lunes, 12 de noviembre de 2012

Entrega nro. 26


Ese mismo día, pero por la tarde, a eso de las seis, justo en el momento en que un reloj luminoso —instalado en la terraza de un edificio con vista a la avenida 9 de julio— marcaba el cambio horario y, por consiguiente, el deseado retiro laboral para miles de trabajadores que anhelaban descansar en sus nidos de concreto, Segundo se paraba frente al portero eléctrico del edificio donde estaba situado el consultorio de Martina. La gente giraba y giraba por la calle Ayacucho, como en el tango, con los rostros cansados. El diariero de la cuadra iniciaba un nuevo pero repetido éxodo de diarios y revistas, algunos de los cuales experimentarían reciclajes, reventa o simplemente culminarían sus vidas efímeras bajo los efectos letales de las llamas leñosas, furiosas por pigmentar carnes asadas echadas en parrillas de hierro al rojo vivo. A unas pocas cuadras, la avenida Santa Fe padecía la masa humana que se escabullía entre pocos bares y demasiado calzado para la mujer. El cielo presentaba algunos nubarrones pero los pronósticos predecían que no llovería, aunque unos chacareros que paseaban por la urbe contemplaban el cielo y estimaban que llovería, desconociendo que el cielo porteño casi siempre estaba pintado de verde, o gris: descubrir una estrella era todo un desafío, a menos que uno recurriera al planetario.
Segundo estaba metido en el pasillo de entrada al edificio, viendo a la gente que se sucedía en la vereda. Aún no había tocado el portero, se retardaba ya que no estaba seguro de hacerlo, temía reacciones adversas, pero necesitaba que Martina lo escuchase. Ella estaría trabajando como lo hacía a diario. No se había animado a llamarla por teléfono. Justo cuando acercaba el dedo índice a la tecla del portero, una voz proveniente de la calle acaparaba su atención. Esa voz callejera traía recuerdos de una experiencia no tan lejana, y no estaba errado porque ese extraño hombre, que alguna vez había deambulado por esa misma vereda entonando un tango, reaparecía como aquel día vistiendo el mismo smoking destartalado. Ahora tenía el mentón recubierto de una barba canosa que lo seguía desalineando. Cantaba con orgullo el loco lindo, desafiando a los extrovertidos y humillando a los famas cortazarianos, eruditos urbanos que sentían envidia ante tanta despreocupación y libertad. “Las callecitas de Buenos Aires tienen ese que se yo, ¿viste?”, recitaba el tanguero, mirándolo desde la vereda. “Salgo de casa, por Arenales, lo de siempre, la calle y en mí, cuando de repente, detrás de un árbol, se aparece él”. Segundo se había quedado perplejo, rozaba el portero eléctrico con su dedo índice, tanto fue así que sin querer tocó otra tecla y alguien atendió, pero él estaba compenetrado con ese tanguero que una vez más cantaba un tango y lo observaba con los pies estaqueados en la vereda, a uno diez metros, tan serio como Sarmiento en el billete de cincuenta pesos. El tanguero tenía la mirada perdida pero enfocada hacia Segundo, y él hacía lo mismo pero con mucho desconcierto. Era tan portentosa la mirada del tanguero que lo había dejado pasmado. El loco lindo giraba la cara y seguía deambulando con esa mezcla de prepotencia y delirio urbano que lo caracterizaba. Parecía un perro callejero olfateando fragancias apetecibles. A pesar de su estupor, Segundo sentía atracción por su pasión tanguera, entonces avanzó unos pasos hacia la vereda para verlo marchar a la distancia. Al asomarse vio algo que le pausa el corazón hasta tal punto de casi infartarlo:
— ¡Veo un mar de sangre, sangre en el asfalto!
Esa visión tan cruenta y delirante había escapado de la boca del tanguero, una voz socarrona y potente que le había labiado de frente, cara a cara, con esos ojos negros que le erizaban la piel, como si el loco lindo hubiese intuido que Segundo saldría a la vereda para espiarlo. El susto de Segundo fue tal que su cabeza había golpeado contra la pared por un salto involuntario, un impulso nervioso. Le nacía un moretón en la nuca. No se esperaba semejante sorpresa. Su corazón latía con intensidad, bombeando sangre en cantidades. Quiso expresarle unas palabras y se mordió la lengua, pero algo recuperado se excusaba:
—Disculpe señor, tengo que retirarme. Otro día hablamos. Gracias.
Y se alejó a las apuradas, acelerando la marcha, y sin querer miraba hacia atrás, perseguido por la nada. Estaba sudando, olvidando que necesitaba juntarse con Martina. El tanguero lo había desorientado, sus comportamientos imprevisibles lo habían atontolinado.