martes, 27 de noviembre de 2012

Entrega nro. 45

Era la noche del jueves, de un jueves cubierto de nieblas, porque en Puerto Madero las nieblas solían aparecer con frecuencia. Ese barrio estaba cimentado en lo que antes era un río, superficie que la civilización humana fue conquistando con el afán de conquistar espacios habitables, superando así los poderes de la madre naturaleza, muchas veces con resultados nefastos. La bella princesa de San Isidro estaba dispuesta a dejarse encantar por sus sentimientos, favorecida por las malas costumbres de su custodio, siempre sobornado hasta las medias. Aquella noche, casi a las nueve, estaba instalada en la suite de Segundo. Caminaba por un pasillo en dirección al baño. En la suite contigua estaba Francisco, acompañado por Amalia, distanciados solamente por esa pared de concreto, así de cerca vivían, y Segundo estaba echado en el sofá, el mismo mueble que antes estaba instalado en su departamento. Se había mudado. La mudanza había incluido todos los muebles, hasta se había llevado los macetones del balcón. Por detrás de su espalda, un ventanal corrido cedía el grato ingreso a una ventolina, reconfortante. Las cortinas de tela danzaban como atuendos de odaliscas en plena ceremonia arábiga. Tenían pensado cenar en el restaurante del hotel, de hecho Francisco les había reservado una mesa con vista a lo que alguna vez había sido un puerto y ahora era el estacionamiento de yates costosos. El custodio de Priscilla la esperaba desde su coche, estacionado en la playa del hotel, en el subsuelo, con demasiada impaciencia porque estaba poniendo en riesgo su trabajo, pero el dinero lo seducía, eso suele sucederle a muchos empleados ambiciosos, sobremanera en aquellos tiempos convulsionados donde pensar en el futuro era lo mismo que proyectar el mañana o, en el mejor de los casos, el pasado mañana. De fondo y muy bajito sonaba una canción suave, interpretada en inglés. Ella se había metido en el baño, se retocaba la cara con la ayuda de un amplio espejo instalado en una de las paredes, aquella que enfrentaba a la cortina de la ducha; quería lucir sus encantos físicos y para eso se maquillaba hasta el más mínimo detalle. Después de tantas horas en las mejores peluquerías de la ciudad había aprendido a retocarse. Tras dar por terminado su maquillaje, salió del baño y regresó de inmediato al sofá desde donde Segundo seguía recostado, con los ojos cerrados. Quería descansar. La cita se había limitado a unos besos furtivos y más que algún otro mimo que no había sobrepasado las caricias atrevidas. En esos instantes de intervalo musical, se oían gritos provenientes de la suite de Francisco. Todo parecía indicar que discutía con Amalia.
—Segundo —le decía Priscilla al regresar—, ruego sepas disculpar la demora pero las mujeres somos demasiadas exigentes a la hora de coquetearnos —y expulsaba unas risitas.
— ¡Por Dios! —se incorporaba deslumbrado—. ¡Pobre maquillaje, cuanta humillación!
Su imponente belleza lo impulsaba a enroscar los brazos en su cintura, una silueta de maniquí digna de ser tocada y acariciada. Su piel era suave, como su cabello. Después le estampó un beso seco en los labios, también eran suaves y estaban pintados de color fucsia. Ella adoraba ese color y hacía bien en utilizarlo porque la relucía.
— ¿Con ganas de cenar? —le susurraba él.
—Tengo apetito, vamos.
En contados segundos desalojaron la suite para repartir huellas en los alfombrados del pasillo. Estaban en el tercer nivel. Acudieron al ascensor. El restaurante estaba ubicado en la planta baja. Caminaban con las manos tomadas. Ella irradiaba felicidad con su sonrisa vistosa, daba la impresión de que quería exponer el orgullo que tenía por su pareja, y él lo percibía de esa manera porque cada vez que se mostraban en público ella lo sujetaba con más firmeza, le presionaba la mano y hasta lo besaba más de lo habitual. Poco antes de que el ascensor llegase a su destino, Segundo recordó que tenía que llamar a su custodio. Tomó el celular para informar el inminente arribo al restaurante, pero ella ya pisaba el alfombrado de la planta baja y el custodio no respondía. Qué raro, no está, pensaba él y luego decía: nos vamos de todos modos pero antes llamaré a Francisco. Muchos turistas entraban y salían por la puerta principal del hotel, como hormigas recorriendo los pasajes laberínticos de la tierra amontonada y transportada a costa de sudor. Curiosamente no había custodios de Francisco a la vista. Ellos estaban detenidos, a un lado del ascensor, cerca de unos macetones con unas plantas que parecían artificiales. Priscilla seguía a su lado, esperando que Segundo hiciera la llamada, aprovechaba la ocasión para inspeccionar el color de sus labios —también color fucsia— con un espejito que llevaba en la cartera.
—Francisco, soy yo —le informaba Segundo por el celular—, quería avisarte que tu custodio no está y estamos a punto de cenar.
—De acuerdo, hijo. Ya mismo lo rastreo.
En esos instantes Amalia le arrojaba un plato de porcelana que terminó estallando en la pared. Francisco había reaccionado a tiempo, sus reflejos funcionaban a la perfección. Segundo había oído un estruendo y no dudaba en consultar:
— ¿Todo bien ahí?
—Sí, perfecto —titubeaba—, acá no ha pasado nada.
De fondo se oían los gritos de Amalia, no paraba de quejarse, como si estuviera reprobando conductas. Francisco se había arrinconado entre la pared y la furia de su dama, o entre la ira personificada y un armario repleto de enciclopedias. Tapaba el celular con su mano libre, no quería que Segundo oyera que Amalia se le acercaba y le ladraba, lanzando quejas al celular:
— ¡Tu padre es un maldito infiel! ¿Quién es Teresa? Me largo ya mismo de este loquero.
— ¿Qué pasa, Francisco? —indagaba Segundo.
—Tengo que cortar. Diviértanse.
Y eso pasó, cortaron la llamada, en realidad había cortado Francisco ya que no sabía qué hacer y seguía con el celular en la mano, bien pegado a su oreja. Segundo también se había quedado con esa misma postura, dubitativo, justo cuando Priscilla se le acercaba para abrazarlo desde la cintura y preguntarle:
— ¿Pasó algo?
—Nada, princesa. Vayamos al restaurante.
Unos cincuenta pasos los distanciaban del salón comedor, pasos que en contados segundos pasaron a ser cuarenta, y luego menos de dos docenas, pero se pausaban, alguien estaba deteniendo el andar de Segundo, alguien había apoyado la mano en su hombro derecho, una mano pequeña que se hacía sentir porque tenía las uñas filosas, era la mano de Martina:
—Hola nene. ¡Tanto tiempo, qué placer verte nuevamente! —se presentaba con ironía.
¡Era Martina! No estaba sola, la acompañaba su amiga Laura. Segundo ya había volteado el cuerpo en su dirección, perplejo ante la inquietante sorpresa que posaba frente a sus retinas, tan tieso que ni siquiera le soltaba la mano a Priscilla. Su mente ordenaba soltarla, sin embargo no podía. Tenía una cara de asombro espeluznante. ¿Cómo digerir semejante reencuentro? Se perseguía psicológicamente, temía que Priscilla tomase conocimiento de su verdadera identidad. Su apellido no era el que ella conocía. Priscilla daba por sentado que era el hijo de Francisco Reina. Encima Martina acababa de reservar una habitación en el mismo hotel, con Laura, su amiga cómplice. Su ex novia se reía socarronamente, eran unas risas burlonas pero por dentro se ahogaba en penas: ¿qué iba imaginarse que su promesa de amor la había olvidado, cómo iba a aceptar que lo acompañaba otra mujer? Encima Priscilla era hermosa, muy elegante, contaba con unos atributos físicos muy por encima de la media, sus facciones eran perfectas, como moldeadas, pero ese rostro bello alternaba sus facciones porque Priscilla presentía que algo no encajaba, ese rostro reflejaba desconcierto.
— ¿Qué pasa?, —preguntaba Martina burlonamente—. ¿Acaso no te alegra verme?
Pobre Segundo, estaba sintiendo un iceberg en las cuerdas vocales. Lo cierto era que la extrañaba en demasía, sentía que tenía cuentas pendientes para con ella, de las buenas, pero esa última pregunta había logrado romperle el iceberg, tenía que decirle algo antes de que lo metiera en serios problemas.
—Hola… claro queque —tartamudeaba—, claro queque me alegra.
La situación era crítica, una simple acotación de su pasado podía desmoronar su causa: para infiltrarse en el ámbito de Felipe tenía que simular ser Segundo Reina, para comprometerse con Priscilla tenía que demostrar ser el hijo de Francisco. Martina desconocía su doble identidad pero podía meter la pata, podía llamarlo por su apellido real. La venganza recaía momentáneamente en sus manos. Ella se había sonrojado y tenía los ojos irritados, estaba nerviosa y se sentía ninguneada por ese muchacho que la desvelada por las noches y que ahora acompañaba a otra muchacha. Se le acercaba, había desplazado un par de pasos hasta plantársele de frente, con ese flequillo suelto que tan bien le quedaba y que a Segundo tanto le gustaba, pero se había parado frente a Priscilla, con los brazos en cruz y las piernas un poco estiradas tal cual suelen hacerlo las mujeres cuando quieren imponer autoridad:
—Así que vos sos la nueva pareja de Segundo Noruega. Mirá vos —giraba la cabeza y lo miraba—. No sos ningún tontito para elegir a tus víctimas.
Priscilla estaba confundida, su pareja acababa de ser llamado con otro nombre. Eso la estaba perturbando. Encima él no la ignoraba. A esa altura de los hechos no sospechaba que esa bella muchacha que los había sorprendido se había relacionado con su pareja. Pero prefería guardar silencio. Martina irradiaba bronca y su compañera la agarraba del antebrazo derecho, atrayéndola como si persiguiera evitar una reacción violenta. Segundo estaba abatido, consternado, angustiado, siempre callado, pero tenía que actuar antes de que su presa huyera, más allá de todo Priscilla era justamente eso, una presa, una víctima indefensa.
—Pará un segundo —le alzaba él la voz a Martina—, bajo ningún concepto voy a permitirte que le faltes el respeto a mi pareja. Hemos compartido cosas que ya forman parte de nuestro pasado. Nunca fuimos el uno para el otro, a veces hay que aceptar que las cosas no se dan como queremos.
¡Tenemos que retirarnos!, terminó vociferando el pretendido mientras tomaba de la mano a su pareja. Se estaban retirando, cediéndole la espalda a Martina que lo veía alejarse y se angustiaba, con los ojos llenos de lágrimas, desilusionada, jamás hubiera apostado a tanta indiferencia de su parte. Segundo acababa de ignorarla con mucha firmeza, había defendido a su nueva pareja. Su amor por él se quebraba y desarmaba en mil pedazos, su declaración le había caído cual bomba en el alma. Estaba destrozada. Por su parte, Segundo se adentraba en el salón del restaurante; sentía enfado consigo mismo pero tenía que aguantar: sus intereses pesaban más que sus sentimientos. A veces los pensamientos pesan más que los sentimientos. Sin embargo se sentía un traidor, no podía quitarse de encima esos ojitos tristes con que Martina lo había mirado. Padecía impotencia pero tenía que ignorarla, eran esas las nuevas reglas del juego; simular un nuevo romance era un juego después de todo, un juego miserable, y él se sentía eso, un maldito jugador de sentimientos.
Martina se había quedado con los ojos puestos en el pasillo por donde ellos habían desaparecido, como si aún pudiera verlos, acongojada, pasmada, todos sus sueños se habían desmoronado en un solo segundo y por Segundo. Sufría la traición y padecía la muerte de su lengua, no podía hablar, tan sólo deseaba hacerse polvo, atravesaba esos momentos en los cuales uno puede llegar a anhelar cosas nefastas, como si nada tuviera sentido, y para ella nada tenía sentido. Quería llorar y las lágrimas no le salían. Laura se le acercaba y la tomaba de los brazos para darle un sacudón, persiguiendo su reacción pero ella no hacía ni decía nada. Parecía un vegetal.