lunes, 19 de noviembre de 2012

Entrega nro. 34


Cinco horas después, cinco horas interminables en las que Segundo había huido despavoridamente hacia el hotel, se había duchado en dos ocasiones, había fumado medio paquete de cigarrillos, había intentado borrar de su memoria la tétrica imagen del cuerpo putrefacto de su abuela y hasta se había jurado silenciar esa rebeldía que, sin lugar a dudas, enfadaría a Francisco sobremanera, ya estaba listo para establecer el primer contacto con Felipe. Lo esperaba desde una silla del salón que el mandamás hotelero reservaba para la celebración de los eventos exclusivos, salón ubicado más allá del salón comedor disponible para los clientes habituales, entre la cocina y una oficina administrativa.
—Tranquilo Segundo, todo está bajo control —le aseguraba Francisco al percibir la inseguridad que delataban sus gestos.
Era inminente el arribo de Felipe. Segundo se veía forzado a simular ser el hijo de Francisco Reina, de otra manera sería imposible conocerlo. Tenía los codos apoyados en una mesa redonda. Había otras sillas, dos en total, reservadas para Francisco y su invitado. Ambos estaban vestidos a la perfección con trajes negros, camisas blancas de algodón, corbatas plateadas y unos zapatos que eran de la misma marca como para que no cupieran dudas de que padre e hijo compraban la ropa en el mismo establecimiento. En el salón no cabían más de cuatro mesas, de hecho había dos, y no contaba con ventanales, sólo unos pinturas extravagantes —colgadas en las paredes— y una araña antiquísima que se las rebuscaba para iluminar lo que podía. Como habían acordado en el Casino, el empresario hotelero y el hombre de los negocios turbios como el carbón, estaban por reencontrarse pero, en esta ocasión, contarían con la presencia de Segundo, que a esa altura de las circunstancias padecía el cruce con el asesino sospechado, porque él no estaba tan seguro de que fuese el verdadero asesino de sus padres, sólo se dejaba avasallar por las mareas psicológicas que Francisco le imponía con firmeza. En fin, Segundo necesitaba más pruebas para odiarlo, precisaba fundamentos para tenerle rencor, para ajusticiar, o vengar, es que a esa altura, después de tantas idas y vueltas, todo le daba lo mismo.
Un custodio de Francisco estaba parado en la puerta de acceso al salón, era el mismo que Segundo había golpeado poco antes de invadir la terraza del hotel. Tenía puestas unas gafas. En la playa de estacionamiento, otros dos custodios aguardaban la llegada del invitado, así lo habían convenido con su jefe por teléfono, ellos tenían que esperarlo desde la cochera porque Felipe arribaría en su coche con puntualidad.
Segundo estaba nervioso, no era para menos, miraba la puerta y temblaba. En la mesa había tres platos, doce utensilios y seis copas, también dos candelabros, cada uno con tres velas encendidas, y unas flores que todavía respiraban porque habían sido extraídas de otro florero. Francisco iba y venía, desde la puerta de la cocina hasta la mesa servida. Sonaba un jazz, se escuchaba a Charlie Parker con su canción “Laura”, y justo cuando volvía de la cocina por quinta vez comenzaba a sonar su celular, entonces se sentó en una silla de la mesa, la que estaba a la derecha de Segundo, para desde ahí impartirle órdenes a sus custodios que seguían esperando a Felipe desde el estacionamiento del hotel:
— ¿Ya llegó?
—Señor… acaba de llegar Felipe, conduce un Alfa Romeo y lo acompaña una señorita.
—Que Dante estacione el coche. Hazte cargo de enseñarle el camino hasta el salón. ¿De acuerdo?
—Afirmativo, señor.
—Y por favor, no le des cabida para diálogos. Limitá tus respuestas como si te doliera la muela.
—De acuerdo, señor —se pausaba—. ¡Señor, señor! Lo sigue un vehículo, ¿está autorizado?
—Pregunten si son sus custodios. Si así fuese, déjenlos ingresar. Chau.
Segundo se había parado, las tensas palabras de Francisco anticipaban la noticia.
—Calma —le solicitaba Francisco mientras se incorporaba—, nunca olvides que tus padres nos siguen protegiendo.
Pero Segundo no hablaba, y ahí nomás se sentó, dándole la espalda a esa puerta que en pocos minutos le presentaría a Felipe. La tensión deambulaba por el salón. Segundo no lo sabía pero estaba cultivando unas semillas, aquellas que podían brotar las raíces de la venganza. Su ira podía convertirse pronto en un gran germinador.