domingo, 4 de noviembre de 2012

Entrega nro. 18


La ola había arrasado con la arena rasposa, suavizándola como pluma de pavo real, y aquella concha se había endulzado, hasta sus sales se habían evaporado. Dos horas después de aquel sexo salvaje y desenfrenado que Segundo había tenido con Teresa, ya estaba metido en su guarida, o en su departamento, con una llamada de Martina perdida en el celular por una visita que había olvidado, o había preferido ignorar porque la misteriosa dama del cementerio era más funcional para su presente, un presente que lo tumbaba pero que, simultáneamente, lo recogía con ciertas esperanzas de un futuro esclarecedor, dilucidador de un pasado que nunca concluía en sus pensamientos, con tantas intrigas y sospechas malparidas que carcomían su cerebro como polillas hambrientas de un ropero.
Eran casi las ocho y cuarto de aquella noche ventosa. Segundo abría las ventanas de su departamento, necesitaba ventilar los ambientes, pocos, tan sólo dos, pero muy acogedores. El portarretrato que había sacudido de una patada yacía en la misma repisa pero ya no contaba con el vidrio, aquella noche de furia lo había partido en pedazos, y la fotografía seguía intacta como también lo estaba la mancha de gaseosa que había arrojado al piso, negra y gomosa como plástico derretido. Segundo estaba agobiado, tomaba asiento en el sofá para pensar: aún oía los jadeos apasionados de Teresa, aún recordaba sus declaraciones maltrechas pero sentía impotencia al no poder expulsar de su mente la muerte de su abuela. Su celular lo tenía todo grabado, toda la charla con Teresa había sido retenida en la memoria del dispositivo, motivo por el cual lo sacó del bolsillo para apoyarlo en el brazo del sofá. No tenía ganas de escuchar la charla grabada, pero justo cuando lo apartaba una llamada sonaba. La pantallita del teléfono informaba que Martina estaba llamando, era ese su número telefónico y él sabía muy bien que la había plantado de la misma manera en que su abuela plantaba orquidáceas en el patio de su casa. ¿Y ahora?, se preguntaba Segundo con los ojos cerrados y su piel perfumada por el cuerpo fragante de una mujer que no era Martina pero que había atendido, como también pasaba a atenderla a ella:
— ¿Segundo? —le preguntaba, dubitativa.
—Eh… sí. ¿Cómo estás? Disculpame.
— ¿Qué pasó? Me quedé esperando y nunca llegaste. Aún estoy en el consultorio.
—Me siento mal y necesito pensar —alcanzó a explicarle con mucho esmero.
—Necesito verte pronto.
— ¿Ahora?
—Por favor, necesito verte. ¿Puedo pasar por tu casa?
¡No podés!, pensó Segundo en una milésima de segundo. Tenía que ducharse antes de que el sudor femenino impregnado en su piel lo delatara; tenía, además, una marca en el cuello por un beso indeseado que aún no había notado:
—Bueno, también quiero verte. Te espero.
Con esas palabras le pusieron fin a la comunicación. Estaban por verse en pocos minutos y él estaba tieso, en ese sofá que no podía abandonar porque se le habían aflojado las piernas. Tenía los músculos debilitados, pero recobró algo de fuerza y se metió en el baño. Abrió el grifo de la ducha para salpicarse con agua caliente y jabón. Se estaba mojando la manga de la camisa y tomó una toalla para secarse. Mientras se secaba notaba en el espejo que sus ojos estaban irritados, tenía además el aspecto de un muchacho abandonado, así que se quitó la ropa, dejándola apilada en la tapa del inodoro, y se metió en la ducha con ese vapor que ya comenzaba a empapar los azulejos del baño.
Entre ducha y ducha comenzó a recordar escenas de su inesperada aventura con Teresa: mientras la penetraba ella repetía incesantemente ¡haceme un hijo, bebé! Ese recuerdo reciente forjaba una nueva erección de su miembro que inmediatamente cesó cuando oyó los timbrazos del portero. Estaba enjabonado y todo mojado pero no dudó en cerrar el grifo, tomar una toalla y atársela a la cintura. Tenía que taparse los genitales, sólo porque Martina no los conocía: se habían franeleado sin llegar a descubrirse ni mucho menos habían cogido. Armando el nudo de la toalla, tres golpes secos llegaban desde la puerta, y hacia la puerta fue, aferrándose al picaporte con su mano izquierda y usando la derecha para sostenerse la toalla. Era Martina, tenía una cara de confusión fenomenal pero por primera vez la veía con el cabello atado hacia atrás, sin ese flequillo que tanto la favorecía.
—Pasá —la invitaba a adentrarse, corriéndose a un lado.
Ella pasó sin saludar y se paró frente al sofá. El celular seguía apoyado en su brazo.
—Tomá asiento, por favor —le dijo él, perdiéndose de vista por la puerta de la habitación.
Segundo estaba muy nervioso. Tomó un desodorante y se perfumó las axilas. Lo mismo hizo luego con su vientre y los vellos púbicos. Estaba perdido, pobre Segundo, encima se miraba en el espejo —fijado en el lado interno de la puerta del placard— y se percataba de la mancha morada con forma de beso que Teresa le había tatuado en el cuello, en la yugular derecha. Eso lo preocupaba sobremanera pero no había tiempo para nada. Tomó un jean que estaba echado en la cama y se vistió sin cuestionamientos, terminándose de arropar con una camisa blanca que ya estaba arremangada y que terminó de vestir al llegar al sofá. Se había sentado a medio metro de Martina y la tomaba de las manos para informarle con absoluta ausencia de vehemencia:
—Estuve con la mujer del cementerio.
El hueso hioides —comúnmente conocido como nuez o manzana de Adán— asomaba por la laringe de Martina, incontrolable, inquieto. Es que ella estaba digiriendo saliva en demasía y su cara no se inmutaba, tenía el rostro como si fuese rocoso.
—He conocido a la mujer del cementerio —reiteraba—, se llama Teresa y vive en el barrio Belgrano.
Y recién ahí ella reaccionaba tomándolo del antebrazo y acercándose para indagar:
— ¿Cómo que la conociste? ¿Hablaron? ¿Dónde?
—Me la crucé de casualidad en la salida del subterráneo. Eso me llevó a seguirla. Después ella se subió a un taxi y no dudé en llamar a otro taxi para no perderla de vista. Terminamos hablando en la vereda de su casa, en el barrio Belgrano.
— ¿Casualidad o causalidad?
—Casualidad, es por eso que no fui a tu consultorio.
—Tu ausencia está más que justificada pero eso fue causalidad. Contame, por favor, quisiera conocer su perfil. ¿Qué te dijo?
Segundo se sentía un jodido miserable: ¿cómo olvidar el paso de sus órganos sexuales por los encantos de Teresa? Tenía que remarla, como tantas veces en su vida:
—Intentaré describirla pero poco a poco —se rascaba la nuca—. Antes quisiera preparar unos mates. ¿Tomamos unos mates?
—Claro que quiero unos mates. ¿Vos estás bien?
Su confusión era casi imposible de ser fingida:
—Extrañando a mi abuela, ya vengo —murmuró y se paró.
Solo, en la cocina, tomó la pava y le vertió agua de la canilla, pero al encender la hornalla una pesadilla comenzaba a perforarle los tímpanos: de fondo se oía la grabación, había dejado el celular en el brazo del sofá, el mismo brazo donde Martina había descansado su codo y él lo recordaba. Aterrado, dejó caer la pava sobre la mesada y regresó a las apuradas. Ella tenía el celular en la mano, con una cara de asombro que impresionaba. Sin querer le había dado marcha a la grabación.
— ¿Qué hacés? —alcanzó a decirle Segundo, parado a su lado, abriendo y cerrando los puños de las manos sin pausas ni calma.
—Sin querer lo encendí al apoyar mi brazo en el sofá. ¿Qué es ésto?
— ¿Eso?
— ¡Ese sos vos! —lo miraba sin pestañear—. ¿Y esa mujer?
—No llegué a decirte que también grabé la charla. Es Teresa y esa es la grabación.
En esos instantes se oía el episodio de cuando Segundo tomaba asiento en el sillón mientras Teresa perdía de vista su cuerpo por la puerta del baño. Se escuchaba tan claro que hasta había sido registrada su respiración, agitada. Segundo tomaba consciencia del peligro que acarreaba esa grabación en manos de Martina: podía deducir la escena sexual porque había olvidado pausar la grabación.
— ¿Grabaste la charla? ¿Toda? —le preguntaba atónita.
—Toda, pero sería mejor que la contara yo mismo.
—No, no —cabeceaba—, sería mejor escucharla a ella misma. ¿Qué mejor que su voz para darle forma a sus tormentos?
Segundo sentía que el piso se le movía, como en un cataclismo, le temblaban las piernas y rogaba a la tierra que se tragara la grabación, o que lo tragara a él, era lo mismo, o quizá que un terremoto irrumpiera en esa escucha tan inoportuna. Muy desorbitado, tomó asiento a su lado, echándose luego hacia el respaldo del sofá. Martina gesticulaba. Estaba quieta y apenas respiraba. Algo tenía que hacer, de alguna forma tenía que impedir que oyera el episodio sexual. Estaba sufriendo como un condenado, tanto que estimaba los minutos que tardaría en llegar la escena de sexo. El reloj pulsera de su muñeca izquierda informaba que habían sucedido cinco minutos desde el inicio de la escucha, y ya se la oía a Teresa recordándole que tenía la misma mirada de su padre. Era demasiado. Segundo se cruzaba de piernas, esforzándose para no desesperar pero de repente la grabación se detuvo y era Martina quien comenzaba a desesperarse:
— ¿Qué pasó? ¿Por qué se cortó?
El suspiro de Segundo había sido tan prolongado que hasta le desprendió una pelusa del cabello, y eso que ella estaba a medio metro de su cuerpo.
—Pasame el celular, quisiera verlo —extendía el brazo por encima de su vientre.
Tomaba el celular como si se tratase de una perla, valiosísima, y ahí nomás tomó conocimiento de que se había consumido la batería, pero claro, tenía que fingir otro desenlace:
—Hasta acá llegó la grabación. No hay más.
— ¿Cómo que no hay más? ¿Dejaste de grabar en el mejor momento? Necesito pensar —dijo desanimada y se paró para desaparecer por la puerta de la cocina.
Segundo estaba duro, durísimo, sosteniendo el celular con la palma de la mano. Oyó un portazo, proveniente de la puerta del balcón. Martina había salido. No podía quedarse de brazos cruzados pero estaba confirmando que los milagros a veces suceden. Caminó ocho pasos hasta un armario para besuquear en dos ocasiones una estampita de la virgen María. Se sentía bendecido, tocado por una fuerza divina. El sexo compartido con Teresa formaba parte de su secreto, podía perdurar en su memoria hasta estancarse en el olvido y a lo sumo tendría que combatir los remordimientos pero nunca la soledad. Muy agradecido, y agraciado, siguió sus pasos hasta llegar al balcón por la misma puerta que ella había cerrado con brusquedad. Martina estaba sentada en una maceta sin planta, con las piernas juntadas y los brazos cruzados más allá de sus rodillas. Tenía la cabeza gacha, ¿reflexionando?
— ¡Teresa mintió! —lo sorprendía, mirándolo.
El corazón de Segundo latía a destiempo, se le estaba brotando la piel del cuello:
— ¿Por qué?
Y ahí nomás se paró y lo tomó del antebrazo derecho:
—En una ocasión comenta que adoraba ver a su padre disfrutando las carreras de Antonio, tu viejo, sin embargo agregó que padecía un cáncer pulmonar.
— ¿Y eso que tiene de raro?
— ¿Puedo terminar?, —le pedía con entusiasmo—. ¿Cómo puede ser posible que recuerde tantos hechos a tan temprana edad?
—Sigo sin entender.
Entonces lo agarró con más fuerza, haciéndole sentir las uñas en su antebrazo:
—Tenía cuatro años, dijo que tenía cuatro años cuando disfrutaba de esos momentos. ¿Te das cuenta?
— ¡Tenés razón! Es imposible que recuerde esos hechos con esa edad.
—Definitivamente mintió —asentía ella con la cabeza.
— ¿Por qué habría de hacerlo?
—Es justamente lo que tenemos que investigar.
Un torbellino de sentimientos nobles recorrían el cuerpo de Segundo, desembocando en su lengua, y en sus labios, labios que luego separó para besarle la boca, y la tomó de la cintura, atraído por su hospitalidad, porque él necesitaba ser asistido, cual lisiado. Después le puse la frente en su frente para distanciarla, y le acarició la nuca, juntando sus suaves cabellos con los dedos de las manos, preguntándole, cara a cara:
— ¿Qué haría sin vos?
—No hace falta decir que quiero ayudarte. Estoy y seguiré estando a tu lado.
Y al oírla Segundo sintió un chispazo de energía en todo su cuerpo, desde los pies hasta los cabellos. Su dulce mirada de mujer era penetrante, aún más que sus palabras, eso lo impulsó a inclinarla, volcándola en su antebrazo derecho para sostenerla, y ella, ella lo miraba con los ojitos bien abiertos, sin pestañeos, fidedigna señal de que deseaba quedarse entre sus brazos, contenida. Segundo la sostenía como si sujetara un racimo de rosas, como lo había hecho con las flores que había comprado en la calle. Se ensalivó los labios y finalmente le dijo:
—No hace falta que lo digas, tus ojos lo vienen diciendo desde que te conozco.
Sus cuerpos se fundían con un abrazo apasionado. No querían soltarse. Ella apoyaba el mentón en su hombro izquierdo y él besaba su cuello, rindiéndole caricias en la espalda mientras combatía ese nuevo remordimiento llamado Teresa.