estaba desolada. Era el banderín más próximo a la rivera. Detenía el carro a unos diez metros del banderín y después apagaba el motor para bajar y comenzar a descargar el equipo deportivo que llevaba en la caja trasera. Felipe vestía un pantalón algodonado, blanco como las pocas nubes que desentonaban con el cielo azulado, una camisa color salmón y calzaba unos zapatos con tacos del mismo color que su cinto marrón oscuro. Francisco, en cambio, llevaba puesto un pantalón de vestir beige y una chomba anaranjada con escote en v, más unas zapatillas de suela lisa que uno de sus empleados le había comprado la tarde anterior porque era la primera vez que pisaba un campo de golf. Detestaba ese deporte, el socio traidor que había arruinado la vida de su padre solía jugarlo.
—El deporte es mi pasión —comentaba Felipe—, por eso comando las carreras de turismo carretera.
Estaba eligiendo un palo de golf. Francisco lo miraba, otra cosa no podía hacer, era la primera vez que se acercaba tanto a un banderín de golf.
—Los deportes son apasionantes —le decía Francisco—, pero estoy desilusionado con el manejo gerencial de algunas instituciones deportivas. Demasiada violencia. ¿Cómo explicar que un partido de fútbol termine con muertos?
—Los tiempos han cambiado demasiado, don Francisco. Tenga en cuenta que el deporte actúa como un espejo de nuestras conductas. ¿Cuál es la fórmula mágica para combatir la violencia cuando muchos políticos desperdician su tiempo con absurdas promesas que jamás cumplirán? Eso también implica violencia —se alejaba unos metros en dirección al banderín, tal vez cinco—. Además la sociedad utiliza los eventos deportivos como terapia —exclamaba dándole la espalda y dejando caer la bola sobre el césped—, todos descargan sus broncas por frustraciones que no pueden superar —se posicionaba para el primer lanzamiento—. Quienes pagan esos malestares son los pobres deportistas.
Francisco lo escuchaba sorprendido desde el carro motorizado, se había sentado otra vez y sus piernas caían en dirección al césped sin llegar a tocarlo.
—Coincido —le respondía a los gritos—, pero para eso les pagan fortunas después de todo. ¿Puedo hacerle una pregunta?
—Diga.
Felipe buscaba la mejor posición para su primer lanzamiento. Estaba parado a unos quince metros del banderín, o del hoyo, en el centro de una loma.
—Más que una pregunta es una declaración. Me veo obligado a comentarle algo que seguramente desconoce. Lo aprecio mucho y considero que ha llegado el momento de que tome conocimiento de lo que atraviesan nuestros hijos.
En esos instantes Felipe elevaba el palo de golf, con los pies firmes en el césped rebanado, como si los tuviera estaqueados. Era inminente su primer tiro.
— ¿Acaso son novios? —vociferaba con tono burlón, desplegando el palo de golf.
—Digamos que… sí.
La sorpresiva noticia le había sacudido los sentidos, haciéndole perder la bola de golf entre unos arbustos que estaban plantados a unos cincuenta metros del banderín. Después giraba el cuello y observaba el carro, arrojando el palo hacia atrás, con tanta fuerza que casi terminó clavándose en el hoyo. Estaba pasmado, y en esas condiciones se le acercaba a paso lento hasta terminar parado entre sus piernas, con una cara que por cierto verseaba asperezas. Lo miraba desde tan cerca que sus rodillas rozaban las de Francisco, hasta no poder contenerse más y preguntar:
— ¿Es una broma, cierto?
Francisco lo miraba fijo a los ojos, intentaba transmitirle calma pero por sus venas corría adrenalina. Al igual que la bola, temía que todo lo planeado se fuera por las ramas.
—Felipe: jamás podría bromear con los sentimientos de nuestros hijos. Ellos sienten una profunda atracción que ya no pueden ocultar, haciendo hasta lo imposible para poder estar juntos. Créame que se adoran.
—Pero… ¡es mi princesa! ¡No puede ser! —renegaba con los ojos enrojecidos—. Además… además mi custodio ya lo hubiese informado.
Estaba tan desconcertado que tomaba asiento en la caja trasera del carro, por detrás de Francisco, y después se paraba para volverse a sentar.
—El amor es impredecible —le expresaba Francisco, volteándose en su dirección—. Mi hijo es un gran hombre, un muchacho formado con principios leales.
—No tengo dudas de que lo sea pero mi princesa no está preparada para el amor, es una señorita que aún tiene mucha inexperiencia.
Felipe miraba el suelo y daba la sensación de que quería remover con las pupilas un yuyito rebelde que sobresalía en el césped.
—Sepa disculpar el atrevimiento pero… Priscilla es toda una mujer —agregaba Francisco.
— ¿También la hizo mujer? —se volteaba enérgicamente para mirarlo a los ojos con fuego en las pupilas.
—Tranquilo, don Felipe, nuestros hijos han crecido y saben mejor que nadie lo que quieren para sus vidas. Jamás he visto a mi querido hijo con tanto brillo en los ojos, parece otro. Me prometió protegerla contra viento y marea.
—Pero no soy un padre convencional, hay muchas cosas que usted desconoce de mis negocios y mi difícil estilo de vida.
— ¡Por favor! ¿Cómo piensa que edifiqué mi hotel, con esfuerzos y sacrificios? He trabajado duro para tener lo que tengo pero con eso sólo no alcanza.
—Sueño con ver a mi hija conformando una familia. Su hijo es un hombre confiable porque usted lo es pero…
— ¡Pero ellos son libres y se atraen! —lo interrumpía, tomándolo del antebrazo izquierdo.
— ¿Cómo? Usted… eh… no puede ser. Que sean pareja, vaya y pase, pero de ahí a que mi nena sea libre, no puede ser.
Estaba preocupado Felipe, tanto que salía del carro y caminaba de un lado a otro como si buscara sus sentidos entre la hierba. No podía digerir semejante notición pero reaccionaba tomando el celular. Con sus dedos inquietos comenzaba a marcar unos números como si tocara las teclas de un piano.
—Encima se da el gusto de no atender —exclamaba con el celular pegado a la oreja.
Francisco no quería moverse, tan sólo se limitaba a observar los movimientos de un padre enfermizo que no quería perder a su hija, muy consciente de que su obsesión podía desviarlo por un sendero que podría peligrar sus propósitos más macabros.
—Insistiré —agregaba embroncado—. No puede desatenderme. ¡Soy su padre, carajo! —y seguía marcando los números en el teléfono.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Entrega nro. 47


Quince minutos después, tan sólo quince largos minutos de angustia y desesperación, Francisco le aseguraba a Segundo con la mano puesta en el picaporte de la puerta de su suite, porque el abogado le había golpeado la puerta con las manos desde el pasillo alfombrado: “no te hagas problema, pibe, en unos días habrá una solución, te la aseguro”. Y ahí nomás Segundo le estrechó la mano y se marchó para encerrarse en su habitación. Unos tragos de licor podían ayudarlo a olvidar.

martes, 27 de noviembre de 2012

Entrega nro. 46


Metros adelante, sentados de frente en una mesa del restaurante, Segundo y Priscilla se miraban enmudecidamente, no habían hablado desde que habían despedido a Martina y su amiga, pero Priscilla ya no podía contener los interrogantes, huían de sus labios porque necesitaba explicaciones:
— ¿Me podrías explicar qué fue todo eso? —Él seguía sin hablarle—. ¿Segundo: quién era esa mujer? Me estoy enojando —le terminaba diciendo al borde de los gritos.
Segundo estaba sumergido en la marea de sus actos pasados, tampoco le salía una palabra pero comenzaban a ser expulsadas tras un suspiro prolongado que casi termina apagando la llama de una vela que estaba fijada en el centro de la mesada:
—Princesa, mejor cenemos. Después lo hablamos. Eso sí, te pido disculpas por semejante mal trago.
Le acariciaba la muñeca. Priscilla había dejado caer su antebrazo derecho sobre la mesada, entre la vela y una panera, y al ver que ella no decía nada le dijo “te quiero”. Estaba aprendiendo a actuar, mucho más que ella que frecuentaba clases de teatro. Sonreía pero se sentía solo. Estaba desorientado. A pesar de todo necesitaba hallar una salida aleatoria, caso contrario su venganza sería frustrante. Estaba atravesando una etapa crítica: las mentiras y sus riesgos, los recuerdos del pasado, las traiciones del amor al amor, muchos sentimientos entrelazados en un mismo momento, un mismo lugar. Quería estar solo o que el tiempo se pausase. Como si fuera poco Priscilla le pedía explicaciones. Era un día gris aunque la niebla se había esfumado. No se hablaban, solamente se miraban. La velada se perfilaba para una cena sigilosa, de esos silencios que hasta parecen hablar, acompañados por el bullicio de la gente que poco a poco ocupaba las mesas del salón comedor. De fondo se escuchaba una canción de Paul McCartney pero ellos no podían distenderse con su música. La mirada de Priscilla expresaba incertidumbre, sus sentimientos habían entrado en la duda y las dudas repercutían en su cabeza, no soportaba tanto silencio, necesitaba saber quién era esa muchacha que los había sorprendido con tantas preguntas indiscretas, necesitaba saber por qué había sido llamado con otro apellido.
— ¿Quién era esa chica? —insistía con la voz quebrada.
Segundo desataba los nudos del alma pero calibraba la mira de su imaginación, teniendo que explicar lo inexplicable:
—Esa mujer que nos sorprendió se llama Martina, una ex novia que hasta el día de hoy no supera nuestra ruptura. Está desequilibrada, es egoísta y ya no sé qué hacer con ella. Me persigue y eso está muy mal.
— ¿Te persigue? —Dejaba caer las manos en su regazo, por debajo del mantel—. ¿Por qué te llamó Segundo Noruega?
Y Segundo se había quedado con la mano quieta sobre la mesa, ya no podía acariciar su muñeca. Tampoco sabía qué decir, su sospecha había dejado de serla.
— ¿Me llamó Segundo Noruega? —ponía cara de desentendido.
—Sí, te llamó así, y no sólo eso, me calificó tu próxima víctima. ¿Podrías darme una explicación?
—Claro que sí —digería saliva atragantada—. Me llamaba Noruega, pero por el país… siempre decía que tengo pinta de vikingo. Los vikingos eran noruegos. Se divertía mucho imponiendo sobrenombres y ése era su preferido. Yo solía llamarla Martina Rasputín, por su cara de rusa.
— ¿Y qué hay con eso de la víctima?
—Es que ya te expliqué, esa chica no quedó del todo bien, algunos cablecitos de su cabeza ya no le funcionan. Son situaciones inexplicables, o pensándolo mejor, explicables: ella está enamorada y no supera el abismo que nos distancia.
Martina se cruzaba de brazos, de todos modos continuaba indagándolo:
— ¿Por qué cortaron?
—Éramos una pareja con altibajos, solíamos discutir en demasía. Encima ella es insegura, extremadamente celosa y muy pero muy manipuladora —se callaba unos segundos—. Un día me hartó, me saturó tanto que decidí terminarla por lo sano. Una relación sin libertad no promete futuro.
Ella transmitía la sensación de estar pensando mil cosas por minuto, pero ya no cuestionaba lo inexplicable. Segundo, en cambio, había entrado en un estado de alerta constante, pensando probables fundamentos que quizá tuviera que utilizar para calmarla, ingeniosos conductos que la desviaran de semejante infortunio, pero simultáneamente recordaba el rostro dolido de Martina y sufría, se sentía un perdedor, un eterno miserable.
—Priscilla: ¿dónde está tu custodio?
— ¡Qué sé yo! Supongo que en el estacionamiento —le respondía con altas dosis de irritación—. Será mejor que me vaya, no me siento bien.
— ¿Estás segura? ¡No te enfades! Podés preguntarme todo aquello que te despierte dudas. No quiero que desconfíes de mí.
—Soy muy terca —agarraba su cartera—. Me conozco lo suficiente y es por eso que prefiero marcharme. Será mejor seguirla mañana.
—Pero mañana… —alcanzaba a expresarle, viendo como se incorporaba y alejaba de la mesa.
Estaba abandonando el salón a pasos acelerados, de su mano izquierda colgaba la cartera. Caminaba en dirección al ascensor. Segundo la observaba, siempre sentado como si tuviera las piernas atornilladas. No disponía de fuerzas ni coraje para retenerla. Dos cuarentonas descarnadas lo observaban desde la mesa contigua con los tenedores entre las muelas. Ni tiempo para hojear la carta le había quedado. Había perdido el apetito. Tenía que hablar con Francisco antes de perder el equilibrio.

Entrega nro. 45

Era la noche del jueves, de un jueves cubierto de nieblas, porque en Puerto Madero las nieblas solían aparecer con frecuencia. Ese barrio estaba cimentado en lo que antes era un río, superficie que la civilización humana fue conquistando con el afán de conquistar espacios habitables, superando así los poderes de la madre naturaleza, muchas veces con resultados nefastos. La bella princesa de San Isidro estaba dispuesta a dejarse encantar por sus sentimientos, favorecida por las malas costumbres de su custodio, siempre sobornado hasta las medias. Aquella noche, casi a las nueve, estaba instalada en la suite de Segundo. Caminaba por un pasillo en dirección al baño. En la suite contigua estaba Francisco, acompañado por Amalia, distanciados solamente por esa pared de concreto, así de cerca vivían, y Segundo estaba echado en el sofá, el mismo mueble que antes estaba instalado en su departamento. Se había mudado. La mudanza había incluido todos los muebles, hasta se había llevado los macetones del balcón. Por detrás de su espalda, un ventanal corrido cedía el grato ingreso a una ventolina, reconfortante. Las cortinas de tela danzaban como atuendos de odaliscas en plena ceremonia arábiga. Tenían pensado cenar en el restaurante del hotel, de hecho Francisco les había reservado una mesa con vista a lo que alguna vez había sido un puerto y ahora era el estacionamiento de yates costosos. El custodio de Priscilla la esperaba desde su coche, estacionado en la playa del hotel, en el subsuelo, con demasiada impaciencia porque estaba poniendo en riesgo su trabajo, pero el dinero lo seducía, eso suele sucederle a muchos empleados ambiciosos, sobremanera en aquellos tiempos convulsionados donde pensar en el futuro era lo mismo que proyectar el mañana o, en el mejor de los casos, el pasado mañana. De fondo y muy bajito sonaba una canción suave, interpretada en inglés. Ella se había metido en el baño, se retocaba la cara con la ayuda de un amplio espejo instalado en una de las paredes, aquella que enfrentaba a la cortina de la ducha; quería lucir sus encantos físicos y para eso se maquillaba hasta el más mínimo detalle. Después de tantas horas en las mejores peluquerías de la ciudad había aprendido a retocarse. Tras dar por terminado su maquillaje, salió del baño y regresó de inmediato al sofá desde donde Segundo seguía recostado, con los ojos cerrados. Quería descansar. La cita se había limitado a unos besos furtivos y más que algún otro mimo que no había sobrepasado las caricias atrevidas. En esos instantes de intervalo musical, se oían gritos provenientes de la suite de Francisco. Todo parecía indicar que discutía con Amalia.
—Segundo —le decía Priscilla al regresar—, ruego sepas disculpar la demora pero las mujeres somos demasiadas exigentes a la hora de coquetearnos —y expulsaba unas risitas.
— ¡Por Dios! —se incorporaba deslumbrado—. ¡Pobre maquillaje, cuanta humillación!
Su imponente belleza lo impulsaba a enroscar los brazos en su cintura, una silueta de maniquí digna de ser tocada y acariciada. Su piel era suave, como su cabello. Después le estampó un beso seco en los labios, también eran suaves y estaban pintados de color fucsia. Ella adoraba ese color y hacía bien en utilizarlo porque la relucía.
— ¿Con ganas de cenar? —le susurraba él.
—Tengo apetito, vamos.
En contados segundos desalojaron la suite para repartir huellas en los alfombrados del pasillo. Estaban en el tercer nivel. Acudieron al ascensor. El restaurante estaba ubicado en la planta baja. Caminaban con las manos tomadas. Ella irradiaba felicidad con su sonrisa vistosa, daba la impresión de que quería exponer el orgullo que tenía por su pareja, y él lo percibía de esa manera porque cada vez que se mostraban en público ella lo sujetaba con más firmeza, le presionaba la mano y hasta lo besaba más de lo habitual. Poco antes de que el ascensor llegase a su destino, Segundo recordó que tenía que llamar a su custodio. Tomó el celular para informar el inminente arribo al restaurante, pero ella ya pisaba el alfombrado de la planta baja y el custodio no respondía. Qué raro, no está, pensaba él y luego decía: nos vamos de todos modos pero antes llamaré a Francisco. Muchos turistas entraban y salían por la puerta principal del hotel, como hormigas recorriendo los pasajes laberínticos de la tierra amontonada y transportada a costa de sudor. Curiosamente no había custodios de Francisco a la vista. Ellos estaban detenidos, a un lado del ascensor, cerca de unos macetones con unas plantas que parecían artificiales. Priscilla seguía a su lado, esperando que Segundo hiciera la llamada, aprovechaba la ocasión para inspeccionar el color de sus labios —también color fucsia— con un espejito que llevaba en la cartera.
—Francisco, soy yo —le informaba Segundo por el celular—, quería avisarte que tu custodio no está y estamos a punto de cenar.
—De acuerdo, hijo. Ya mismo lo rastreo.
En esos instantes Amalia le arrojaba un plato de porcelana que terminó estallando en la pared. Francisco había reaccionado a tiempo, sus reflejos funcionaban a la perfección. Segundo había oído un estruendo y no dudaba en consultar:
— ¿Todo bien ahí?
—Sí, perfecto —titubeaba—, acá no ha pasado nada.
De fondo se oían los gritos de Amalia, no paraba de quejarse, como si estuviera reprobando conductas. Francisco se había arrinconado entre la pared y la furia de su dama, o entre la ira personificada y un armario repleto de enciclopedias. Tapaba el celular con su mano libre, no quería que Segundo oyera que Amalia se le acercaba y le ladraba, lanzando quejas al celular:
— ¡Tu padre es un maldito infiel! ¿Quién es Teresa? Me largo ya mismo de este loquero.
— ¿Qué pasa, Francisco? —indagaba Segundo.
—Tengo que cortar. Diviértanse.
Y eso pasó, cortaron la llamada, en realidad había cortado Francisco ya que no sabía qué hacer y seguía con el celular en la mano, bien pegado a su oreja. Segundo también se había quedado con esa misma postura, dubitativo, justo cuando Priscilla se le acercaba para abrazarlo desde la cintura y preguntarle:
— ¿Pasó algo?
—Nada, princesa. Vayamos al restaurante.
Unos cincuenta pasos los distanciaban del salón comedor, pasos que en contados segundos pasaron a ser cuarenta, y luego menos de dos docenas, pero se pausaban, alguien estaba deteniendo el andar de Segundo, alguien había apoyado la mano en su hombro derecho, una mano pequeña que se hacía sentir porque tenía las uñas filosas, era la mano de Martina:
—Hola nene. ¡Tanto tiempo, qué placer verte nuevamente! —se presentaba con ironía.
¡Era Martina! No estaba sola, la acompañaba su amiga Laura. Segundo ya había volteado el cuerpo en su dirección, perplejo ante la inquietante sorpresa que posaba frente a sus retinas, tan tieso que ni siquiera le soltaba la mano a Priscilla. Su mente ordenaba soltarla, sin embargo no podía. Tenía una cara de asombro espeluznante. ¿Cómo digerir semejante reencuentro? Se perseguía psicológicamente, temía que Priscilla tomase conocimiento de su verdadera identidad. Su apellido no era el que ella conocía. Priscilla daba por sentado que era el hijo de Francisco Reina. Encima Martina acababa de reservar una habitación en el mismo hotel, con Laura, su amiga cómplice. Su ex novia se reía socarronamente, eran unas risas burlonas pero por dentro se ahogaba en penas: ¿qué iba imaginarse que su promesa de amor la había olvidado, cómo iba a aceptar que lo acompañaba otra mujer? Encima Priscilla era hermosa, muy elegante, contaba con unos atributos físicos muy por encima de la media, sus facciones eran perfectas, como moldeadas, pero ese rostro bello alternaba sus facciones porque Priscilla presentía que algo no encajaba, ese rostro reflejaba desconcierto.
— ¿Qué pasa?, —preguntaba Martina burlonamente—. ¿Acaso no te alegra verme?
Pobre Segundo, estaba sintiendo un iceberg en las cuerdas vocales. Lo cierto era que la extrañaba en demasía, sentía que tenía cuentas pendientes para con ella, de las buenas, pero esa última pregunta había logrado romperle el iceberg, tenía que decirle algo antes de que lo metiera en serios problemas.
—Hola… claro queque —tartamudeaba—, claro queque me alegra.
La situación era crítica, una simple acotación de su pasado podía desmoronar su causa: para infiltrarse en el ámbito de Felipe tenía que simular ser Segundo Reina, para comprometerse con Priscilla tenía que demostrar ser el hijo de Francisco. Martina desconocía su doble identidad pero podía meter la pata, podía llamarlo por su apellido real. La venganza recaía momentáneamente en sus manos. Ella se había sonrojado y tenía los ojos irritados, estaba nerviosa y se sentía ninguneada por ese muchacho que la desvelada por las noches y que ahora acompañaba a otra muchacha. Se le acercaba, había desplazado un par de pasos hasta plantársele de frente, con ese flequillo suelto que tan bien le quedaba y que a Segundo tanto le gustaba, pero se había parado frente a Priscilla, con los brazos en cruz y las piernas un poco estiradas tal cual suelen hacerlo las mujeres cuando quieren imponer autoridad:
—Así que vos sos la nueva pareja de Segundo Noruega. Mirá vos —giraba la cabeza y lo miraba—. No sos ningún tontito para elegir a tus víctimas.
Priscilla estaba confundida, su pareja acababa de ser llamado con otro nombre. Eso la estaba perturbando. Encima él no la ignoraba. A esa altura de los hechos no sospechaba que esa bella muchacha que los había sorprendido se había relacionado con su pareja. Pero prefería guardar silencio. Martina irradiaba bronca y su compañera la agarraba del antebrazo derecho, atrayéndola como si persiguiera evitar una reacción violenta. Segundo estaba abatido, consternado, angustiado, siempre callado, pero tenía que actuar antes de que su presa huyera, más allá de todo Priscilla era justamente eso, una presa, una víctima indefensa.
—Pará un segundo —le alzaba él la voz a Martina—, bajo ningún concepto voy a permitirte que le faltes el respeto a mi pareja. Hemos compartido cosas que ya forman parte de nuestro pasado. Nunca fuimos el uno para el otro, a veces hay que aceptar que las cosas no se dan como queremos.
¡Tenemos que retirarnos!, terminó vociferando el pretendido mientras tomaba de la mano a su pareja. Se estaban retirando, cediéndole la espalda a Martina que lo veía alejarse y se angustiaba, con los ojos llenos de lágrimas, desilusionada, jamás hubiera apostado a tanta indiferencia de su parte. Segundo acababa de ignorarla con mucha firmeza, había defendido a su nueva pareja. Su amor por él se quebraba y desarmaba en mil pedazos, su declaración le había caído cual bomba en el alma. Estaba destrozada. Por su parte, Segundo se adentraba en el salón del restaurante; sentía enfado consigo mismo pero tenía que aguantar: sus intereses pesaban más que sus sentimientos. A veces los pensamientos pesan más que los sentimientos. Sin embargo se sentía un traidor, no podía quitarse de encima esos ojitos tristes con que Martina lo había mirado. Padecía impotencia pero tenía que ignorarla, eran esas las nuevas reglas del juego; simular un nuevo romance era un juego después de todo, un juego miserable, y él se sentía eso, un maldito jugador de sentimientos.
Martina se había quedado con los ojos puestos en el pasillo por donde ellos habían desaparecido, como si aún pudiera verlos, acongojada, pasmada, todos sus sueños se habían desmoronado en un solo segundo y por Segundo. Sufría la traición y padecía la muerte de su lengua, no podía hablar, tan sólo deseaba hacerse polvo, atravesaba esos momentos en los cuales uno puede llegar a anhelar cosas nefastas, como si nada tuviera sentido, y para ella nada tenía sentido. Quería llorar y las lágrimas no le salían. Laura se le acercaba y la tomaba de los brazos para darle un sacudón, persiguiendo su reacción pero ella no hacía ni decía nada. Parecía un vegetal.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Entrega nro. 44


Una semana posterior a la pesadilla cinéfila, la historia repetía las mismas secuencias: Segundo se movía y Martina lo seguía, obsesionada. Ella terminaba sus días cumpliendo la misma rutina: a eso de las seis de la tarde salía desesperada de su consultorio y conducía su coche para estacionarlo en el mismo paraje de la calle frente al hotel de Francisco Reina. Llevaba seis días intentando ubicarlo pero no lo conseguía, desconocía que Segundo solía egresar del hotel por la puerta del estacionamiento, pero en esta ocasión la suerte estaba de su lado y en buen momento lo veía salir por la puerta principal. Ya tenía la manía de no tocar los periódicos ajenos, ahora contaba con otra: la de perseguir a Segundo. Los seres humanos pueden reaccionar como ella cuando los sentimientos están convulsionados o el amor entra en una zona riesgosa, nadie puede negarlo. Ese atardecer lo había visto salir con la misma muchacha del cine, en esa ocasión vestía un jean grisáceo y un buzo color fucsia que le tapaba la cola. Habían subido a un coche negro desde la puerta trasera, manejaba un morocho cuarentón. Advertida de su inminente retiro, Martina no dudó ni un instante y encendió el motor para seguirlos. Ni siquiera se cuestionaba por qué hacía lo que hacía, tan sólo se dejaba dominar por esos sentimientos nocivos que la impulsaban a celar, unos celos ofensivos que convertían sus atardeceres en verdaderos calvarios. En marcha y manteniendo una distancia que nunca superaba los cincuenta metros, seguía ese coche por las calles de la ciudad hasta abandonar el barrio Puerto Madero y comenzar a circular por varias calles y avenidas que, al cabo de veinte minutos, terminaron deteniéndola en una zona residencial del barrio Belgrano, socialmente conocido como Belgrano “R”. ¿Y ahora qué hago?, se preguntaba Martina con las manos en el volante, estacionada a unos cien metros del coche negro, justo cuando ellos abrían las puertas y se adentraban en un chalet imponente. Primero había entrado la muchacha con su cuerpo bondadoso que más de un centenar de señoritas hubieran deseado tener. No le quedaba mucho por hacer desde su coche, sola, ellos ya se habían perdido de vista al ingresar en esa casona, un chalet que contaba con dos pisos, cuatro balcones, un tejado con caída hacia la vereda, un portón de madera, una puerta principal y varias ventanas encortinadas desde donde egresaban luces blancas y amarillas. El  frente estaba decorado con arbustos y flores, muchas flores rojas y amarillas, y había un cerco perimetral que comenzaba en el portón de un garaje y terminaba en lo que parecía constituir un habitáculo de seguridad privada (o una garita). El coche negro había estacionado unos metros adelante, a unos quince metros de la casona, no más, por debajo de un poste de luz que curiosamente estaba apagado. Ellos habían entrado por la puerta principal. Martina se estaba quedando sin ideas, quizá le convenía esperar algunos minutos, aguardar algún suceso, pero alguien podía verla, alguien podía sospechar de su presencia misteriosa, de hecho la calle estaba desalmada y ni los gatos paseaban. Giró la llave de arranque. Poco antes de que pusiera en marcha el motor, una mano inesperada la sorprendía al golpear la ventanilla en tres ocasiones, encima había golpeado la ventanilla del conductor, la que tenía a su izquierda. Casi se infarta, pobre Martina. Quien había golpeado era un cuarentón, calvo y delgaducho, tenía una nariz aguileña y vestía un chaleco con una placa identificadora que colgaba a la altura de su pectoral izquierdo, o del corazón. Alcanzó a leer su nombre, se llamaba Alfredo, y a tomar conocimiento de que se trataba de un empleado de seguridad, el empleado de una empresa cuyo nombre de fantasía era: “Los Guardianes del Este”. Martina sentía el corazón en la garganta, le quemaba las amígdalas, pero bajaba la ventanilla a medias, como todo ciudadano argentino desconfiaba de sus pares entre tanta violencia callejera.
— ¿Está perdida? —le preguntaba el hombre con su voz ronca.
—No, para nada —se ruborizaba—. Ya me estaba retirando. Tan sólo necesitaba estacionar mi coche para hacer una llamada.
Para su suerte tenía su celular entre las piernas, que no demoró en tomarlo para mostrarlo.
— ¿Una llamada? Bueno, entonces la dejaré tranquila. Disculpe las molestias.
Y el desconocido se retiraba, y con él se iba un torbellino de nervios porque Martina estaba nerviosa, todos los días lo había estado desde la impensada vivencia en la sala cinéfila, pero ahora confirmaba que Segundo salía con otra mujer y hasta conocía su paradero. Lo extrañaba demasiado. Un poco frustrada, subió la ventanilla y puso en marcha el motor, demorando veinte segundos en girar por la esquina hacia la derecha. A menos que la tierra se tragase a Segundo, ya tendría nuevas oportunidades de hablarle en persona, porque todas las noches le hablaba pero sólo en sueños cada vez que dormía.

Entrega nro. 43


Dos ojitos inquietos enfocaban la mirada hacia un par de butacas ocupadas, en la oscuridad de una sala de cine de la avenida Santa Fe. En esas dos butacas, dos nucas apuntaban hacia la pantalla, una película dramática acababa de iniciar, pero el drama también se respiraba por detrás de esas nucas, a unas siete filas alguien los observaba sin cesar, alguien que los había seguido desde la calle, más precisamente desde el habitáculo de un vehículo, alguien que había querido rastrearlos y efectivamente lo había conseguido. Ese alguien los había visto salir por la puerta principal de un hotel del barrio Puerto Madero: Segundo había salido tomando de la mano a una muchacha vestida con una calza negra y larga hasta los tobillos, con una blusa rosada del mismo color que sus zapatillas deportivas, bellísima, posiblemente más linda que ese alguien que los venía rastreando, era una mujer, claro, una muchacha que por momentos tenía sarpullidos en la piel de los brazos cada vez que ellos se abrazaban, acaramelados, desde las butacas. Los celos le carcomían el cerebro, pobre Martina, su Segundo estaba siendo abrazado por la bella Priscilla en esa sala cinéfila, miraban una película que había comenzado con un romance pero Martina experimentaba una película de terror, una película que olía peor que la mismísima basura que desechaba a la calle todos los días. Era la segunda vez que Segundo y Priscilla compartían una salida desde el paseo en yate por el río.

Entrega nro. 42


Eran las dos de una cálida tarde ventilada por los aires ventosos que los dioses del mar soplaban desde el Atlántico. Segundo sentía esas ventoleras en la piel de su cuerpo, de sus antebrazos, estaba en un yate junto a Priscilla, en una embarcación de recreo que pertenecía a su familia, en realidad era un obsequio que ella había recibido con motivo de su último cumpleaños pero Felipe solía usarlo con más frecuencia, a veces la gente regala objetos apreciados porque justamente los valora tanto que ansía usarlos, incluso, más que el propio agasajado. Ella quería privacidad, no había elegido la mesa de un bar ni la butaca de un gran teatro, había optado por su yate en la soledad del río platense, con un custodio que no se dejaba ver porque se había quedado en la costanera, a su pedido explícito, sobornado hasta las mangas, ella lo sobornaba porque detestaba sentirse vigilada, sobremanera en esa ocasión que lo único que le importaba era estar a solas con su muchacho. Muchos yates y veleros costosos navegaban por las aguas dulces del Plata, el río más ancho del mundo, bueno eso decían, con una extensa desembocadura en el mar argentino. A pocos kilómetros más al este, en el claro horizonte estaba la ciudad de Montevideo, capital de la República Oriental del Uruguay. Del otro lado, al oeste, podía verse el constante ascenso y descenso de los aviones que cumplían horarios predeterminados en el aeropuerto de la costanera. Buenos Aires era bella por donde se la mirase. El yate se llamaba “De los Sueños”, eran esas las palabras que llevaba impresas en su casco, era ese el nombre con que había sido registrado, una embarcación con propulsión a motor integrado en el casco de la nave, casco que contaba con una eslora de doce metros de longitud. Lo tripulaba un piloto desde una cabina techada. Ellos estaban echados sobre la popa, habían echado una manta blanca en el piso de madera para refrescarse con naranjandas, tan juntos estaban que los cabellos de Priscilla cosquilleaban su cuello. El yate estaba anclado en una superficie barrosa, bueno, todo el fondo del río siempre estuvo cubierto de lodo, era un río como cualquier otro a pesar de su anchura tan peculiar. Estaban estancados a unos quinientos metros de la costa argentina. Priscilla cubría su cuerpo con una pollera de tela azulada que se extendía hasta sus rodillas, y una blusa del mismo color aunque menos extravagante que le marcaba los pezones. Segundo vestía un pantalón de vestir algodonado, color beige, estaba arropado también con una camisa color salmón como si hubiera querido ponerse a tono con el paisaje convenido. Para él, ese paseo representaba un evento importante, tenía que seducirla costara lo que costase. Por momentos las ventoleras se comportaban como ventiscas, y ellos descansaban las miradas en el horizonte manso porque el viento estaba calmo y más que un río parecía un lago, aunque esas ventiscas insolentes le corrían la pollera de lugar, exhibiéndole sus muslos fibrosos. Su largo cabello rubio y lacio le masajeaba la frente, y sus labios, sus bellos labios, se resecaban con el aire salado que el viento rebelde soplaba desde el mar. Llevaban poco más de media hora en esas aguas turbias, intercambiando palabras y miradas, unas miradas cómplices y penetrantes, más allá de todo Priscilla era una muchacha divina, apetecible por donde se la mirara, realmente sensual, de esas muchachas que pueden tentar a los más santos, una mujer que nunca podría pasar por desapercibida ni siquiera en los desfiles de modelajes.
—Tenía tantas ganas de presentarte este espectáculo —le expresaba ella—. Además moría de ganas de estar con vos.
—Sos especial, me hacés sentir muy cómodo.
A simple vista, ella había puesto en venta su corazón, sentía una atracción explosiva por ese muchacho que decía llamarse Segundo Reina. Él, en cambio, estaba al tanto de sus sentimientos pero necesitaba explorar sus pensamientos, a diferencia de ella alquilaba su corazón.
— ¿Puedo hacerte una pregunta íntima? —le consultaba él.
—Sí, claro, estamos solos. ¿Qué mejor momento para conocernos mejor?
Ella había estirado las piernas, haciendo apoyo con las manos sobre la popa, y después se inclinaba hacia atrás como si se echara en una reposera. Sus pechos estaban erguidos, era muy fácil percibirlo. Su cabello caía más allá de su espalda y la convertía en una sirena, una sirena de los ríos calmos.
—Entonces quisiera saber si alguna vez te enamoraste.
— ¿Yo?, —pestañeaba con reiteración—, bueno, nunca me enamoré porque en realidad sólo tuve un noviazgo que no prosperó. Pensábamos diferente y mi padre no lo toleraba, siendo más directa, lo detestaba.
Segundo la escuchaba con avidez y confirmaba los dichos de Felipe durante la cena en el hotel: su padre era enfermizo, enfermizo de celos y sumamente protector.
—Digamos que esa relación no les deparaba un futuro promisorio.
—Absolutamente. Parece ser que la virginidad es una mala palabra en esta sociedad —lo miraba con los ojos achinados—. Todos quieren acceder a nuestros cuerpos sin antes explorar nuestros sentimientos, como si hacer el amor fuese algo primordial entre dos personas que recién se conocen.
Su voz sonaba a decepción, a angustia, era evidente que estaba desesperanzada en el amor. Segundo era consciente de ello, pero por sobre todo intentaba digerir esa noticia que jamás había imaginado: la princesa de Felipe era virgen e inexperta en materia del amor. También era una presa fácil aunque plagada de custodios, eso mismo pensaba él mientras la observaba con sus ojos compasivos. Comenzaba a estirarse tal cual lo había hecho ella aunque soportando el peso de su cuerpo completo con el antebrazo derecho, y después se volcó en su dirección para mirarla bien fijo a los ojos y expresarle:
—No existe amor más grande que el de una mujer cuando entrega cuerpo, alma y corazón, siempre y cuando exista amor.
Los ojos de la joven millonaria brillaban, no era para menos, había expresado lo que ella justamente deseaba escuchar. Él no compartía su principio de virginidad pero sostenerlo le favorecía las cosas. Es que Segundo había sido partícipe de una relación, concluida porque su entonces novia quería postergar su virginidad hasta tanto se casase. La millonaria se estaba sonrojando, delineaba sonrisas y lucía su encanto, totalmente complacida. Segundo estaba sacando ventaja de sus sentimientos encantados, claro está, y se le acercaba para tocarle los pómulos, con mucha cautela, después de todo no quería inhibirla. Poco antes de tocarle los labios, la miró a los ojos y le dijo con una voz muy sensual que inclusive esforzó buscando el impacto:
—Alguna vez pensé que no todo lo que brilla es oro, pero ahora me siento confundido.
El tímido oleaje los cercaba y ellos cerraban los ojos para prestarse los labios. Se besaban, poco a poco se iban rozando las bocas. Él besaba su labio inferior y por momentos asomaba la puntita de la lengua, amagando con enroscarla en la suya, o quizá anticipando sus pretensiones inmediatas, y le sostenía las mejillas con las manos, la tenía cautivada, de hecho abría los ojos y veía su rostro angelical. Ella estaba entregadísima, tenía los ojos cerrados como si los tuviera sellados con pegamento, pero justo cuando Segundo los cerraba ella los reabría, y también lo tomaba de la cabeza pero desde la nuca, para con una tímida voz al borde del susurro suplicarle:
—Segundo, por favor: no le comentes nada de esto a tu padre —le ponía el dedo índice entre los labios, insinuando un pacto de silencio—. Mi papá es muy celoso. Tuve que pagarle a mi custodio para poder estar a solas con vos.
Resultaba incomprensible tanta persecución psicológica, o en todo caso la ceguera de su padre: ella era una veinteañera sobreprotegida como si todavía fuera una adolescente, o en el peor de los casos, su mascota.
— ¿Tuviste que pagarle a tu custodio? —le preguntaba, pasmosamente.
—De otra forma sería imposible conocerte mejor. Papá piensa que soy su propiedad privada —le echaba la frente en el hombro izquierdo para que él procediera a acariciarle el cabello, prosiguiendo luego por su espalda—. Hasta llegó a decirme  que él mismo se encargaría de elegir a mi príncipe azul.
—Pues se ha equivocado, ya lo has encontrado —la acallaba con seguridad.
Y él también se había callado pero dedicaba esa mudez a la reflexión, pensando en lo riesgoso que podría resultar el sostenimiento de tal romance. Ella continuaba echada en su hombro, lo abrazaba desde la cintura y él hacía lo mismo pero le acariciaba la espalda. Su largo cabello estaba fragante, olía a un perfume muy parecido al del jazmín, pero Segundo necesitaba cimentar sus sentimientos, tenía que acampar en su alma y corazón, y para lograrlo comenzaba a recostarla sobre la popa con delicadeza, para luego rendirle los pectorales en sus pechos sin llegar a ejercerle presión, solamente la rozaba, con los codos entre sus axilas y las piernas bien próximas a su pierna izquierda. Avanzaba los labios por sus pómulos, suaves y lisos como cáscaras de melón, y los besaba, los besaba sin llegar a ensalivarlos, quería someterla a la seducción, ignorando esos sentimientos reprimidos que aún recordaban a Martina. Al arribar con los labios al lóbulo de su oreja izquierda, se detuvo y le susurró:
—Es la primera vez que siento la necesidad de jugarme por una dama, y haré hasta lo imposible para que nuestra relación tenga prosperidad. ¡Cuán afortunado me siento tras haber hallado todo aquello que alguna vez fantaseé encontrar en una mujer!
Como si viviera en un mundo de fantasías, ella cerraba los ojos y entregaba su boca, labios que Segundo iba explorando a fuego lento con la lengua, adentrándose cada vez más en su paladar con sabor a naranjos. Priscilla soñaba despierta, gozaba cada beso, sentía cada caricia, desconociendo que Segundo no hacía otra cosa más que pensar en lo trabajoso que resultaría convencer a su padre de que el corazón de su hija hospedaba ahora un nuevo amor.

domingo, 25 de noviembre de 2012

Entrega nro. 41


Al día siguiente, al atardecer de un jueves gris, porque los cielos estaban cubiertos de densos nubarrones, y a unos tres o cuatro kilómetros del hotel “La Estrella Fugaz”, Francisco estacionaba su coche importado en una calle nacida en avenida Del Libertador. Lo acompañaba Segundo, ojeando por el parabrisas los gigantescos edificios del barrio acomodado, pero de pronto fijaba su mirada en el frente de una casona que le abría las heridas, estaban ubicados a pocos metros de lo que décadas antes era la concesionaria de su padre. A su derecha estaba la plaza, allí estaba el mismo banco desde donde Segundo había pasado la noche, entre la vigilia y el alcohol. Francisco tenía las manos puestas en el volante, como si aún tuviese que maniobrarlo pero ya había estacionado, hasta había apagado el motor, un sentimiento especial no le permitía quitarlas del volante.
—Bueno Segundo, no veía el momento de que llegáramos a este lugar tan especial. A relajarse que la sorpresa ya posa frente a tus ojos.
Finalmente sacaba las manos del volante para comenzar a señalar la concesionaria abandonada, lo hacía con su dedo índice, por debajo del espejito retrovisor.
— ¿En qué andás, Francisco? —se hacía el desentendido.
—En este momento no ando porque estamos sentados, pero te propongo andar, dale, andemos, para eso tenemos que salir del coche.
A Francisco le fascinaba sorprender pero esta vez lo hacía entusiasmado. Abría la puerta del coche y dejaba caer su pierna izquierda en el cordón de la vereda, y le seguía la derecha, parándose luego entre dos árboles que con sus ramas abrían por lo alto una especie de arco. Segundo lo miraba, confundido, pero se decidía a acompañarlo y también bajaba, dejando caer la misma pierna pero en su caso en el asfalto. Sin intercambios de palabras, cerraron las puertas del coche y caminaron hacia la esquina, no había más de diez metros entre esa esquina y el vehículo. Se detuvieron en el cordón de la vereda. El semáforo estaba de rojo. Cruzar esa avenida cuando no estaba permitido era prácticamente suicida. Los vehículos circulaban a gran velocidad, contaban con demasiados carriles como para poder hacerlo. En frente estaba la ex concesionaria de Antonio Noruega, de alguna manera había que rendirle algún que otro homenaje. El semáforo se ponía de verde y comenzaban a cruzar por la senda peatonal, había unos cien metros hasta el cordón de la otra vereda. La plaza que antes tenían a su derecha, estaba ahora a sus espaldas, radiante, con muchos pibes que corrían por sus sinuosos caminitos ante la atenta mirada de sus madres, y también de niñeras, porque en ese barrio las familias podían pagarle jornales a las mucamas para que cuidaran a sus críos. Ellos giraban hacia la izquierda, a unos pocos metros estaba la puerta de madera de la concesionaria abandonada, con el mismo candado que Segundo había visto desde el banco de la plaza. Se detenían frente a la puerta y, desde ahí, reanudaban el diálogo:
— ¿Sabías que en este lugar trabajaba tu padre?
—Lo sabía, claro que sí, pero hacía años que no lo frecuentaba, suelo esquivar esta cuadra porque me trae malos recuerdos —le fingía sin saber la causa.
—Te aseguro que otros recuerdos renacerán.
— ¿Por qué?
—Porque nos espera la magia.
Segundo miraba el candado, le llamaba la atención que no estuviera oxidado, como si alguien lo hubiese remplazado.
—Ahora me pregunto —agregaba Francisco—, ¿nunca se te ocurrió pensar qué habrá más allá de esas chapas?
—Supongo que polvo. Mi abuela dijo que había sido comprado por un admirador.
—Sin duda ese comprador debe ser un gran admirador de tu padre —metía las manos en los bolsillos del pantalón.
—Mi padre era un hombre admirado.
—Así es, hijo, Antonio era un grande, y yo también lo admiraba, mucho, tanto que un día me replantee qué podía hacer para no echarlo tanto de menos, y se me ocurrió una idea brillante.
Francisco seguía con las manos metidas en los bolsillos, Segundo lo escuchaba con devoción.
—Ajá… ¿qué idea?
—Y… me pregunté: ¿querrá su madre vender la propiedad?
Los ojos de Segundo se abrían como nunca, se le estaba erizando la piel y un sarpullido invadía sus mejillas, como si las palabras de Francisco lo hubieran estremecido; él, en cambio, sacaba la mano del bolsillo y le enseñaba un llavero con dos llaves plateadas de tamaños lo suficientemente grandes como para caber en la ranura de un candado. Mostrándole el llavero, lo miraba a los ojos y lo extendía a su mano, proponiéndole:
— ¿Qué te parece si entramos?
—Gracias, Francisco, muchas gracias —le agradecía con toda su euforia desbordada.
Cogió el llavero y se acercó a la puerta, o al candado, daba lo mismo, con una sonrisa expresiva que, de por sí, agradecía. Probó con una de las llaves y no coincidía con la ranura, de inmediato probó con la otra y dio dos giros hasta que se oyó un tac, el candado se había destrabado. Francisco se ubicaba por detrás y respiraba en su nuca, murmurándole con suavidad:
—Felicitaciones, querido Segundo, esta casa ya te pertenece.
La puerta se abría al compás de un sonido a madera enferma. Las bisagras ya habían cumplido su ciclo, pero no importaba, tan sólo restaba dejarse llevar, o mejor dicho, Segundo debía dejarse avasallar por ese pasillo recto que estaba frente a sus ojos, casi a oscuras pero a lo lejos parecía terminar en una ventana encortinada y perforada por los últimos rayos solares que atravesaban sus orificios.
—No lo puedo creer —expresaba Segundo—. ¿Acá trabajaba mi padre?
—La vida sorprende, ¿cierto?
— ¡Vaya manera de sorprender! Jamás imaginé que podía conocer este lugar —decía mientras recorría el pasillo—. ¿Todas las paredes están pintadas?
—Claro que sí, servicios de pintura al día y limpieza una vez por mes. Esta casa representa un templo sagrado.
Ya habían recorrido el pasillo, medía unos diez metros de largo, no más, y se adentraban en un gran salón, el mismo lugar desde donde su padre promocionaba los carros, coches deportivos que siempre estaban a la vista de los transeúntes por esas vidrieras que ahora estaban enchapadas. Estaban ubicados en lo que antes era el salón de ventas. Todas las paredes estaban pintadas del mismo color, de blanco, impecables, sin manchas ni desperfectos, era evidente que Francisco buscaba conservar el ambiente épico aunque no estuviera amueblado.
—En este salón —comentaba Francisco al adelantarse unos pasos—, tu viejo enaltecía nuestro orgullo nacional de la mano del Torino, aunque también vendía coches importados tales como los Falcon y los Benz. ¡Por Dios, cuántos recuerdos remueven mis pensamientos! —se agarraba de la cabeza.
Lo cierto era que estaban nerviosos, sus cuerpos temblorosos los delataban, estaban vulnerados por un pasado en común. Francisco dirigía unos pocos pasos hasta dar con una puerta de madera, cerrada, en perfecto estado, y se volteaba para anunciarle:
—Seguime, ahora quiero enseñarte otra joyita.
Empujaba la puerta mientras Segundo se movía en su dirección, contemplando cada rincón cual fotógrafo que luchaba por atesorar varias retratos en simultáneo. La puerta ya estaba abierta.
—Te presento el despacho de tu padre, un espacio reducido pero sumamente acogedor. Tu viejo adoraba pasar las mañanas en este despacho. Allá —señalaba el rincón más lejano—, estaba su escritorio, y debajo de esa ventana —una abertura en la pared que tan sólo estaba enrejada—, estaba su sofá, desde ahí hojeaba los periódicos y analiza sus negocios. ¡Tu viejo sí que la tenía clara!
La habitación estaba limpia aunque desamoblada, no había nada, ni siquiera polvo pero olía a una fragancia exquisita, un aroma fragante que provenía desde la ventana enrejada. Segundo enfocaba la miraba en esa ventana y deducía la existencia de un pequeño patio por la cercanía de la pared que le hacía fondo, era algo así como un tapial cubierto de enredaderas. No podía hablar, los nervios lo acallaban, pero estaba ansioso, estaba conociendo lo que en el pasado conformaba el despacho de su padre.
—Esto es demasiado, Francisco. No existen palabras que retribuyan tanta generosidad.
— ¡Por favor!, —lo agarraba del hombro derecho—, esta casa también te pertenece. Tomemos un descanso en ese piso, debajo de la ventana.
Se estaban echando en el piso, un parquet que por cierto estaba frío y era de color marrón claro. Estaba levantado en ciertos tramos de la habitación, sobre todo en el tramo próximo a la pared de la puerta por donde habían entrado. Unos decadentes rayos solares que atravesaban la ventana proyectaban imágenes en esa pared, dibujando formas raras que más que formas parecían acuarelas, oscuras y sombrías. Francisco se había juntado de piernas y las estiraba. Segundo las tenía cruzadas, como un indiecito. Tenían apoyadas las espaldas contra la pared, toda pintada pero demasiado áspera y fría.
—Ahora necesito que te concentres, que escuches todo lo que informaré —le pedía Francisco y descansaba el brazo izquierdo entre los hombros de Segundo y la pared.
—Te escucho.
—Para que puedas hacer espionaje de las operaciones de Felipe, hace falta de que te encargues de seducir a su hija, tenés que enamorarla sin treguas ni descansos.
—Mañana mismo nos juntaremos en un velero, uno que pertenece a su padre.
—Lo sé, como también sé que estarán bajo la atenta mirada de su custodio, porque Felipe nunca permitirá que su hija salga porque sí con cualquiera.
—Supongo que así será, es razonable después de todo.
—Más que razonable es un hecho, pero quiero que tomes consciencia del asunto, nuestra justicia depende de ese romance. Le gustás demasiado, eso mismo decían sus ojos en el hotel, y Felipe huele lo mismo, no tengo dudas de ello, todo padre conoce a su hija como conoce las palmas de sus manos.
—No será tan fácil seducir a la hija de un mafioso. Ese tipo está rodeado de custodios.
—También contrato custodios y sin embargo invadiste nuestro hotel.
— ¿Nuestro? —se preguntaba al borde de la confusión.
— ¿Nuestro… qué?
—Nuestro hotel dijiste.
—Lo es, ese hotel también te pertenece, al igual que esta casa. Pero lo que ahora importa es que te encargues de seducir a esa princesa. Con el paso del tiempo pediré la mano en su nombre.
— ¿Y eso?
—Tendrás que proponerle casamiento, pero tiempo al tiempo, no hay que apurarla ni mucho menos apurar a su padre, además de celoso ella lo es todo en su vida, es su única heredera. Yo mismo me encargaré de informarle el casamiento.
—Pero yo no puedo casarme con la hija del supuesto asesino de mis padres. ¡Es una gran locura!
—Es una gran locura dudar que Felipe mandó a matar a tus padres —alzaba la voz—. Estoy convencido de que así fue, pero antes de perder el tiempo en probarlo, tenemos que operar con cautela, y por sobre todas las cosas en equipo. Además, te juro por mis padres, que en paz descansen pobrecitos —se persignaba—, que bajo ningún concepto ese casamiento tendrá lugar, sólo forma parte de nuestra estrategia para que ese hijo de puta nos acepte como integrantes de su familia. La confianza vale oro en esos criminales adinerados.
— ¿Y después qué?
—A ver si nos entendemos. ¿Para qué estás conmigo? Si ya olvidaste que ese reverendo hijo de puta asesinó a tu viejo prefiero saberlo ahora mismo  —renegaba y retiraba el brazo de sus hombros y la pared.
Se había generado un impasse, un punto muerto del cual parecía que no podían escapar, o al menos ese curso aparentaba seguir la conversación. Segundo reflexionaba, estaba recordando todo su sacrificio para poder llegar a ese punto crucial de su vida. Esa casona lo arrastraba, lo alentaba a seguir luchando como si sintiera un abrazo de su padre, eso mismo lo motivaba a avanzar:
—Tenés razón, no puedo bajar los brazos. ¿Y después qué haremos?
—Consolidar tu inclusión en la familia Gianittore, para eso deberás consolidar el romance con esa chica. Tenemos tiempo de sobra, a lo sumo te llevará un semestre o quizá un poco más. Resulta primordial que Felipe tome confianza y digiera el enamoramiento de su princesa. Cuando llegue la fecha del compromiso, procederemos a actuar.
— ¿Cómo? —no tardó en titubear.
—Le tenderemos la trampa. Me aliaré a un grupo de profesionales que al igual que nosotros desea destronarlo, pero para eso necesitamos conocer sus negocios paralelos, ese infeliz oculta actividades ilícitas. Serás el informante de todas sus actividades ilegales.
— ¿Y si sobrevivo a todo esto, qué haremos luego?
—Bueno, de alguna manera tendré que retribuirles la intervención, nada es gratis en esta vida.
— ¿Entonces?
—Entonces buscaremos la forma de sacarle dinero a ese cretino. Te aclaro que mis custodios se encargarán de tu protección. No divagues con la muerte. Eso sí, muerto el rey, Francisco viaja a Suiza por un tiempito y vos te vas a otro lugar.
— ¿Y el hotel?
—Nuestro hotel quedará en buenas manos. Tomalo como si fueran unas vacaciones.
—Agradezco que me tengas tanto aprecio pero ese hotel figura a tu nombre.
—Para los organismos estatales, el hotel me pertenece, pero he sido testaferro de tu viejo y ese hotel también te pertenece. No hace falta remarcar que podrás alojarte en el hotel por el resto de tu vida. ¡Es nuestra casa! De todos modos es importante que te distancies temporalmente de Buenos Aires, dispondrás de dinero suficiente como para llevar una vida digna lejos de esta furia.
—Necesito pensar, no lo tomes a mal.
—Confío en vos, Segundo.
—Ahora, ¿que se te dio por traerme a este lugar?
—Estas paredes representan el progreso, y nosotros queremos progresar.
— ¿En lo económico?
—Negativo. Progresar en los sentimientos para extirpar los males que nos atormentan. Tus padres tampoco descansan en paz. Estoy convencido de que ellos sonreirán como dos niños alegres el día que hagamos justicia, volverán a ser felices y de ahí en más nos esperarán con calma. El día que nos toque compartir su paraíso seremos una gran familia.
— ¿Ganaremos el paraíso?
—El cielo es para los buenos pero también para los justicieros. Ahora, si me permitís, quiero enseñarte otra joyita —se incorporaba, apoyándose en la pared con su mano derecha.
A paso lento, comenzaban a egresar de la habitación. Atravesaban el salón en dirección a otra puerta. Estaba cerrada, a diferencia de todas las puertas atravesadas ésta era de metal. Francisco se había parado frente a esa puerta pero se volteaba. Segundo estaba ubicado por detrás, con una mezcla de sentimientos nobles que solamente esa casona podían despertar. Se miraban con los ojos tan abiertos que hasta parecían desorbitados:
—Hijo, ¿serías tan amable de taparte los ojos?
—Ya nada me sorprende —asentía con la cabeza y cerraba los ojos antes de taparlos.
—Muy bien, tapate así. Ahora quiero que camines despacio, yo mismo te conduciré. Podrás ver en cuanto lo autorice. Así me gusta —lo empujaba desde la nuca—, muy obediente.
Estaban adentrándose en un cuarto oscuro. La temperatura era más baja. Los poros de Segundo sentían ese frío, no tenía sentido que abriera los ojos porque no se veía nada. Francisco continuaba arrastrándolo pero ahora lo hacía desde su espalda, paso a paso, hasta detenerlo y comentar:
—A la cuenta de tres, los podrás abrir. ¿Okey?
—De acuerdo.
—Bien. Uno, dos y… ¡tres!
Se había hecho la luz. Un foquito que colgaba del techo irradiaba una luz amarillenta. Había un coche de carrera azul y amarillo, relucía, era un Torino estacionado en un garaje, o al menos eso aparentaba porque podían verse varias estanterías repletas de herramientas y repuestos. Más al fondo había un portón de madera, imposible de ser vislumbrado desde la calle porque estaba cubierto de chapas. Ese coche de carrera le lustraba las pupilas. Francisco tenía razón: la magia hacía su parte.
—Es el coche de mi viejo —vociferaba Segundo, fascinándose.
—Ni más ni menos. Eso sí, esta joya pienso compartirla.
Segundo se acercaba al Torino. Lo tocaba, con timidez al comienzo pero entusiasmado después. Giraba a su alrededor, siempre tocándolo como si acariciara una mascota. Su rostro se resumía en la euforia total, transmitía optimismo, no podía fingir tanta alegría, a esa altura desmedida. Hasta sus fantasmas parecían desmoronarse en millones de partículas indoloras y abstractas.
— ¿Qué esperamos?, —le animaba Francisco—. ¡Ingresemos, carajo!
Y ahí nomás abrieron las puertas delanteras para meterse en el habitáculo, con tanta rapidez como si una urgencia los presionara. Segundo estaba al volante y vivía dicho acontecimiento como si se tratase de un sueño hecho realidad, porque ese coche era el mismo que siempre había contemplado en las fotografías de colección que guardaba su abuela. La cabina olía bien, estaba perfumada y su interior brillaba de tanta limpieza, estaba impecable. Segundo no hacía otra cosa más que apoyar las manos en el volante, a veces tocaba la palanca de cambios y hasta empujaba el embrague para meter la primera velocidad, recuperando toneladas de sonrisas que había dado por extraviadas. Francisco lo observaba con cierto aire compasivo.
—No puedo evitar pensar en conducirlo —expresaba Segundo al borde de las lágrimas.
—Las llaves están en la guantera. Si mal no recuerdo tiene suficiente nafta como para que lo hagas bramar.
En tan sólo cuestión de segundos, el coche estaba listo para el arranque. Francisco le había pasado la llave y él quería hacerlo arrancar.
—Segundo, soy todo oído.
—Y yo un eterno agradecido.
Con un tembleque en las manos, giraba la llave de arranque y luego pisaba el acelerador: el coche bramaba, rugía, ladraba, rompiendo la barrera del tiempo. Soltaba el acelerador pero de inmediato lo volvía a pisar. El Torino se hacía escuchar cual elefante, generando ecos portentosos que multiplicaban los sonidos en las chapas del portón.
—Pise carajo, pise como lo hacía su padre —lo animaba Francisco a viva voz y golpeaba las rodillas con la guantera.
Y Segundo obedecía, pisando el acelerador y haciendo sonar el motor. De pronto lo apagó y el garaje se cubría de humo, era negro y espeso, después de todo llevaba demasiados años sin ser sacado del garaje. Estaban agitados como si hubieran trotado durante horas, tan emocionados que les costaba dialogar. Francisco comenzaba a tomarlo de su antebrazo derecho, lo presionaba con fuerza, quizá para hacerlo girar porque él estaba ensimismado y no corría la mirada del volante. Lo estaba logrando, lograba hacerlo voltear, y fue en esos instantes cuando le dijo:
—Cuando hagamos justicia podrás conducirlo.
—Como mi padre, como mi padre —repetía emocionado.
Un equipo se fortalecía. Cautela, cautela expresaban los pensamientos de Francisco.

Entrega nro. 40


Felipe y su princesa se habían retirado del hotel, Francisco y Segundo descansaban en las reposeras de la terraza, enfrentados y separados por metro y medio de distancia, despojando las tensiones acumuladas durante la semana.
— ¿Qué harás ahora? —le preguntaba Francisco.
—Llamarla. No correspondía dejarle mi número telefónico.
— ¿Te dejó el teléfono? Eso habla muy bien de ella.
—Me lo dejó escrito en una servilleta. Eso habla de que es una nena caprichosa.
— ¿Entonces? —se rascaba el mentón.
—Entonces llamaré en un par de días, tampoco quiero que se la crea.
—Ahí está tu error, ella debe creérsela. ¿No te parece?
Segundo lo miraba y reflexionaba, estaba pensando demasiado pero se decidía a hablar:
—Sé perfectamente cómo tratar a una dama. La llamaré pasado mañana.
—Entonces mañana conocerás un lugar que te aseguro jamás podrás olvidar.
En silencio se cruzaban de piernas, los dos al mismo tiempo, la derecha por encima de la izquierda, y después se observaban, casi sin parpadear, como dos marcianos que podían comunicarse sin hablar.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Entrega nro. 39 (Fin de la primera parte)


Diez minutos después, pero en la terraza del hotel, Segundo acudía a sus armas seductoras, conduciendo a Priscilla hacia una reposera bien próxima a la escalera de la piscina. Ella irradiaba entusiasmo y se mordía los labios con frecuencia, acaparando toda su atención. Segundo desconocía si la delataban sus nervios o era una señal concreta de que preparaba su boca para entregarle los labios, o la lengua. El custodio de la joven millonaria había quedado atrás, en el pasillo que conducía a la terraza, el mismo lugar desde donde Segundo había enfrentado al custodio de Francisco. Se había quedado detenido a pedido de ella, era más que evidente que buscaba privacidad. La seducción venía viento en popa, eso que el viento apenas removía sus cabellos. Se veía poco, eran pocas las farolas encendidas pero lo suficiente como para insertarlos en un clima de seducción, era justo lo que Segundo precisaba. Encima el reflejo de la luna nueva descansaba en el río cual pinturita, más seductora que él al invitarla a tomar asiento en la reposera. Se habían sentado, tomándose luego de las manos para comenzar a contemplar la negrura del horizonte.
— ¡Qué paz, Dios mío! —expresaba ella, deslumbrándose.
—Es mi lugar preferido. Cuando el clima lo permite, suelo descansar en esta reposera.
—Esta vista es increíble.
—Si supieras lo tan bello que luce el río cuando se pone el sol. Este río es un camaleón, cambia de color según la ocasión.
—Lo imagino, debe de ser muy romántico.
—Pero esa luna no se queda atrás. ¿No es bella?
—Es maravillosa. ¡Cuánto misterio resguarda! ¿Qué se sentirá estando allá y haciendo lo mismo que hacemos acá?
Segundo no le soltaba la mano ni siquiera un instante pero tampoco la miraba:
—Lo mismo que siento ahora.
— ¿Lo mismo que sentís… ahora?
—Lo mismo que siento ahora, exacto, porque desde el primer momento en que te vi, quedé encantado con tus ojitos, y ahora que estamos juntos y puedo apreciar la suavidad de tu piel, me siento como en la luna —señalaba con el dedo índice libre la figura lunar.
Esas palabras la motivaban a girar el cuello para mirarlo. Estaba enternecida y le clavaba esos ojitos halagados en su perfil, seducida por sus declaraciones, pero él sólo observaba la constelación que por momentos era tapada por unos nubarrones pasajeros, aunque la luna seguía siempre intacta, blanca y luminosa, con esas manchitas oscuras que forman sus cráteres. No hacía falta acudir a un telescopio, esa luna parecía lavada con lavandina, pura y visible, deslumbrante y magistral. Segundo era consciente de que si giraba su cara terminaría enroscado en su cintura, que sus labios finalizarían pegados en su boca rojiza, solamente tenía que seducir. Eso lo convencía a quedarse como estaba, sentado y con los ojos puestos en el horizonte del río. Francisco le había solicitado seducción, no más que eso.
—Gracias Segundo, no sé qué decir, tu mensaje ha llegado a lo más profundo de mi alma —le expresaba con gratitud y suspiraba.
Parecían dos niños, dos niños que, con sus miradas, despedían una embarcación tomando distancia de un muelle. Esa sensación generaba cuando contemplaban el cielo estrellado sin palabras que huyeran de sus labios. Seguían unidos por el tacto, tomados de la mano, intercambiando energías, derrochando atracción, pero ella divagaba de emoción, atraída por su belleza física y caballerosidad. Segundo, en cambio, frecuentaba los recuerdos de Martina, los fantasmas del pasado perforaban sus entrañas como golpes eléctricos de furiosas picanas que no hacían otra cosa más que fomentar su odio, el odio a su padre. La venganza motorizaba una metamorfosis, una transformación espiritual que generaba estragos en su personalidad pero que, en cierta forma, lo reanimaba a seguir luchando. Segundo estaba padeciendo una metamorfosis espiritual, estaba experimentando la metamorfosis de una víctima.

FIN DE LA PRIMERA PARTE