sábado, 17 de noviembre de 2012

Entrega nro. 32


Dos de la tarde y algo más. Segundo estaba sentado en el banco de una plaza, en el barrio Puerto Madero, el mismo lugar donde frecuentaba juntarse con Pedro, lejos de la locura desbordada y desbordante que a unas pocas cuadras se vivía en el centro porteño. Su amigo acababa de llegar y también estaba sentado, con un cigarrillo en la boca y unas ojeras espantosas que lo enmascaraban cual payaso en penurias. Como aquella vez, estaban situados a pocos metros del hotel de Francisco Reina, pero Segundo ya contaba con libre acceso a sus puertas y también había conocido a su dueño. Hasta se había mudado por la mañana. Sólo necesitaba descargarle a su amigo algunas inquietudes que lo atormentaban demasiado. ¿Qué mejor que Pedro lo escuchase? Al fin y al cabo, Segundo no contaba con nadie. Martina formaba parte de su pasado aunque le pesare.
— ¿Realmente le tenés confianza a ese Francisco Reina? —le preguntaba Pedro.
—Confianza no le tengo pero, ¿qué más se puede hacer?
Ni se miraban, descansaban los ojos en una fuente con aguas danzantes que estaba situada en el centro de la plaza. Metros atrás había un anciano leyendo un libro muy despreocupadamente, también sentado en otro de los bancos de la plaza.
— ¿Y si miente?, —desconfiaba Pedro—, ¿y si toda esa historia es un invento?
— ¿Qué ganaría con inventarla?
—No lo sé, pero huele feo todo eso. ¿Ya te mudaste al hotel?
—A primeras horas de la mañana dejé todas mis pertenencias en el estacionamiento del hotel. Unos empleados de Francisco se encargaron de subirlas a la suite.
Pedro reflejaba inseguridad, movía los pies y apoyaba las manos en sus rodillas, esporádicamente las metía en los bolsillos y volvía a sacarlas para repetir los movimientos, preocupado, siempre sentado con ese cigarrillo en la boca que sabía fumar sin siquiera tocarlo con las manos. Con ese pucho entre los labios intentaba alarmarlo:
—Te pido disculpas pero toda historia me resulta extraña. Se están metiendo con un peso pesado. ¿Olvidaste que un custodio de ese tal Felipe nos tuvo en la mira desde su mansión?
—No lo olvidé, Pedro querido —giraba el cuello para mirarlo—, pero Francisco también está armado, hoy en día todo el mundo vive armado.
— ¿Estás armado? ¿Estoy armado? —expulsaba su malestar hacia la nada.
—No lo estamos pero tampoco somos millonarios.
—No sé, todo esto me disgusta. ¿De qué vas a vivir? ¿Te pasa dinero, Francisco Reina?
—Aún no hablamos sobre el tema. De todos modos ese hotel me pertenece.
Sus fundamentos sonaban tan equívocos y débiles que Pedro no tenía más remedio que pararse, sometido por su indignación y la ceguera de su amigo. Parado, comenzaba a hablarle a su flequillo, porque Segundo seguía con la mirada puesta en el piso:
— ¿Sabés qué pienso? Que estás completamente cegado.
— ¿Otra vez lo mismo? —se quejaba Segundo, cabizbajamente.
— ¿No te das cuenta de que estás involucrándote en algo turbio?
— ¿Estás conmigo? —alzaba la mirada con timidez.
—La verdad que no. Estás perdiendo a tu gente, a quienes te queremos. Ya perdiste a Martina, ahora me estás perdiendo a mí.
— ¿Y eso?
—Que me voy. Estaré contigo el día que me necesites siempre y cuando termines con tu pasado. Tengo que irme.
Sin más explicaciones se marchaba, ni siquiera le había estrechado la mano tal cual lo hacía cada vez que se despedía. Se estaba retirando, solo, encaminado hacia su coche estacionado del otro lado de la plaza. Segundo lo veía alejarse y se apenaba, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón, buscando respuestas quizá. No podía hacer otra cosa más que despedirse de su espalda distante desde la más absoluta soledad:
—Adiós, Pedro, adiós.
Definitivamente se estaba quedando solo, o con sus fantasmas.