sábado, 17 de noviembre de 2012

Entrega nro. 31


Un par de horas después, Francisco relataba y Segundo prestaba sus oídos, escuchando con avidez cada detalle de los vertiginosos episodios que se habían desatado en el Casino. Parecía un oyente encantado por un cuento, pero no estaba oyendo un cuento, oía un hecho real, una realidad que Francisco no quería ni podía dejar de contar. Estaban sentados en una reposera de la terraza de su hotel, en el mismo lugar que una tarde los había presentado, pero era de noche y Amalia no estaba, tampoco estaban sus jadeos ni las armas de los custodios que alguna vez le apuntaron a Segundo, estaban solos, entusiasmados, entibiados por el aire que soplaban las ventiscas desde el río, iluminados por las farolas que se repartían a lo largo de la piscina. Bebían champagne, no era para menos, una botella descansaba en el interior de un balde que también contenía una hielera. Por primera vez Segundo se sentía forzado a interrumpirlo, sus jocosas palabras rogaban exposición:
—Salió el veintitrés, ¿y luego?
—Y luego ganamos una fortuna. Pero la cosa no terminó ahí, sabía muy bien que Felipe es un jugador compulsivo, de hecho te lo comenté en el gimnasio, es un jugador empedernido que le interesa sentir adrenalina, la adrenalina del riesgo. Si hubieras estado ahí opinarías lo mismo.
—Pero, ¿luego? —Liberaba su ansiedad—, ¿qué pasó luego?
—Después de esperar a que nos repartieran las fichas ganadas, seguimos apostando y…

…Fundamos a estos canallas —insultaba Felipe a viva voz.
Los pómulos del crupier estaban sudados. Su supervisor había pasado de la preocupación al fastidio, lo miraba y presionaba a lanzar una bolilla que favoreciera a la banca del Casino. En ese ínterin, Felipe llamaba a una camarera que desfilaba por el paño contiguo, tenía unos pechos gigantescos:
—Hola linda. ¿Podrías servirme un whiskey? ¿Toma whiskey, cierto? —le consultaba a Francisco.
—Claro, este acontecimiento merece un whiscacho.
—Entonces queremos dos caballitos blancos —le decía a la camarera.
— ¿Con hielo? —preguntaba ella.
—Con hielo, mis venas acogen demasiada sangre caliente —ironizaba Felipe y se reía.
Sus custodios de traje gris seguían inmóviles como estatuas marmoladas, en realidad no hacían otra cosa más que inspeccionar las inmediaciones de la mesa donde ellos apostaban.
— ¿Y ahora qué hacemos? —le preguntaba Felipe mientras la camarera se retiraba.
—Dejemos que el renacuajo lance su bola y luego apostamos.
—Bárbaro. Lance la bola —le ordenaba de inmediato al crupier.
La bolilla retomaba su travesía por el cilindro. Ya había girado unas dos o tres veces.
— ¡Ataquemos! —anunciaba a viva voz Francisco y comenzaba a arrastrar una pila de fichas rojas al casillero número tres.
—Salió el veintitrés, la suma da cinco —deliraba Felipe, presionado por la cuenta regresiva del “no va más”—, si lo invertimos obtenemos el treinta y dos. Apostemos también a esos números.
—Vayamos por esos números pero no se olvide de jugar también al tres.
—Si jugamos al tres, tenemos que jugar también al doce, y al… —pensaba— al treinta y cinco.
—De acuerdo, juguemos rápido.
La bolilla estaba por caer. El crupier ya había detenido las apuestas. Finalmente caía moribunda en un casillero aunque el cilindro siguiera girando.
— ¡Qué lo pario, hemos ganado! —exclamaba Felipe completamente desequilibrado.
Era la primera vez que sus custodios de traje gris enseñaban una sonrisa.
—Colorado el tres —balbuceaba el crupier.
El supervisor estaba incrédulo, claramente angustiado, otro duro golpe dinamitaba sus esperanzas de lucro.
—Esto es demasiado —exageraba Francisco—. ¡Qué equipo, por favor!
—Querido Francisco, la noche es nuestra…

…— ¿Acertaste dos número consecutivos? —irrumpía Segundo con su asombro—. No es posible, no puede ser. ¿Cómo reaccionaba el crupier?
—Como un pavo. Parecía mentira pero sucedió, y yo… yo estaba muy inspirado. Menos mal que no frecuento esas apuestas sino sería un ludópata.
— ¿Y Felipe… Felipe qué hacía?
—El infeliz estaba enloquecido.
—Pero… ¿cuánto ganaron?
—No sé, a esa altura no sabía ni dónde estaba parado, pero teníamos muchas fichas, las mías era rojas y las de Felipe, amarillas.
—Imagino que dejaron de apostar.
—Era eso lo que más quería pero no, el maldito hijo de perra quería continuar con sus apuestas, y no tuve más alternativa que seguirle la corriente. Su avaricia lo impulsaba a ganar cada vez más y los ojos del casino ya posaban sobre nosotros. En un momento dado, estábamos rodeados de gente, nadie podía creer la suma de dinero que estábamos cosechando.
— ¿Y qué hicieron luego?
—El supervisor reemplazó al crupier por otro muchacho que tenía cara de mal tipo, o al menos se hacía el malo para intimidarnos. Mis custodios seguían el juego desde el paño contiguo pero los de Felipe habían formado una muralla humana como para que nadie pudiera interceptar nuestras apuestas. La camarera alcanzó los tragos y seguimos apostando…

…—Gracias, bombón. ¿Cuál es tu nombre? —le preguntaba Felipe a la camarera.
—Rosario.
— ¿Rosario? Habría que rezarle un rosario a tus padres. ¿Qué opina, Francisco?
—Opino que es una mujer bendecida.
La bella camarera les guiñaba con un ojo, luego con el otro mientras apoyaba los tragos en el borde del paño, en las cavidades de unos hoyos de bronce que supuestamente cumplían ese propósito. También había ceniceros pero estaban cubiertos de colillas. Felipe se sentía agradecido, extraía cinco fichas de uno de sus pilones, por la suma total de cincuenta dólares, o unos doscientos pesos argentinos, y se los entregaba a la camarera en calidad de propina, ella respondía con un gesto de agradecimiento: aflojaba las rodillas y agachaba la cabeza cual súbdito ante un reinado. Lucía feliz Felipe, mojándose los labios con un sorbo. Le brillaban las pupilas. Después se acercó a Francisco para decirle con la boca bien próxima al lóbulo de su oreja izquierda:
—Se me ha ocurrido una idea brillante: apostemos poco, cuando el crupier suelte la bola apostamos todas las fichas al sector del cero. ¿Qué le parece? Es una estrategia arriesgada pero muy prometedora.
Francisco conocía de antemano que no estaba tratando con un sujeto cualquiera, trataba con un sujeto preponderadamente ambicioso que no aceptaba los rechazos, un malparido acostumbrado a ejercer poder. Ganar o perder la última apuesta aportaría la prueba que para Felipe valía oro: la confianza.
—A mayor riesgo, mayor ganancia —opinaba Francisco—. Hagamos saltar la banca.
—Así me gusta caballero, quiero más riesgo.
— ¿Van a seguir apostando? —les preguntaba con desprecio el supervisor, parado del otro lado del paño.
—Queremos cerrar la noche con una ganancia redonda —miraba con complicidad a Francisco y le preguntaba: ¿jugamos las veinte fichas sobrantes?
—Sí, claro, en mi billetera no hay lugar para los Sarmientos. ¿En la suya?
—En la mía tampoco. Lance la bola, por favor.
El crupier hacía girar el cilindro, era un treintañero que de hecho actuaba cual robot porque no pestañeaba y apenas brindaba señales de que respiraba. Giraba la bolilla en los dedos de una mano, tenía una habilidad sorprendente, pero repentinamente la soltaba en el cilindro y la bolilla comenzaba a rodar. Ellos no hablaban. Todas las fichas estaban al margen del tablero. Felipe comenzaba a arrastrarlas, quería apostarlas a los números vecinos del cero. Francisco aportaba lo suyo con sus fichas rojizas. Estaban apostando fuertísimo. El supervisor lo veía todo con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón. Por momentos las sacaba y después las volvía a meter. Estaba tensionado, rogaba en su interior que el diablo metiera la cola. El silencio era abrumador, hasta que la bolilla picó en unos casilleros del cilindro y finalmente caía. Ellos habían visto el número ganador pero no comentaban. Tenían la respiración entrecortada. Estaban pasmados. El crupier se esmeraba para levantar la voz, también le costaba hablar, tenía un nudo en la garganta:
—Colorado el treinta y dos —informaba a duras penas.
Y recién en ese momento Felipe podía desahogarse, emitiendo ondas sonoras que acaparaban la atención de los setenta y dos jugadores que apostaban en el salón:
— ¡La reputísima madre que lo re mil parió! Permítame un abrazo, don Francisco.
—Por supuesto —se dejaba abrazar—, esta velada merece una celebración. Lo invito a cenar en mi hotel.
Felipe no lo soltaba, estaba prendido a su espalda como una garrapata:
—Será un honor compartir la cena con usted, porque usted es una sensación. De casualidad, ¿es el propietario del hotel en Puerto Madero?
—El mismo, soy propietario de “La Estrella Fugaz”.
Seguía sin soltarlo, hasta le hacía sentir el filo de las uñas en los omóplatos.
— ¡Con razón! Me resultaba conocido. Sólo quiero decirle que jamás he ganado tanto dinero.
—En la ruleta, no tengo dudas de que usted es un exitoso emprendedor.
Increíblemente, seguían abrazados. Felipe no lo soltaba. El supervisor entablaba una comunicación a través de un celular, usaba la mano izquierda para taparse la boca mientras dialogaba.

…— ¿Qué pasa, Segundo?
Es que Segundo había abandonado la reposera y ya estaba parado, mirando el horizonte oscuro que se recostaba a lo lejos en el río.
— ¿Cómo haces? —le decía él en voz baja.
— ¿Cómo hago qué?
— ¿Cómo haces para alcanzar todos tus propósitos?
—Son años de calle, pibe. Tampoco olvides que llevo décadas programándolo todo. Lo importante es que somos un equipo y tenemos en claro nuestros objetivos.
Francisco seguía sentado en la reposera, apoyaba la espalda en el respaldo, descansando los pies en el piso embaldosado. Estaba estudiando sus comportamientos porque Segundo actuaba con extrañeza.
— ¿Cuánto ganaron? —murmuraba sin desviar la mirada del horizonte.
—Quebramos la banca. Nos entregaron dos cheques porque Felipe quería repartir la ganancia de manera equitativa. Dinero le sobra a ese infeliz, lo único que le interesaba era despreciar a los dueños del Casino. ¿Estás bien? Mañana lo tenemos acá, en nuestro hotel.
— ¿Perdón? —se volteaba abruptamente.
—Que mañana lo tenemos acá, lo invité a cenar en nuestro hotel.
—No lo puedo creer.
—Créelo.
Segundo se estaba inquietando, iba y venía por el borde de la piscina con la mirada echada en las baldosas, pero de pronto se le acercaba enérgicamente hasta pararse entre sus piernas:
— ¿Podrías despojar esas nalgas de la reposera?
—No entiendo.
—Que te pares. ¡Dale!
Mientras Francisco se incorporaba, él se desprendía los botones de la camisa, no sólo eso, también se la quitaba. Después prosiguió con el pantalón, desabrochándose el cierre de una única tirada. Francisco no entendía nada:
— ¿Qué hacés? —le preguntaba asombrado.
—Me saco la ropa. ¿No ves?
— ¿Se puede saber para qué?
—Para celebrar —arrojaba de una patada el pantalón hacia una de las macetas—. Todo esto se merece un sacudón.
— ¿Un sacudón?
—Sí, dale, sacate la ropa.
—Con una condición —Segundo asentía—, ¿qué te mudes a nuestro hotel? Quiero que mañana mismo vayas por tus cosas y te instales en la suite que me sucede.
—Trato hecho. Ahora sacate la ropa.
Francisco seguía sin entender nada pero comenzaba a sacarse todo, dejando a la intemperie un bóxer negro con una franja blanca en su extremo superior, entre su ombligo y unos vellos púbicos muy pendejos que asomaban desde sus genitales.
—A la cuenta de tres, corremos y nos lanzamos a la pileta —deliraba Segundo con altas dosis de simpatía.
— ¿Por qué?
—Porque si no te pueden balear.
No demoraron dos segundos en reírse a las carcajadas. Era más que evidente que recordaban la turbulenta tarde en que se habían conocido, aquella tarde en el mismo lugar donde ahora sonreían.
—Uno —contaba Segundo—, dos y… ¡tres!
Y ahí nomás corrieron hacia la piscina como dos niños que, con euforia, soñaban con lanzarse en la pileta, y se tiraron en forma de bombitas, removiendo lo que instantes previos era una calma manta acuática. Generaban olas con las piernas. Francisco se esforzaba para flotar pero nadó algunos metros para acercársele y expresarle con una gratitud desbordante:
— ¡Me hacés sentir un pendejo!
Segundo le estaba haciendo experimentar esa infancia que tanto había deseado.