domingo, 11 de noviembre de 2012

Entrega nro. 25


A poco menos de veinte metros de la avenida Corrientes, sobre sucias veredas de la calle Paso, Segundo extraía un papel de su billetera para refrescar una dirección registrada en la memoria pero inoportunamente olvidada. Su reloj pulsera marcaba las nueve de una mañana fresca. Muchos comerciantes levantaban las cortinas de sus negocios para darle inicio a sus jornadas, haciendo vistosas las amplias vidrieras que distinguían al barrio porteño de Balvanera. Segundo estaba parado en frente de un edificio antiguo, medio despintado con un blanco penoso que ya había cedido la nitidez por el constante humo espeso que expulsaban los colectivos urbanos. Estaba a punto de tocar el portero eléctrico, ya había memorizado la dirección exacta con ese papel arrugado que seguía sosteniendo con la mano izquierda. Su destino inmediato: el séptimo piso, departamento “G”, la última tecla del portero eléctrico, en el extremo superior derecho del tablero. La puerta de acceso era de vidrio y tenía marcos de acero. Más allá de la puerta podía verse un anciano, por su vestimenta amarronada aparentaba ejercer las tareas de un encargado de mantenimiento, pero Segundo tenía que tocar el portero eléctrico. Le habían reclamado puntualidad. La primera tecla del portero estaba tapada con una cinta blanca, llamaba a la portería. Segundo tocó y esperó unos pocos instantes porque, una voz, de alguien que padecía una gripe o un catarro, se hacía oír por los parlantes del portero:
— ¿Quién sos?
—Abracadabra Chupa-Cabras —anunció él, pausadamente.
—Adelante.
Le abrían la puerta. Al menos funcionaban las instalaciones eléctricas. El pasillo de entrada era misterioso, polvoriento, y se desolaba porque el hombre desaparecía de vista arrastrando una escoba desecha por una puerta lateral de la escalera. Como si fuera poco, en la puerta corrediza del elevador yacía un cartelito, improvisado con papel y lapicera: informaba su inactividad. Había que subir por la escalera, no tenía otra opción, escalera situada pocos metros más adentro, casi al final del pasillo. La baranda estaba en mal estado, de hecho parecía desprenderse cada vez que la manoteaba. Habrá demorado diez minutos en llegar al séptimo piso, y hasta pudo hacerlo más rápido pero se había pausado en el quinto piso porque necesitaba oxigenarse. El pasillo del séptimo piso consistía en una recta que comunicaba con varias puertas de departamentos, unas seis en total. No se oían voces ni mucho menos ruidos. La primera puerta inmediata a la escalera correspondía al departamento “C”. Había otras dos puertas metros atrás que serían las precedentes. Segundo enfocó la mirada hacia la derecha y caminó unos pasos, tomando conocimiento de que la puerta sucesiva era correlativa. Estaba bien encaminado. Se veía poco, apenas dos foquitos se las arreglaban para iluminar todo la superficie del pasillo. Las paredes estaban desquebrajadas. Al llegar al final del pasillo observó la puerta, correspondía al departamento “G”. En buen momento había arribado. A un lado de la puerta, en la pared, colgaba un matafuego cubierto de telarañas. Se fijó la fecha de vencimiento y llevaba vencido poco más de cuatro meses. Toc, toc, llamaba a la puerta con los nudillos de la mano derecha. Había golpeado con la mano porque la tecla del timbre había sido inutilizada con una cinta adhesiva, al igual que la tecla del portero. No se oían voces. Justo cuando estaba por insistir con más golpes de nudillos, comenzó a oírse el sonido de una llave que alguien del otro lado giraba en la cerradura de la puerta.
—Pasá —lo sorprendía un morocho, todo desfachatado.
Era un treintañero, tenía aspecto de cansado y estaba malhumorado; vestía un short negro, escudado con la insignia de la selección paraguaya de fútbol por encima del muslo derecho. Estaba arropado también con una musculosa rosada, llena de manchas blancas que suelen formarse cuando se hace exceso con el uso de lavandina.
—Gracias —dijo Segundo al adentrarse en el departamento, mirando su espalda ancha que marcaba el paso—. ¿Usted es Hernán Tuferino?
—Soy Anastasio, su asistente —le respondía sin voltearse.
Se adentraban por un pasillo que no superaba los cinco metros de largo, muy estrecho, hasta detenerse en una habitación muy desordenada, con fotografías de mujeres desnudas posteadas en todas las paredes, tal cual suelen hacerlo los mecánicos en los talleres. Había botellas alcohólicas amontonadas sobre un sillón, todas vacías. Una mesa redonda estaba cubierta de periódicos y revistas maltratadas. A la derecha, contra la pared, había un sofá en impecable estado, lo suficientemente amplio como para acoger media decena de personas excedidas de peso.
—Sentate acá —le señalaba el sofá—, que en unos instantes Hernán vendrá por usted.
Tenía acento paraguayo, de hecho vestía el short que representaba a su país, pero se iba, llevándose una de las tantas revistas deshechas que estaban apiladas sobre la mesa. Se perdía de vista por el mismo pasillo que habían recorrido, traspasando una puerta que Segundo no había visto pero que estaba instalada en la pared derecha del pasillo. Segundo tomaba asiento en el sofá, con las piernas abiertas y la espalda echada en el respaldo, un respaldo de cuero confortable, forrado con terciopelo color verde aceituna, tan suave que le masajeaba la espalda, impecable, con dos brazos en sus extremos laterales que eran de madera. En esos instantes se oía el sonido de un inodoro, como si alguien estuviera tirando de una cadena, pero otra puerta se abría con lentitud, a su izquierda, a poco más de cinco metros del sofá, empujada por un sesentón con barba blanca y una melena del mismo color, atada hacia atrás por algo que Segundo no llegaba a vislumbrar. Tenía un aro brilloso en el lóbulo de la oreja derecha y vestía una camisa negra, media desabotonada con unos vellos canosos que asomaban en su pecho, parecía Papa Noel con ese pantalón de vestir blanco manchado con tierra en las rodillas y unos zapatos negros que combinaban con la camisa. El hombre irradiaba simpatía con su sonrisa grotesca pero no hablaba ni tampoco se movía, sólo lo miraba con la espalda bien próxima a la puerta. Segundo también lo miraba sin decir ni siquiera una palabra, pero se incorporó y caminó esos metros para estrecharle la mano y al menos presentarse:
— ¿Hernán Tuferino? Soy Segundo Noruega, mucho gusto.
—El gusto es mío al servir a un amigo de Francisco Reina —lo saludaba con una voz grave sin soltarle la mano—, adelante, entremos en mi despacho —y le soltaba la mano, elevando el brazo derecho en dirección al interior de la habitación.
Segundo entró y oyó un portazo. Hernán había cerrado la puerta con brusquedad, o quizá la había empujado un ventilador de techo que giraba en su máxima velocidad. Efectivamente estaban en un despacho. Había un escritorio modesto que albergaba una computadora portátil, con un par de sillas de madera de ambos lados. Un cigarrillo mal apagado despedía humo desde un cenicero de cristal apoyado en una mesita de luz próxima al escritorio. Metros atrás había una biblioteca con poco más de cinco estantes cubiertos de libros, todos apilados y ordenados por tamaño. Segundo se aterraba al descubrir la culata de un revólver que sobresalía del estante superior. No podía quitarle los ojos de encima y Hernán parecía notarlo, por lo que le decía:
—Tranquilo que esa arma es mía y ya no la uso. Tomá asiento, por favor.
—Sí, claro, ya mismo —fingía calma, sentándose frente a él y su escritorio.
Hernán pasó por detrás y tomó asiento, mirándolo de frente. Se echaba hacia atrás y con su peso reclinaba el asiento aunque no tuviera sobrepeso porque era un hombre delgado.
—Mi gran amigo Francisco Reina llamó anoche para conseguir un documento. ¿Es así? —le preguntaba con altas dosis de entusiasmo.
—Exacto.
—Perfecto, supongo que trajiste las fotitos.
—Traje unas fotos de cuando cumplí los dieciocho.
—Muy bien, las necesitamos.
Y ahí nomás Segundo se puso a sacar esas fotitos 4 por 4, las mismas que se fijan en las fojas de los documentos de identidad. Una vez extraídas de la billetera, las dejó caer en la mesada del escritorio, bien cerca de una carpeta que tenía una tapa de cuero grisácea. Hernán se agarraba de manos con los codos apoyados en los brazos de la silla, y lo observaba, como quien examina los gestos y ademanes de un tercero.
— ¿Cuál será el costo? —le consultaba Segundo.
—Esto no tiene costo alguno. Francisco es un hermano y la balanza de favores siempre estará de su lado, por lo tanto será gratuito, es decir, forma parte de un obsequio que, en este caso, recae en tus manos.
—Lo desconocía, sepa disculpar.
Segundo no había terminado de disculparse que Hernán ya se había parado. Bordeaba el escritorio para acercársele y extenderle la mano. Le estaba proponiendo un saludo, o su retiro. Segundo se paró y lo saludó con la mano derecha, la tenía sudada porque ese hombre de blanco lo incomodaba demasiado. Hernán le apretaba la mano, no parecía querer soltarlo, hasta que lo soltó y con la otra mano le señaló la puerta de salida, puerta que traspasaron en cuestión de segundos. Todo parecía indicar que se trataba de un trámite rapidísimo. Ya no podía verse a su descortés asistente, posiblemente metido en el baño.
Segundo tenía que renunciar temporalmente a su apellido, para eso necesitaba primero adoptar otra identidad, aquella que promoviera la justicia en el nombre de su familia, pero aún desconocía el plan que Francisco le había asegurado, y que había postergado para una noche muy especial, esas habían sido sus últimas palabras cuando se despidieron aquella noche en la vereda del gimnasio.