domingo, 18 de noviembre de 2012

Entrega nro. 33


Segundo estaba perdiendo sus afectos, queridísimos, pero aquella tarde era una fecha muy especial: se cumplía un nuevo aniversario desde que sus padres habían abandonado el ámbito mundano. Demasiados años intrincados pensando en sus ausencias como para que esa fecha se le pasara por alto. Transcurría la media tarde, eran eso de las cuatro. El cielo se entoldaba de nubarrones que habían aparecido como por arte de magia, como él, que aparecía en el cementerio del barrio Recoleta. Quería conmemorarlos con un racimo de jazmines, un poco marchitos, comprados en las afueras del cementerio. No visitaba la bóveda desde el penoso entierro de su abuela, quien ahora descansaba dentro de un ataúd junto al resto de su familia desaparecida a mediados de los años `70. La vida es así, un día puede resultar generosa pero también puede barrerte las pertenencias a escobazos intermitentes, y Segundo se sentía una víctima de esa escoba del tiempo voraz, pero ansiaba recobrar valor, para eso se adentraba en la bóveda, para encerrarse con sus muertos vivos: cuántos recuerdos de Carolina revoloteaban en sus pensamientos, la única mujer que le había destinado tiempo completo a su crianza. La extrañaba fervorosamente, era por eso que se echaba a un costado del ataúd para recordarla. El ambiente olía a flores nauseabundas, era más que evidente que nadie había renovado los floreros, pero claro, su familia era reducida, o nula: su único familiar residía en New Jersey, llevaba más de dos décadas sin pisar suelo argentino, tan aislada que hasta había olvidado el sabor del mate, era su tía —la hermana de Constanza— que había decidido emprender una nueva vida a miles de kilómetros de Buenos Aires, en tierras más prósperas, lejos de los malos recuerdos que solía despertarle la muerte de su hermana, pero Segundo no lamentaba su ausencia, de hecho la ignoraba. Lejos de ella, tomaba asiento en un escalón, el único que conducía al ataúd donde descansaban los restos de su abuela. Cerraba los ojos para revivir los recuerdos, sus enseñanzas de vida, sus ejemplos. Repentinamente, la misma sensación que había sentido en su funeral comenzaba a penetrarle las fosas nasales, era tan intensa que hasta la sentía en el pecho, forzando sus primeras lágrimas, gotas que caían por sus mejillas y mojaban el suelo. Segundo estaba tieso, sentía el desamparo. Tapaba su esternón con la mano izquierda, como si quisiera consolar la tristeza portentosa que acosaba su alma, recordaba la tarde de su cumpleaños número quince, aquel cumpleaños que había festejado en la casa de su abuela, rodeado de compañeritos del colegio pero, por sobre todo, reconfortado por su presencia, que esa tarde le recordaba: “la vida nos ha golpeado fuerte pero estamos juntos, siempre lo estaremos”. A veces las simples palabras son más importantes que los años vividos, pero Segundo estaba perdiendo la noción del tiempo y del espacio, tanto que permaneció echado en ese escalón durante veinte minutos, recordándola, porque no tenía recuerdos de sus padres, ella había sido su sostén, todavía lo era y lo seguiría siendo: ¿qué hubiera sido de su vida sin su cariño? Explorada su alma, abría los ojos y enfocaba la mirada hacia el ataúd donde descansaban los restos de su madre. En ese ínterin comenzaba a sonar su celular. Francisco llamaba y Segundo no demoraba en atenderlo.
— ¿Dónde estás, pibe?
Su voz sonaba algo rasposa, opacada por el sonido de otras voces que la rodeaban, como si estuviera presenciando un evento tumultuoso.
—En una librería. ¿Y vos?
—En un remate, quisiera apoderarme de unos guitarras que le pertenecían a Oscar Alemán, pero un tano millonario me está humillando. Es un cretino. Te hemos perdido de vista. ¿Estás bien?
—Sí, claro, estoy bárbaro —fingía por lo bajo.
—Perfecto. Quiero imaginarme que no estarás en la mansión de Felipe ni en el cementerio de Recoleta.
—Eh… —balbuceaba—, tranquilo que ya he aprendido muy bien la lección.
—Mejor así. Nos vemos luego, esta noche cenamos con Felipe.
—Lo recuerdo perfectamente. Hasta pronto —y le cortó.
Segundo conocía a la perfección los lugares que no debía frecuentar, uno de esos lugares era la bóveda de sus padres. Pero era una fecha especial que no quería ni podía ignorar, mucho más fuerte que sus tentaciones, o sus vicios. Francisco lo había alertado y eso lo confundía. Entonces se incorporó y besuqueó el cajón de su abuela cual beso en su arrugada mejilla. Después caminó hacia la puerta de salida, dispuesto a irse. Sacaba la llave del bolsillo, había llegado el momento de retirarse. Necesitaba prepararse para cenar con Felipe Gianittore, antes quería darse una ducha para lavar esos rencores que tanto le abrían las heridas. La cerradura se dejaba penetrar por la misma llave que su abuela utilizaba para adentrarse en la bóveda, pero esa llave se estaba quedando paralizada, o mejor dicho él la paralizaba porque oía voces que provenían de las inmediaciones, unas voces viriles de dos o tres individuos que se acercaban dialogando. Encima mencionaban a su padre. Posiblemente estaban situados a varios metros de la puerta pero cada vez más cercanos. Esas voces exploraban sus tímpanos y lo sumergían en la incertidumbre absoluta. Recorrer esas veredas implicaba un riesgo que no podía afrontar. La tensión se potenciaba con el correr de los segundos. Segundo podía ver lo que sucedía del otro lado de la puerta porque tenía vidrios polarizados, esos cristales que permiten ver de adentro hacia afuera y no a la inversa, como los parabrisas de tantos coches que circulaban a diario por las calles porteñas. Forzado a pensar, y tan desorientado que giró la llave y dejó la puerta destrabada, acercaba las orejas a las bisagras, las únicas aberturas que quizá podían ayudarlo a oír mejor lo que sucedía afuera, pero asomaba el brazo de un hombre, y luego su cuerpo completo, era un tipo fortachón que llevaba puesto un saco negro. Para males aparecía en escena otro hombre. Ya eran dos. El corazón de Segundo latía como hacía tiempo no lo hacía, sentía los testículos en el vientre como si tuviera una hernia inguinal, hasta que un tercer individuo irrumpía en la escena con una corona de flores blancas que sostenía con las manos. Nombraba y renombraba a su padre. Tenía una voz muy peculiar: era potente y muy grave. Ese hombre de ojos claros, en buen estado físico, de cabello corto y rubio, con una nariz recta y proporcional al tamaño de su cara, era Felipe, el mismísimo Felipe Gianittore, acompañado por esos dos señores con gafas y sacos negros que eran sus custodios. Pobre Antonio, miren como terminó, se lamentaba Felipe mientras se persignaba. Segundo ya no estaba parado con las orejas puestas en las bisagras de la puerta, desde algún recoveco rogaba a Dios el paso fugaz del hombre más temido. Felipe, en cambio, se miraba en el vidrio de la puerta, como si se observara en un espejo, porque eso era, un espejo con la eterna imagen de una cruz lapidaria que yacía en la bóveda vecina, del otro lado del camino. Era un gran hombre pero muy desobediente, comentaba a sus custodios. Una vez le dije: haceme caso, Antonio, te vas a meter en serios problemas, y miren dónde terminó, agregaba perdiendo fuerza en la voz. Uno de los custodios se apoyaba en la puerta, bien cerca del picaporte, y sin querer la empujaba con el dorso, su codo terminaba de abrirla. La puerta estaba entornada y el olor a flores nauseabundas huía de la bóveda. Ellos lo olfateaban y así tomaban conocimiento de que la puerta estaba abierta.
— ¡Señor! La puerta está abierta —le informaba el custodio que, sin querer, la había abierto.
—Lo mismo estaba pensando. Ingresemos —ordenaba Felipe sin vacilar.
Como tres exploradores que conquistaban lo desconocido, se adentraban a pasos lentos. Ya estaban metidos en la bóveda, con el puerta abierta, tanto olor a flores podridas merecía regresar a su hábitat natural, porque esa bóveda estaba muerta, el aire estaba viciado, hasta los espíritus parecían muertos. Inspeccionaban ocularmente el interior: había cuatro ataúdes, una bandera del Torino en homenaje a la carrera deportiva de Antonio, un cuadro con la pintura de Juan Manuel Fangio, un crucifijo de madera, portarretratos con fotografías de Carolina y otras tantas de Antonio y Constanza, pero Segundo… Segundo no estaba en las fotografías, tampoco a la vista, misteriosamente había desaparecido. El silencio era absoluto pero Felipe comenzaba a soltar algunas palabras, necesitaba hacerlo. ¿Por qué eras tan terco, por qué?, se lamentaba con los brazos y el mentón echados en el cajón donde yacía el cadáver del recordado. Encima lo golpeaba con las manos, a los puñetazos. ¿Qué descargaba: rabias, frustraciones? Él tampoco lo sabía con demasiada certeza pero odiaba los cementerios, detestaba los ataúdes, ni hablar de los cementeros, cementero que casualmente aparecía a sus espaldas por la abertura de la puerta, como quién pasaba por un lugar y se detenía tras haber detectado algo sospechoso. Vestía ropa añeja: un pantalón de algodón marrón claro y una camisa del mismo color. Era un hombre calvo, sesentón, con cara de nada y de nadie.
—Disculpen caballeros pero, ¿qué hacen acá? —les preguntaba desde la puerta.
Los custodios reaccionaron de inmediato y lo rodearon, pero Felipe los detenía haciéndoles señales con las manos. Se le acercaba con la mirada porque le tenía pánico a los cementeros, de ninguna manera podría acercarse usando las piernas. Los elefantes suelen temerle a los ratones, él le tenía terror a los cementeros, siempre decía que traían mala suerte y un porvenir indigno. Tanto desprecio le tenía que ni siquiera se le acercaba, seguía parado, dándole la espalda al cadáver de Antonio pero bien próximo a su cajón, atajándose de ese cementero que lo había sorprendido y continuaba detenido en la puerta, con los muchachos a ambos lados como si fueran sus custodios: los custodios de un celador de muertos.
—Hola, ¿qué tal? Nosotros —tartamudeaba Felipe—, nosotros estábamos de paso y nos sorprendió la puerta abierta y decidimos ingresar. Si quiere nos vamos.
— ¿Tiene autorización para ingresar? —indagaba el cementero.
—He sido amigo de esta familia.
—La única persona que visitaba esta bóveda está muerta, ahora descansa allá —señalaba el ataúd de Carolina—. También venía un muchacho que hace tiempo ya no veo. Ustedes nunca vinieron.
—Es cierto —asentía Felipe con la cabeza—. Ya nos iremos.
—Si fuera por mí podrían quedarse pero hoy en día se roban hasta los crucifijos. La crisis económica no respeta ni a los muertos.
—Claro está. Nos retiraremos detrás de usted.
—Gracias. Ahora mismo iré a buscar la llave para cerrar esta puerta. Hasta luego.
Felipe sentía su retiro como si hubiera recibido un regalo del cielo, como si una bendición divina hubiese recaído en su cuerpo. Inhalaba aire y suspiraba, había estado con la respiración entrecortada por culpa de ese cementero tan temido e indeseado. Ya no quería quedarse dentro de esa bóveda. El cementero se había ido en busca de una llave, ¿qué mejor momento para desaparecer antes de que volviera? Y eso hicieron, comenzaron a desalojar la bóveda a paso rápido hasta no dejar rastros de sus presencias; pero, ¿dónde estaba Segundo? Había desaparecido tan bruscamente como el sol cuando arriba el ocaso. Dos minutos habían sucedido desde el preciso instante en que Francisco y sus custodios se habían retirado, sin embargo Segundo no reaparecía, hasta que repentinamente la puerta de un ataúd comenzaba a abrirse, la del mismo cajón donde descansaba el cadáver de su abuela. Se hacía a un lado y unos dedos asomaban, eran sus dedos temblorosos, y su cuerpo también se elevaba, no era el espíritu de Carolina, era el cuerpo de Segundo que había estado encerrado en ese cajón, forzado a respirar su putrefacción, no había tenido más alternativa que meterse en el habitáculo donde su abuela yacía la muerte humana. El cadáver lucía espantoso, hasta sus arrugas se habían borrado. Con un rosto espeluznante, sacaba sus brazos y con las piernas se abalanzaba para salir del ataúd, cayendo al suelo con el brazo derecho. No se había lesionado, tampoco sentía los dolores físicos, estaba tan conmovido que ni siquiera sentía los huesos. Sólo pensaba en huir lo más pronto posible de esa bóveda. La muerte estaba impregnada en su ropa. Sin pensarlo más, se incorporó y corrió hacia la puerta de salida, agitado, con poco oxígeno en los pulmones, saliendo despavorido en dirección contraria de donde había llegado, quitándose el chaleco y librándolo a los muertos que en paz descansaban. La muerte había estado cerca, ligeramente cerca.