viernes, 23 de noviembre de 2012

Entrega nro. 38


Lejos de la música carioca, el baile y unas sobras que yacían moribundas sobre la mesa del salón donde Segundo y Priscilla seguían bailando ininterrumpidamente, Felipe y Francisco recorrían los pasillos alfombrados del tercer nivel. Caminaban sin apuros, solos pero vigilados por sus custodios que se habían detenido en las inmediaciones del ascensor. Parecían dos amigos que se conocían de toda la vida, de hecho compartían alegría pero Francisco la fingía. Cerca de una estatua de yeso, de metro y medio de alto que representaba a dos ángeles enamorados apuntando dos flechas hacia la puerta de una suite, detenían el andar, dándole comienzo a un nuevo diálogo:
—Felipe… esta suite es especial, está reservada para los mandatarios de turno, aunque suelen hospedarse embajadores y ministros del mundo entero así como también empresarios de gran peso en los mercados locales e internacionales.
—Qué interesante. Me gusta la política, es el arte de lo posible.
—E imposible hasta por momentos.
Se miraron unos instantes y comenzaron a reír, simultáneamente, cómplices quizá de lo que la política significaba para ellos.
— ¿Sabe qué me gusta de usted? —le preguntaba Felipe con una sonrisa en los labios.
— ¿Qué cosa, don Felipe?
—Es una persona espontánea y siempre tiene un bocadito para compartir. Podríamos conformar una gran sociedad. Me agradan las personas lúcidas como usted.
Francisco lo había escuchado con atención, en esos instantes metía la mano derecha en el bolsillo del pantalón pero elevaba la otra para extraerle una pelusa que luchaba por prenderse en su camisa, a la altura del esternón. Después lo miraba a los ojos, para decirle con absoluta seriedad:
—Considero que somos almas gemelas, que en el pasado hemos compartido vi… vivencias.
— ¿Vivencias? —se sorprendía.
—Ni más ni menos, vivencias.
Felipe lucía ansioso, de hecho parpadeaba a gran velocidad:
—Quiere decir que… ¿usted quiere decir que también cree en la reencarnación?
Entre tantas cosas que Francisco conocía de su pasado, sabía muy bien que profesaba la creencia de la reencarnación, hasta tal punto de que, muchos años atrás, había viajado a un país asiático con el afán de contactarse con una vida pasada en un templo rural.
—Creo en ello, por supuesto.
—Entonces compartimos muchas cosas en común. ¡Es increíble! —exclamaba entusiasmado—. No tengo dudas de que nos hemos relacionado en el pasado, ahora… ahora el destino nos ha unido por afinidad. Permítame un abrazo —lo sorprendía con su euforia, abriendo los brazos como alas de un halcón.
A Francisco no le quedaba otra alternativa que cederle el abrazo. Sentía sus dedos inquietos en los omóplatos. Felipe le apoyaba el mentón en la clavícula izquierda, lo apretaba con fervor y apenas permitía su respiración, envolviéndolo cual estibador cargando en sus hombros el peso completo de una bolsa voluminosa.