viernes, 23 de noviembre de 2012

Entrega nro. 37


Los minutos corrían, como liebres. La velada prosperaba, con éxito. Segundo había postergado los malos recuerdos para desatar una ingeniosa actuación que jamás había imaginado poder realizar. Tantos remordimientos y rencores se postergaban gracias a la brillante preparación psicológica de Francisco. Más allá de las delicias, los diálogos se habían ido centrando en temas que poco —o casi nada— podían aportar: Felipe tenía pensado viajar al Litoral Argentino para comprar una estancia agrícola; le fascinaba pescar; practicaba golf al menos una vez a la semana y estaba solo, es decir, sin pareja; por su parte, Priscilla amaba el cine, leía literatura francesa y solía nadar en la piscina de su mansión. Alrededor de una hora estuvieron charlando sobre asuntos de poca importancia hasta que el postre ganó protagonismo y bebieron café, con unas masas que Francisco había ordenado comprar en la confitería más prestigiosa de la ciudad, excepto Priscilla que pidió una copa de jugo de naranja, desazucarada. Y la música comenzaba a sonar con mayor intensidad, se oía una canción brasilera, festiva, de esas que suelen bailarse en los carnavales cariocas o en los casamientos para revivir el espíritu de fiesta, fiesta que las camareras promovían de inmediato al reaparecer con dos bolsas repletas de cotillón: máscaras, cornetas, antifaces, serpentinas y muchas bolsitas que contenían papel picado. Todos seguían sentados, los invitados sorprendidos porque justamente se trataba de eso, de una sorpresa pensada para ellos, y Felipe también se sorprendía cuando al pararse y comenzar a escarbar una de las bolsas hallaba una máscara que inmediatamente utilizó para enmascararse. Era la máscara de Einstein, el científico. Un mafioso que simulaba ser Einstein, pensaba Segundo adaptándose a lo inadaptable. Después le seguía su hija al elegir un antifaz con el que se cubrió la cara desde la frente hasta los labios, fijándolo con una cintita elástica que le envolvía la nuca: sus ojos, sus bellos ojos sobresalían como dos linternitas por ese par de orificios que le permitían enfocar la mirada. Francisco y Segundo también abandonaron las sillas y escogían cotillón, pero elegían papel picado y unas cornetas, en ese orden. Todos se iban alejando de la mesa para situarse entre una pared empapelada de blanco y otra de donde colgaba un espejo enorme. Se hacía casi imposible dialogar porque la música sonaba a todo volumen y Felipe bailaba sin cesar, como un niño contento. De todos modos Francisco necesitaba emitirle a Segundo un mensaje que consideraba primordial. No dudó en arrinconarlo con mucho disimulo para chillarle en el lóbulo de su oreja: en un ratito me lo llevo para que puedas seducirla. Segundo asentía con la cabeza y, sin decir una palabra, volvían con los invitados. En esos momentos, Felipe se acercaba a Francisco, con la misma máscara y la misma gracia propia de un adolescente:
— ¿Algún problema, don Francisco? —le gritó bien cerca de su oído.
—Ninguno. ¿Qué le parece la fiesta?
—Hermosa —se reía—, tan buena que hasta me hace bailar.
— ¿Le gustaría conocer las instalaciones de mi hotel?
—No lo escucho —se tocaba el lóbulo de la oreja.
— ¿Quiere conocer los interiores de mi hotel?
—Sería un placer —gritaba como si se dirigiera a alguien con problemas de audición—, ya estoy viejo y mis piernas no son las de un pendejo.
Segundo y Priscilla, habían comenzado a sacudir sus caderas, bailaban separados aunque poco a poco iban conformando una pareja de baile, baile que su padre interrumpía para informar su partida poco antes de que ella se quitara el antifaz.
—Princesa: me invitaron a conocer el hotel. ¿Querés venir?
—No, papi, me quedo acá —le respondía con agitación.
—La dejo en tus manos: ¡cuidala! —le ordenaba a Segundo con el dedo índice apuntándole a los ojos.
—La deja en buenas manos, señor Gianittore —respondía él—, disfrute las comodidades de nuestro hotel.
Y ahí nomás, Francisco y Felipe comenzaron a abandonar el salón, escoltados por dos custodios de ambos mandos. Segundo y Priscilla, retomaban el baile como si nada ni nadie pudieran detenerlos:
—Priscilla: hay algo que no me cierra —le decía al oído, descansando las manos en sus hombros.
— ¿Qué cosa?
—Que siendo tan bella no tengas novio.
—Qué casualidad, lo mismo pensaba de vos.
Y sí, como tantas veces suele ocurrir, la música los encapsulaba en una noche perfilada para el levante. Segundo tomaba consciencia de la oportunidad que se le estaba presentando. Prácticamente compartían la misma edad: ¿qué mejor estrategia que ingresar al círculo de su padre, conquistando los sentimientos de su princesa? Era una bella muchacha que encima devolvía atracción. A esa altura, la única perjudicada era Martina pero sería el destino quien se encargaría de decidir qué sería de aquella relación que prometía un amor verdadero y luego se esfumó.