lunes, 26 de noviembre de 2012

Entrega nro. 44


Una semana posterior a la pesadilla cinéfila, la historia repetía las mismas secuencias: Segundo se movía y Martina lo seguía, obsesionada. Ella terminaba sus días cumpliendo la misma rutina: a eso de las seis de la tarde salía desesperada de su consultorio y conducía su coche para estacionarlo en el mismo paraje de la calle frente al hotel de Francisco Reina. Llevaba seis días intentando ubicarlo pero no lo conseguía, desconocía que Segundo solía egresar del hotel por la puerta del estacionamiento, pero en esta ocasión la suerte estaba de su lado y en buen momento lo veía salir por la puerta principal. Ya tenía la manía de no tocar los periódicos ajenos, ahora contaba con otra: la de perseguir a Segundo. Los seres humanos pueden reaccionar como ella cuando los sentimientos están convulsionados o el amor entra en una zona riesgosa, nadie puede negarlo. Ese atardecer lo había visto salir con la misma muchacha del cine, en esa ocasión vestía un jean grisáceo y un buzo color fucsia que le tapaba la cola. Habían subido a un coche negro desde la puerta trasera, manejaba un morocho cuarentón. Advertida de su inminente retiro, Martina no dudó ni un instante y encendió el motor para seguirlos. Ni siquiera se cuestionaba por qué hacía lo que hacía, tan sólo se dejaba dominar por esos sentimientos nocivos que la impulsaban a celar, unos celos ofensivos que convertían sus atardeceres en verdaderos calvarios. En marcha y manteniendo una distancia que nunca superaba los cincuenta metros, seguía ese coche por las calles de la ciudad hasta abandonar el barrio Puerto Madero y comenzar a circular por varias calles y avenidas que, al cabo de veinte minutos, terminaron deteniéndola en una zona residencial del barrio Belgrano, socialmente conocido como Belgrano “R”. ¿Y ahora qué hago?, se preguntaba Martina con las manos en el volante, estacionada a unos cien metros del coche negro, justo cuando ellos abrían las puertas y se adentraban en un chalet imponente. Primero había entrado la muchacha con su cuerpo bondadoso que más de un centenar de señoritas hubieran deseado tener. No le quedaba mucho por hacer desde su coche, sola, ellos ya se habían perdido de vista al ingresar en esa casona, un chalet que contaba con dos pisos, cuatro balcones, un tejado con caída hacia la vereda, un portón de madera, una puerta principal y varias ventanas encortinadas desde donde egresaban luces blancas y amarillas. El  frente estaba decorado con arbustos y flores, muchas flores rojas y amarillas, y había un cerco perimetral que comenzaba en el portón de un garaje y terminaba en lo que parecía constituir un habitáculo de seguridad privada (o una garita). El coche negro había estacionado unos metros adelante, a unos quince metros de la casona, no más, por debajo de un poste de luz que curiosamente estaba apagado. Ellos habían entrado por la puerta principal. Martina se estaba quedando sin ideas, quizá le convenía esperar algunos minutos, aguardar algún suceso, pero alguien podía verla, alguien podía sospechar de su presencia misteriosa, de hecho la calle estaba desalmada y ni los gatos paseaban. Giró la llave de arranque. Poco antes de que pusiera en marcha el motor, una mano inesperada la sorprendía al golpear la ventanilla en tres ocasiones, encima había golpeado la ventanilla del conductor, la que tenía a su izquierda. Casi se infarta, pobre Martina. Quien había golpeado era un cuarentón, calvo y delgaducho, tenía una nariz aguileña y vestía un chaleco con una placa identificadora que colgaba a la altura de su pectoral izquierdo, o del corazón. Alcanzó a leer su nombre, se llamaba Alfredo, y a tomar conocimiento de que se trataba de un empleado de seguridad, el empleado de una empresa cuyo nombre de fantasía era: “Los Guardianes del Este”. Martina sentía el corazón en la garganta, le quemaba las amígdalas, pero bajaba la ventanilla a medias, como todo ciudadano argentino desconfiaba de sus pares entre tanta violencia callejera.
— ¿Está perdida? —le preguntaba el hombre con su voz ronca.
—No, para nada —se ruborizaba—. Ya me estaba retirando. Tan sólo necesitaba estacionar mi coche para hacer una llamada.
Para su suerte tenía su celular entre las piernas, que no demoró en tomarlo para mostrarlo.
— ¿Una llamada? Bueno, entonces la dejaré tranquila. Disculpe las molestias.
Y el desconocido se retiraba, y con él se iba un torbellino de nervios porque Martina estaba nerviosa, todos los días lo había estado desde la impensada vivencia en la sala cinéfila, pero ahora confirmaba que Segundo salía con otra mujer y hasta conocía su paradero. Lo extrañaba demasiado. Un poco frustrada, subió la ventanilla y puso en marcha el motor, demorando veinte segundos en girar por la esquina hacia la derecha. A menos que la tierra se tragase a Segundo, ya tendría nuevas oportunidades de hablarle en persona, porque todas las noches le hablaba pero sólo en sueños cada vez que dormía.