domingo, 25 de noviembre de 2012

Entrega nro. 41


Al día siguiente, al atardecer de un jueves gris, porque los cielos estaban cubiertos de densos nubarrones, y a unos tres o cuatro kilómetros del hotel “La Estrella Fugaz”, Francisco estacionaba su coche importado en una calle nacida en avenida Del Libertador. Lo acompañaba Segundo, ojeando por el parabrisas los gigantescos edificios del barrio acomodado, pero de pronto fijaba su mirada en el frente de una casona que le abría las heridas, estaban ubicados a pocos metros de lo que décadas antes era la concesionaria de su padre. A su derecha estaba la plaza, allí estaba el mismo banco desde donde Segundo había pasado la noche, entre la vigilia y el alcohol. Francisco tenía las manos puestas en el volante, como si aún tuviese que maniobrarlo pero ya había estacionado, hasta había apagado el motor, un sentimiento especial no le permitía quitarlas del volante.
—Bueno Segundo, no veía el momento de que llegáramos a este lugar tan especial. A relajarse que la sorpresa ya posa frente a tus ojos.
Finalmente sacaba las manos del volante para comenzar a señalar la concesionaria abandonada, lo hacía con su dedo índice, por debajo del espejito retrovisor.
— ¿En qué andás, Francisco? —se hacía el desentendido.
—En este momento no ando porque estamos sentados, pero te propongo andar, dale, andemos, para eso tenemos que salir del coche.
A Francisco le fascinaba sorprender pero esta vez lo hacía entusiasmado. Abría la puerta del coche y dejaba caer su pierna izquierda en el cordón de la vereda, y le seguía la derecha, parándose luego entre dos árboles que con sus ramas abrían por lo alto una especie de arco. Segundo lo miraba, confundido, pero se decidía a acompañarlo y también bajaba, dejando caer la misma pierna pero en su caso en el asfalto. Sin intercambios de palabras, cerraron las puertas del coche y caminaron hacia la esquina, no había más de diez metros entre esa esquina y el vehículo. Se detuvieron en el cordón de la vereda. El semáforo estaba de rojo. Cruzar esa avenida cuando no estaba permitido era prácticamente suicida. Los vehículos circulaban a gran velocidad, contaban con demasiados carriles como para poder hacerlo. En frente estaba la ex concesionaria de Antonio Noruega, de alguna manera había que rendirle algún que otro homenaje. El semáforo se ponía de verde y comenzaban a cruzar por la senda peatonal, había unos cien metros hasta el cordón de la otra vereda. La plaza que antes tenían a su derecha, estaba ahora a sus espaldas, radiante, con muchos pibes que corrían por sus sinuosos caminitos ante la atenta mirada de sus madres, y también de niñeras, porque en ese barrio las familias podían pagarle jornales a las mucamas para que cuidaran a sus críos. Ellos giraban hacia la izquierda, a unos pocos metros estaba la puerta de madera de la concesionaria abandonada, con el mismo candado que Segundo había visto desde el banco de la plaza. Se detenían frente a la puerta y, desde ahí, reanudaban el diálogo:
— ¿Sabías que en este lugar trabajaba tu padre?
—Lo sabía, claro que sí, pero hacía años que no lo frecuentaba, suelo esquivar esta cuadra porque me trae malos recuerdos —le fingía sin saber la causa.
—Te aseguro que otros recuerdos renacerán.
— ¿Por qué?
—Porque nos espera la magia.
Segundo miraba el candado, le llamaba la atención que no estuviera oxidado, como si alguien lo hubiese remplazado.
—Ahora me pregunto —agregaba Francisco—, ¿nunca se te ocurrió pensar qué habrá más allá de esas chapas?
—Supongo que polvo. Mi abuela dijo que había sido comprado por un admirador.
—Sin duda ese comprador debe ser un gran admirador de tu padre —metía las manos en los bolsillos del pantalón.
—Mi padre era un hombre admirado.
—Así es, hijo, Antonio era un grande, y yo también lo admiraba, mucho, tanto que un día me replantee qué podía hacer para no echarlo tanto de menos, y se me ocurrió una idea brillante.
Francisco seguía con las manos metidas en los bolsillos, Segundo lo escuchaba con devoción.
—Ajá… ¿qué idea?
—Y… me pregunté: ¿querrá su madre vender la propiedad?
Los ojos de Segundo se abrían como nunca, se le estaba erizando la piel y un sarpullido invadía sus mejillas, como si las palabras de Francisco lo hubieran estremecido; él, en cambio, sacaba la mano del bolsillo y le enseñaba un llavero con dos llaves plateadas de tamaños lo suficientemente grandes como para caber en la ranura de un candado. Mostrándole el llavero, lo miraba a los ojos y lo extendía a su mano, proponiéndole:
— ¿Qué te parece si entramos?
—Gracias, Francisco, muchas gracias —le agradecía con toda su euforia desbordada.
Cogió el llavero y se acercó a la puerta, o al candado, daba lo mismo, con una sonrisa expresiva que, de por sí, agradecía. Probó con una de las llaves y no coincidía con la ranura, de inmediato probó con la otra y dio dos giros hasta que se oyó un tac, el candado se había destrabado. Francisco se ubicaba por detrás y respiraba en su nuca, murmurándole con suavidad:
—Felicitaciones, querido Segundo, esta casa ya te pertenece.
La puerta se abría al compás de un sonido a madera enferma. Las bisagras ya habían cumplido su ciclo, pero no importaba, tan sólo restaba dejarse llevar, o mejor dicho, Segundo debía dejarse avasallar por ese pasillo recto que estaba frente a sus ojos, casi a oscuras pero a lo lejos parecía terminar en una ventana encortinada y perforada por los últimos rayos solares que atravesaban sus orificios.
—No lo puedo creer —expresaba Segundo—. ¿Acá trabajaba mi padre?
—La vida sorprende, ¿cierto?
— ¡Vaya manera de sorprender! Jamás imaginé que podía conocer este lugar —decía mientras recorría el pasillo—. ¿Todas las paredes están pintadas?
—Claro que sí, servicios de pintura al día y limpieza una vez por mes. Esta casa representa un templo sagrado.
Ya habían recorrido el pasillo, medía unos diez metros de largo, no más, y se adentraban en un gran salón, el mismo lugar desde donde su padre promocionaba los carros, coches deportivos que siempre estaban a la vista de los transeúntes por esas vidrieras que ahora estaban enchapadas. Estaban ubicados en lo que antes era el salón de ventas. Todas las paredes estaban pintadas del mismo color, de blanco, impecables, sin manchas ni desperfectos, era evidente que Francisco buscaba conservar el ambiente épico aunque no estuviera amueblado.
—En este salón —comentaba Francisco al adelantarse unos pasos—, tu viejo enaltecía nuestro orgullo nacional de la mano del Torino, aunque también vendía coches importados tales como los Falcon y los Benz. ¡Por Dios, cuántos recuerdos remueven mis pensamientos! —se agarraba de la cabeza.
Lo cierto era que estaban nerviosos, sus cuerpos temblorosos los delataban, estaban vulnerados por un pasado en común. Francisco dirigía unos pocos pasos hasta dar con una puerta de madera, cerrada, en perfecto estado, y se volteaba para anunciarle:
—Seguime, ahora quiero enseñarte otra joyita.
Empujaba la puerta mientras Segundo se movía en su dirección, contemplando cada rincón cual fotógrafo que luchaba por atesorar varias retratos en simultáneo. La puerta ya estaba abierta.
—Te presento el despacho de tu padre, un espacio reducido pero sumamente acogedor. Tu viejo adoraba pasar las mañanas en este despacho. Allá —señalaba el rincón más lejano—, estaba su escritorio, y debajo de esa ventana —una abertura en la pared que tan sólo estaba enrejada—, estaba su sofá, desde ahí hojeaba los periódicos y analiza sus negocios. ¡Tu viejo sí que la tenía clara!
La habitación estaba limpia aunque desamoblada, no había nada, ni siquiera polvo pero olía a una fragancia exquisita, un aroma fragante que provenía desde la ventana enrejada. Segundo enfocaba la miraba en esa ventana y deducía la existencia de un pequeño patio por la cercanía de la pared que le hacía fondo, era algo así como un tapial cubierto de enredaderas. No podía hablar, los nervios lo acallaban, pero estaba ansioso, estaba conociendo lo que en el pasado conformaba el despacho de su padre.
—Esto es demasiado, Francisco. No existen palabras que retribuyan tanta generosidad.
— ¡Por favor!, —lo agarraba del hombro derecho—, esta casa también te pertenece. Tomemos un descanso en ese piso, debajo de la ventana.
Se estaban echando en el piso, un parquet que por cierto estaba frío y era de color marrón claro. Estaba levantado en ciertos tramos de la habitación, sobre todo en el tramo próximo a la pared de la puerta por donde habían entrado. Unos decadentes rayos solares que atravesaban la ventana proyectaban imágenes en esa pared, dibujando formas raras que más que formas parecían acuarelas, oscuras y sombrías. Francisco se había juntado de piernas y las estiraba. Segundo las tenía cruzadas, como un indiecito. Tenían apoyadas las espaldas contra la pared, toda pintada pero demasiado áspera y fría.
—Ahora necesito que te concentres, que escuches todo lo que informaré —le pedía Francisco y descansaba el brazo izquierdo entre los hombros de Segundo y la pared.
—Te escucho.
—Para que puedas hacer espionaje de las operaciones de Felipe, hace falta de que te encargues de seducir a su hija, tenés que enamorarla sin treguas ni descansos.
—Mañana mismo nos juntaremos en un velero, uno que pertenece a su padre.
—Lo sé, como también sé que estarán bajo la atenta mirada de su custodio, porque Felipe nunca permitirá que su hija salga porque sí con cualquiera.
—Supongo que así será, es razonable después de todo.
—Más que razonable es un hecho, pero quiero que tomes consciencia del asunto, nuestra justicia depende de ese romance. Le gustás demasiado, eso mismo decían sus ojos en el hotel, y Felipe huele lo mismo, no tengo dudas de ello, todo padre conoce a su hija como conoce las palmas de sus manos.
—No será tan fácil seducir a la hija de un mafioso. Ese tipo está rodeado de custodios.
—También contrato custodios y sin embargo invadiste nuestro hotel.
— ¿Nuestro? —se preguntaba al borde de la confusión.
— ¿Nuestro… qué?
—Nuestro hotel dijiste.
—Lo es, ese hotel también te pertenece, al igual que esta casa. Pero lo que ahora importa es que te encargues de seducir a esa princesa. Con el paso del tiempo pediré la mano en su nombre.
— ¿Y eso?
—Tendrás que proponerle casamiento, pero tiempo al tiempo, no hay que apurarla ni mucho menos apurar a su padre, además de celoso ella lo es todo en su vida, es su única heredera. Yo mismo me encargaré de informarle el casamiento.
—Pero yo no puedo casarme con la hija del supuesto asesino de mis padres. ¡Es una gran locura!
—Es una gran locura dudar que Felipe mandó a matar a tus padres —alzaba la voz—. Estoy convencido de que así fue, pero antes de perder el tiempo en probarlo, tenemos que operar con cautela, y por sobre todas las cosas en equipo. Además, te juro por mis padres, que en paz descansen pobrecitos —se persignaba—, que bajo ningún concepto ese casamiento tendrá lugar, sólo forma parte de nuestra estrategia para que ese hijo de puta nos acepte como integrantes de su familia. La confianza vale oro en esos criminales adinerados.
— ¿Y después qué?
—A ver si nos entendemos. ¿Para qué estás conmigo? Si ya olvidaste que ese reverendo hijo de puta asesinó a tu viejo prefiero saberlo ahora mismo  —renegaba y retiraba el brazo de sus hombros y la pared.
Se había generado un impasse, un punto muerto del cual parecía que no podían escapar, o al menos ese curso aparentaba seguir la conversación. Segundo reflexionaba, estaba recordando todo su sacrificio para poder llegar a ese punto crucial de su vida. Esa casona lo arrastraba, lo alentaba a seguir luchando como si sintiera un abrazo de su padre, eso mismo lo motivaba a avanzar:
—Tenés razón, no puedo bajar los brazos. ¿Y después qué haremos?
—Consolidar tu inclusión en la familia Gianittore, para eso deberás consolidar el romance con esa chica. Tenemos tiempo de sobra, a lo sumo te llevará un semestre o quizá un poco más. Resulta primordial que Felipe tome confianza y digiera el enamoramiento de su princesa. Cuando llegue la fecha del compromiso, procederemos a actuar.
— ¿Cómo? —no tardó en titubear.
—Le tenderemos la trampa. Me aliaré a un grupo de profesionales que al igual que nosotros desea destronarlo, pero para eso necesitamos conocer sus negocios paralelos, ese infeliz oculta actividades ilícitas. Serás el informante de todas sus actividades ilegales.
— ¿Y si sobrevivo a todo esto, qué haremos luego?
—Bueno, de alguna manera tendré que retribuirles la intervención, nada es gratis en esta vida.
— ¿Entonces?
—Entonces buscaremos la forma de sacarle dinero a ese cretino. Te aclaro que mis custodios se encargarán de tu protección. No divagues con la muerte. Eso sí, muerto el rey, Francisco viaja a Suiza por un tiempito y vos te vas a otro lugar.
— ¿Y el hotel?
—Nuestro hotel quedará en buenas manos. Tomalo como si fueran unas vacaciones.
—Agradezco que me tengas tanto aprecio pero ese hotel figura a tu nombre.
—Para los organismos estatales, el hotel me pertenece, pero he sido testaferro de tu viejo y ese hotel también te pertenece. No hace falta remarcar que podrás alojarte en el hotel por el resto de tu vida. ¡Es nuestra casa! De todos modos es importante que te distancies temporalmente de Buenos Aires, dispondrás de dinero suficiente como para llevar una vida digna lejos de esta furia.
—Necesito pensar, no lo tomes a mal.
—Confío en vos, Segundo.
—Ahora, ¿que se te dio por traerme a este lugar?
—Estas paredes representan el progreso, y nosotros queremos progresar.
— ¿En lo económico?
—Negativo. Progresar en los sentimientos para extirpar los males que nos atormentan. Tus padres tampoco descansan en paz. Estoy convencido de que ellos sonreirán como dos niños alegres el día que hagamos justicia, volverán a ser felices y de ahí en más nos esperarán con calma. El día que nos toque compartir su paraíso seremos una gran familia.
— ¿Ganaremos el paraíso?
—El cielo es para los buenos pero también para los justicieros. Ahora, si me permitís, quiero enseñarte otra joyita —se incorporaba, apoyándose en la pared con su mano derecha.
A paso lento, comenzaban a egresar de la habitación. Atravesaban el salón en dirección a otra puerta. Estaba cerrada, a diferencia de todas las puertas atravesadas ésta era de metal. Francisco se había parado frente a esa puerta pero se volteaba. Segundo estaba ubicado por detrás, con una mezcla de sentimientos nobles que solamente esa casona podían despertar. Se miraban con los ojos tan abiertos que hasta parecían desorbitados:
—Hijo, ¿serías tan amable de taparte los ojos?
—Ya nada me sorprende —asentía con la cabeza y cerraba los ojos antes de taparlos.
—Muy bien, tapate así. Ahora quiero que camines despacio, yo mismo te conduciré. Podrás ver en cuanto lo autorice. Así me gusta —lo empujaba desde la nuca—, muy obediente.
Estaban adentrándose en un cuarto oscuro. La temperatura era más baja. Los poros de Segundo sentían ese frío, no tenía sentido que abriera los ojos porque no se veía nada. Francisco continuaba arrastrándolo pero ahora lo hacía desde su espalda, paso a paso, hasta detenerlo y comentar:
—A la cuenta de tres, los podrás abrir. ¿Okey?
—De acuerdo.
—Bien. Uno, dos y… ¡tres!
Se había hecho la luz. Un foquito que colgaba del techo irradiaba una luz amarillenta. Había un coche de carrera azul y amarillo, relucía, era un Torino estacionado en un garaje, o al menos eso aparentaba porque podían verse varias estanterías repletas de herramientas y repuestos. Más al fondo había un portón de madera, imposible de ser vislumbrado desde la calle porque estaba cubierto de chapas. Ese coche de carrera le lustraba las pupilas. Francisco tenía razón: la magia hacía su parte.
—Es el coche de mi viejo —vociferaba Segundo, fascinándose.
—Ni más ni menos. Eso sí, esta joya pienso compartirla.
Segundo se acercaba al Torino. Lo tocaba, con timidez al comienzo pero entusiasmado después. Giraba a su alrededor, siempre tocándolo como si acariciara una mascota. Su rostro se resumía en la euforia total, transmitía optimismo, no podía fingir tanta alegría, a esa altura desmedida. Hasta sus fantasmas parecían desmoronarse en millones de partículas indoloras y abstractas.
— ¿Qué esperamos?, —le animaba Francisco—. ¡Ingresemos, carajo!
Y ahí nomás abrieron las puertas delanteras para meterse en el habitáculo, con tanta rapidez como si una urgencia los presionara. Segundo estaba al volante y vivía dicho acontecimiento como si se tratase de un sueño hecho realidad, porque ese coche era el mismo que siempre había contemplado en las fotografías de colección que guardaba su abuela. La cabina olía bien, estaba perfumada y su interior brillaba de tanta limpieza, estaba impecable. Segundo no hacía otra cosa más que apoyar las manos en el volante, a veces tocaba la palanca de cambios y hasta empujaba el embrague para meter la primera velocidad, recuperando toneladas de sonrisas que había dado por extraviadas. Francisco lo observaba con cierto aire compasivo.
—No puedo evitar pensar en conducirlo —expresaba Segundo al borde de las lágrimas.
—Las llaves están en la guantera. Si mal no recuerdo tiene suficiente nafta como para que lo hagas bramar.
En tan sólo cuestión de segundos, el coche estaba listo para el arranque. Francisco le había pasado la llave y él quería hacerlo arrancar.
—Segundo, soy todo oído.
—Y yo un eterno agradecido.
Con un tembleque en las manos, giraba la llave de arranque y luego pisaba el acelerador: el coche bramaba, rugía, ladraba, rompiendo la barrera del tiempo. Soltaba el acelerador pero de inmediato lo volvía a pisar. El Torino se hacía escuchar cual elefante, generando ecos portentosos que multiplicaban los sonidos en las chapas del portón.
—Pise carajo, pise como lo hacía su padre —lo animaba Francisco a viva voz y golpeaba las rodillas con la guantera.
Y Segundo obedecía, pisando el acelerador y haciendo sonar el motor. De pronto lo apagó y el garaje se cubría de humo, era negro y espeso, después de todo llevaba demasiados años sin ser sacado del garaje. Estaban agitados como si hubieran trotado durante horas, tan emocionados que les costaba dialogar. Francisco comenzaba a tomarlo de su antebrazo derecho, lo presionaba con fuerza, quizá para hacerlo girar porque él estaba ensimismado y no corría la mirada del volante. Lo estaba logrando, lograba hacerlo voltear, y fue en esos instantes cuando le dijo:
—Cuando hagamos justicia podrás conducirlo.
—Como mi padre, como mi padre —repetía emocionado.
Un equipo se fortalecía. Cautela, cautela expresaban los pensamientos de Francisco.