miércoles, 7 de noviembre de 2012

Entrega nro. 21


Caía la tarde pero nacía una nueva esperanza, a las seis y veinte de aquel atardecer. Aquella temporada había recibido una gran afluencia de turistas y el hotel “La Estrella Fugaz” se encargaba de hospedarlos: exigentes clientes que demandaban confort sobre confort, porque eran adinerados y acostumbraban alojarse en hoteles lujosos. El personal de limpieza del hotel deslizaba modernas aspiradoras por sobre todos los alfombrados. Un empleado perseguía extender la vida natural de media docena de palmeras que cada tanto extrañaban el sol, enterradas en unos macetones que se las arreglaban para mantenerlas de pie. De fondo, y muy bajito, sonaba una canción easy-listening, es decir, sonaba una canción tranquila, poco ruidosa, estimulante, con una guitarra y una voz suave acompañada por las teclas de un piano, por cierto, muy bien tocado. Los ambientes olían a fragancias exquisitas, a naranjos y otros frutales. Segundo se adentraba en el hall central del hotel, algo perdido en el espacio pero no en el tiempo porque tenía bien en claro cuál era su cometido: recurrir al servicio de atención al cliente. Y ahí mismo, del otro lado de un mostrador que contaba con un cartel de atención al cliente, estaba sentada una morocha, de muy buena apariencia, de ojos claros como el mar de costas tropicales, vestida con un atuendo color verde aceituna y una placa de bronce que la identificaba y colgaba de su pecho a la altura del corazón. Tenía pechos muy pronunciados. Al acercarse se quedó impactado con sus ojos saltones y unos labios pintados de color fucsia que lo recibían con mucha cordialidad:
—Buenas tardes, señor. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Buenas tardes. ¿Sería posible realizarle una entrevista al señor Francisco Reina?
—El señor Reina está ocupado, dudo que pueda atenderlo. ¿Usted quién es y cuál es el motivo de su visita?
—Mi nombre es Axel Junfer y curso la carrera de periodismo, en la Universidad del Salvador. Quisiera acordar una entrevista sobre hotelería para incluirla en mi tesis final. Usted sabe… estoy a punto de recibirme.
—No son horas para entrevistas pero veré qué puedo hacer por usted. Tome asiento, por favor —le señalaba una fila de asientos, seis en total, todos desocupados.
Segundo miró los asientos y hacia ellos fue, tomando asiento luego en el primero del extremo derecho. La bella recepcionista se perdía de vista por una puerta abierta que estaba ubicada por detrás del mostrador, pero casi no se hizo esperar, reapareciendo con sus labios carnosos y ojos de vampiresa:
— ¿Dispone de matrícula y autorización? —le preguntó de inmediato mientras él se ponía de pie.
—Uy… —se lamentaba Segundo, tocándose la frente al acercarse—, la extravié días atrás pero prometo acercarles una renovación.
— ¿Documento de identidad?
—Claro que sí.
Segundo había apoyado una agenda en el mostrador, se le había prestado Pedro; buscaba una vía de escape, una respuesta ingeniosa que pudiera socorrerlo para esquivar las condiciones hoteleras. Ella pulsaba las teclas de una computadora portátil con una habilidad sorprendente, esporádicamente levantaba la cabeza y observaba la mochila que Segundo exploraba sin cesar, una mochila grisácea que también su amigo le había prestado.
— ¡Qué tonto que soy! Olvidé la billetera en casa —se lamentaba Segundo, llevando las manos a la cintura.
—Lamento informarle que, por cuestiones de seguridad, no podré reservarle un turno a menos que nos alcance el documento de identidad.
— ¿Un turno? —fruncía el entrecejo.
—Exacto, tenemos que cumplir algunos procedimientos de control interno.
—Pero tan sólo soy un estudiante universitario. ¿Podría hacer una excepción?
—Los reglamentos de seguridad del hotel rechazan toda entrevista que carezca de identificación personal. Lo siento mucho. ¿Vive muy lejos?
—He viajado en tren y colectivo para llegar a este lugar. Imagine si tuviera que regresar por el simple hecho de no contar con mi documento.
La recepcionista lo miraba en silencio, un silencio que habrá perdurado cinco o seis segundos porque proseguía:
—Porque alguna vez fui estudiante, y vivía lejos de la facultad, haré una excepción y consultaré a la gerencia. Tome asiento, por favor.
Más que una recepcionista parecía un robot, hablaba casi de memoria, y se estaba yendo por la misma puerta que segundos antes había traspasado. Segundo no tenía ganas de sentarse, se quedó parado, con los brazos apoyados en el mostrador. Cerraba los ojos y rezaba para que la entrevista lograra su cometido. De su hombro derecho colgaba la mochila. La recepcionista se demoraba pero irrumpía en su espera una morocha de imponentes ojos verdes, con una minifalda negra, corta y bien encajada al cuerpo. Olía a un perfume mentolado. Era tan vistosa y llamativa que dos botones del hotel la miraban a la distancia sin siquiera disimular. Segundo no podía ignorarla, era muy bella la madura, una cuarentona con las muñecas cubiertas de alhajas y un escote atrevido de donde asomaban unos pechos gigantescos. Encima se inclinaba para el lado del mostrador, con esas siluetas sensuales y una cintura tan perfecta que hasta daban ganas de franelearla. Su rostro verseaba una espera intolerante, quizá la recepcionista estaba demorándose en demasía pero reaparecía justo cuando la exuberante madura de cabello negro y ojos verdosos comenzaba a limarse las uñas con su blanca dentadura:
— ¿Señorita Amalia? —le preguntaba la recepcionista ni bien la vio.
—La misma. ¿Cuánto tiempo más tengo que esperar?
—Sepa disculpar pero estaba atendiendo al muchacho —lo miraba a Segundo.
—No me importa. ¿Dónde está Francisco Reina?
—En la terraza… pase por favor, por esta puerta —señalaba hacia atrás—, en breve un custodio se encargará de acompañarla.
Y la morocha se largó a andar para el lado de la puerta, tantas veces atravesada por la empleada que acababa de recibirla. A poco menos de cinco metros del mostrador, había dos ascensores, pero ellas habían traspasado la puerta, esa maldita puerta que ya mismo quisiera traspasar, se reprochaba Segundo, molestándose.
La recepcionista gesticulaba enfado, no era para menos considerando la prepotencia con que la morocha se había presentado, pero de pronto cambió la cara y lo observaba mientras se sentaba en su escritorio, en el mismo lugar donde minutos antes lo había atendido:
—Disculpá la demora, Axel. Acaban de darme una respuesta.
—No hay problema —le decía Segundo, fingiendo paciencia cuando en realidad no la tenía.
—Lamento decirte que no podrás cometer esa entrevista. Hice lo que pude pero no permitieron que tengas contacto con el señor Reina. Exigieron que acerques el documento y la matrícula universitaria. Nosotras verificaremos sus autenticidades y te llamaremos al día siguiente para que puedas acercarte y entrevistarlo.
Segundo, en realidad, pensaba en Amalia, la morocha que acababa de pasar en busca de Francisco Reina, y ahí mismo se dio cuenta de que había dos cámaras de seguridad, estaban instaladas por encima de los extremos superiores de la puerta maldita. Habían sucedido siete segundos y él seguía sin decir nada.
— ¿Okey? —le preguntaba la recepcionista.
—Sí, claro, Sofía —leía su nombre en la placa identificadora—, no habrá problema. Será hasta pronto.
Sujetó la mochila y a paso lento comenzó a retirarse, oyendo los timbrazos de un teléfono que comenzaba a sonar desde una habitación. Sabía muy bien que Francisco Reina esperaba a una tal Amalia, mujer preciosa que había entrado por una puerta ubicada por detrás del mostrador. También sabía que sería conducida por un custodio, supuestamente de Francisco. Asimismo, dos cámaras de seguridad custodiaban la puerta. Pedro estaba en su coche a media cuadra del hotel, aguardando por él, y Segundo pensaba, acababa de surgirle una idea, algo riesgosa pero promisoria que, sin lugar a dudas, requería de su ayuda.