lunes, 26 de noviembre de 2012

Entrega nro. 42


Eran las dos de una cálida tarde ventilada por los aires ventosos que los dioses del mar soplaban desde el Atlántico. Segundo sentía esas ventoleras en la piel de su cuerpo, de sus antebrazos, estaba en un yate junto a Priscilla, en una embarcación de recreo que pertenecía a su familia, en realidad era un obsequio que ella había recibido con motivo de su último cumpleaños pero Felipe solía usarlo con más frecuencia, a veces la gente regala objetos apreciados porque justamente los valora tanto que ansía usarlos, incluso, más que el propio agasajado. Ella quería privacidad, no había elegido la mesa de un bar ni la butaca de un gran teatro, había optado por su yate en la soledad del río platense, con un custodio que no se dejaba ver porque se había quedado en la costanera, a su pedido explícito, sobornado hasta las mangas, ella lo sobornaba porque detestaba sentirse vigilada, sobremanera en esa ocasión que lo único que le importaba era estar a solas con su muchacho. Muchos yates y veleros costosos navegaban por las aguas dulces del Plata, el río más ancho del mundo, bueno eso decían, con una extensa desembocadura en el mar argentino. A pocos kilómetros más al este, en el claro horizonte estaba la ciudad de Montevideo, capital de la República Oriental del Uruguay. Del otro lado, al oeste, podía verse el constante ascenso y descenso de los aviones que cumplían horarios predeterminados en el aeropuerto de la costanera. Buenos Aires era bella por donde se la mirase. El yate se llamaba “De los Sueños”, eran esas las palabras que llevaba impresas en su casco, era ese el nombre con que había sido registrado, una embarcación con propulsión a motor integrado en el casco de la nave, casco que contaba con una eslora de doce metros de longitud. Lo tripulaba un piloto desde una cabina techada. Ellos estaban echados sobre la popa, habían echado una manta blanca en el piso de madera para refrescarse con naranjandas, tan juntos estaban que los cabellos de Priscilla cosquilleaban su cuello. El yate estaba anclado en una superficie barrosa, bueno, todo el fondo del río siempre estuvo cubierto de lodo, era un río como cualquier otro a pesar de su anchura tan peculiar. Estaban estancados a unos quinientos metros de la costa argentina. Priscilla cubría su cuerpo con una pollera de tela azulada que se extendía hasta sus rodillas, y una blusa del mismo color aunque menos extravagante que le marcaba los pezones. Segundo vestía un pantalón de vestir algodonado, color beige, estaba arropado también con una camisa color salmón como si hubiera querido ponerse a tono con el paisaje convenido. Para él, ese paseo representaba un evento importante, tenía que seducirla costara lo que costase. Por momentos las ventoleras se comportaban como ventiscas, y ellos descansaban las miradas en el horizonte manso porque el viento estaba calmo y más que un río parecía un lago, aunque esas ventiscas insolentes le corrían la pollera de lugar, exhibiéndole sus muslos fibrosos. Su largo cabello rubio y lacio le masajeaba la frente, y sus labios, sus bellos labios, se resecaban con el aire salado que el viento rebelde soplaba desde el mar. Llevaban poco más de media hora en esas aguas turbias, intercambiando palabras y miradas, unas miradas cómplices y penetrantes, más allá de todo Priscilla era una muchacha divina, apetecible por donde se la mirara, realmente sensual, de esas muchachas que pueden tentar a los más santos, una mujer que nunca podría pasar por desapercibida ni siquiera en los desfiles de modelajes.
—Tenía tantas ganas de presentarte este espectáculo —le expresaba ella—. Además moría de ganas de estar con vos.
—Sos especial, me hacés sentir muy cómodo.
A simple vista, ella había puesto en venta su corazón, sentía una atracción explosiva por ese muchacho que decía llamarse Segundo Reina. Él, en cambio, estaba al tanto de sus sentimientos pero necesitaba explorar sus pensamientos, a diferencia de ella alquilaba su corazón.
— ¿Puedo hacerte una pregunta íntima? —le consultaba él.
—Sí, claro, estamos solos. ¿Qué mejor momento para conocernos mejor?
Ella había estirado las piernas, haciendo apoyo con las manos sobre la popa, y después se inclinaba hacia atrás como si se echara en una reposera. Sus pechos estaban erguidos, era muy fácil percibirlo. Su cabello caía más allá de su espalda y la convertía en una sirena, una sirena de los ríos calmos.
—Entonces quisiera saber si alguna vez te enamoraste.
— ¿Yo?, —pestañeaba con reiteración—, bueno, nunca me enamoré porque en realidad sólo tuve un noviazgo que no prosperó. Pensábamos diferente y mi padre no lo toleraba, siendo más directa, lo detestaba.
Segundo la escuchaba con avidez y confirmaba los dichos de Felipe durante la cena en el hotel: su padre era enfermizo, enfermizo de celos y sumamente protector.
—Digamos que esa relación no les deparaba un futuro promisorio.
—Absolutamente. Parece ser que la virginidad es una mala palabra en esta sociedad —lo miraba con los ojos achinados—. Todos quieren acceder a nuestros cuerpos sin antes explorar nuestros sentimientos, como si hacer el amor fuese algo primordial entre dos personas que recién se conocen.
Su voz sonaba a decepción, a angustia, era evidente que estaba desesperanzada en el amor. Segundo era consciente de ello, pero por sobre todo intentaba digerir esa noticia que jamás había imaginado: la princesa de Felipe era virgen e inexperta en materia del amor. También era una presa fácil aunque plagada de custodios, eso mismo pensaba él mientras la observaba con sus ojos compasivos. Comenzaba a estirarse tal cual lo había hecho ella aunque soportando el peso de su cuerpo completo con el antebrazo derecho, y después se volcó en su dirección para mirarla bien fijo a los ojos y expresarle:
—No existe amor más grande que el de una mujer cuando entrega cuerpo, alma y corazón, siempre y cuando exista amor.
Los ojos de la joven millonaria brillaban, no era para menos, había expresado lo que ella justamente deseaba escuchar. Él no compartía su principio de virginidad pero sostenerlo le favorecía las cosas. Es que Segundo había sido partícipe de una relación, concluida porque su entonces novia quería postergar su virginidad hasta tanto se casase. La millonaria se estaba sonrojando, delineaba sonrisas y lucía su encanto, totalmente complacida. Segundo estaba sacando ventaja de sus sentimientos encantados, claro está, y se le acercaba para tocarle los pómulos, con mucha cautela, después de todo no quería inhibirla. Poco antes de tocarle los labios, la miró a los ojos y le dijo con una voz muy sensual que inclusive esforzó buscando el impacto:
—Alguna vez pensé que no todo lo que brilla es oro, pero ahora me siento confundido.
El tímido oleaje los cercaba y ellos cerraban los ojos para prestarse los labios. Se besaban, poco a poco se iban rozando las bocas. Él besaba su labio inferior y por momentos asomaba la puntita de la lengua, amagando con enroscarla en la suya, o quizá anticipando sus pretensiones inmediatas, y le sostenía las mejillas con las manos, la tenía cautivada, de hecho abría los ojos y veía su rostro angelical. Ella estaba entregadísima, tenía los ojos cerrados como si los tuviera sellados con pegamento, pero justo cuando Segundo los cerraba ella los reabría, y también lo tomaba de la cabeza pero desde la nuca, para con una tímida voz al borde del susurro suplicarle:
—Segundo, por favor: no le comentes nada de esto a tu padre —le ponía el dedo índice entre los labios, insinuando un pacto de silencio—. Mi papá es muy celoso. Tuve que pagarle a mi custodio para poder estar a solas con vos.
Resultaba incomprensible tanta persecución psicológica, o en todo caso la ceguera de su padre: ella era una veinteañera sobreprotegida como si todavía fuera una adolescente, o en el peor de los casos, su mascota.
— ¿Tuviste que pagarle a tu custodio? —le preguntaba, pasmosamente.
—De otra forma sería imposible conocerte mejor. Papá piensa que soy su propiedad privada —le echaba la frente en el hombro izquierdo para que él procediera a acariciarle el cabello, prosiguiendo luego por su espalda—. Hasta llegó a decirme  que él mismo se encargaría de elegir a mi príncipe azul.
—Pues se ha equivocado, ya lo has encontrado —la acallaba con seguridad.
Y él también se había callado pero dedicaba esa mudez a la reflexión, pensando en lo riesgoso que podría resultar el sostenimiento de tal romance. Ella continuaba echada en su hombro, lo abrazaba desde la cintura y él hacía lo mismo pero le acariciaba la espalda. Su largo cabello estaba fragante, olía a un perfume muy parecido al del jazmín, pero Segundo necesitaba cimentar sus sentimientos, tenía que acampar en su alma y corazón, y para lograrlo comenzaba a recostarla sobre la popa con delicadeza, para luego rendirle los pectorales en sus pechos sin llegar a ejercerle presión, solamente la rozaba, con los codos entre sus axilas y las piernas bien próximas a su pierna izquierda. Avanzaba los labios por sus pómulos, suaves y lisos como cáscaras de melón, y los besaba, los besaba sin llegar a ensalivarlos, quería someterla a la seducción, ignorando esos sentimientos reprimidos que aún recordaban a Martina. Al arribar con los labios al lóbulo de su oreja izquierda, se detuvo y le susurró:
—Es la primera vez que siento la necesidad de jugarme por una dama, y haré hasta lo imposible para que nuestra relación tenga prosperidad. ¡Cuán afortunado me siento tras haber hallado todo aquello que alguna vez fantaseé encontrar en una mujer!
Como si viviera en un mundo de fantasías, ella cerraba los ojos y entregaba su boca, labios que Segundo iba explorando a fuego lento con la lengua, adentrándose cada vez más en su paladar con sabor a naranjos. Priscilla soñaba despierta, gozaba cada beso, sentía cada caricia, desconociendo que Segundo no hacía otra cosa más que pensar en lo trabajoso que resultaría convencer a su padre de que el corazón de su hija hospedaba ahora un nuevo amor.