martes, 27 de noviembre de 2012

Entrega nro. 46


Metros adelante, sentados de frente en una mesa del restaurante, Segundo y Priscilla se miraban enmudecidamente, no habían hablado desde que habían despedido a Martina y su amiga, pero Priscilla ya no podía contener los interrogantes, huían de sus labios porque necesitaba explicaciones:
— ¿Me podrías explicar qué fue todo eso? —Él seguía sin hablarle—. ¿Segundo: quién era esa mujer? Me estoy enojando —le terminaba diciendo al borde de los gritos.
Segundo estaba sumergido en la marea de sus actos pasados, tampoco le salía una palabra pero comenzaban a ser expulsadas tras un suspiro prolongado que casi termina apagando la llama de una vela que estaba fijada en el centro de la mesada:
—Princesa, mejor cenemos. Después lo hablamos. Eso sí, te pido disculpas por semejante mal trago.
Le acariciaba la muñeca. Priscilla había dejado caer su antebrazo derecho sobre la mesada, entre la vela y una panera, y al ver que ella no decía nada le dijo “te quiero”. Estaba aprendiendo a actuar, mucho más que ella que frecuentaba clases de teatro. Sonreía pero se sentía solo. Estaba desorientado. A pesar de todo necesitaba hallar una salida aleatoria, caso contrario su venganza sería frustrante. Estaba atravesando una etapa crítica: las mentiras y sus riesgos, los recuerdos del pasado, las traiciones del amor al amor, muchos sentimientos entrelazados en un mismo momento, un mismo lugar. Quería estar solo o que el tiempo se pausase. Como si fuera poco Priscilla le pedía explicaciones. Era un día gris aunque la niebla se había esfumado. No se hablaban, solamente se miraban. La velada se perfilaba para una cena sigilosa, de esos silencios que hasta parecen hablar, acompañados por el bullicio de la gente que poco a poco ocupaba las mesas del salón comedor. De fondo se escuchaba una canción de Paul McCartney pero ellos no podían distenderse con su música. La mirada de Priscilla expresaba incertidumbre, sus sentimientos habían entrado en la duda y las dudas repercutían en su cabeza, no soportaba tanto silencio, necesitaba saber quién era esa muchacha que los había sorprendido con tantas preguntas indiscretas, necesitaba saber por qué había sido llamado con otro apellido.
— ¿Quién era esa chica? —insistía con la voz quebrada.
Segundo desataba los nudos del alma pero calibraba la mira de su imaginación, teniendo que explicar lo inexplicable:
—Esa mujer que nos sorprendió se llama Martina, una ex novia que hasta el día de hoy no supera nuestra ruptura. Está desequilibrada, es egoísta y ya no sé qué hacer con ella. Me persigue y eso está muy mal.
— ¿Te persigue? —Dejaba caer las manos en su regazo, por debajo del mantel—. ¿Por qué te llamó Segundo Noruega?
Y Segundo se había quedado con la mano quieta sobre la mesa, ya no podía acariciar su muñeca. Tampoco sabía qué decir, su sospecha había dejado de serla.
— ¿Me llamó Segundo Noruega? —ponía cara de desentendido.
—Sí, te llamó así, y no sólo eso, me calificó tu próxima víctima. ¿Podrías darme una explicación?
—Claro que sí —digería saliva atragantada—. Me llamaba Noruega, pero por el país… siempre decía que tengo pinta de vikingo. Los vikingos eran noruegos. Se divertía mucho imponiendo sobrenombres y ése era su preferido. Yo solía llamarla Martina Rasputín, por su cara de rusa.
— ¿Y qué hay con eso de la víctima?
—Es que ya te expliqué, esa chica no quedó del todo bien, algunos cablecitos de su cabeza ya no le funcionan. Son situaciones inexplicables, o pensándolo mejor, explicables: ella está enamorada y no supera el abismo que nos distancia.
Martina se cruzaba de brazos, de todos modos continuaba indagándolo:
— ¿Por qué cortaron?
—Éramos una pareja con altibajos, solíamos discutir en demasía. Encima ella es insegura, extremadamente celosa y muy pero muy manipuladora —se callaba unos segundos—. Un día me hartó, me saturó tanto que decidí terminarla por lo sano. Una relación sin libertad no promete futuro.
Ella transmitía la sensación de estar pensando mil cosas por minuto, pero ya no cuestionaba lo inexplicable. Segundo, en cambio, había entrado en un estado de alerta constante, pensando probables fundamentos que quizá tuviera que utilizar para calmarla, ingeniosos conductos que la desviaran de semejante infortunio, pero simultáneamente recordaba el rostro dolido de Martina y sufría, se sentía un perdedor, un eterno miserable.
—Priscilla: ¿dónde está tu custodio?
— ¡Qué sé yo! Supongo que en el estacionamiento —le respondía con altas dosis de irritación—. Será mejor que me vaya, no me siento bien.
— ¿Estás segura? ¡No te enfades! Podés preguntarme todo aquello que te despierte dudas. No quiero que desconfíes de mí.
—Soy muy terca —agarraba su cartera—. Me conozco lo suficiente y es por eso que prefiero marcharme. Será mejor seguirla mañana.
—Pero mañana… —alcanzaba a expresarle, viendo como se incorporaba y alejaba de la mesa.
Estaba abandonando el salón a pasos acelerados, de su mano izquierda colgaba la cartera. Caminaba en dirección al ascensor. Segundo la observaba, siempre sentado como si tuviera las piernas atornilladas. No disponía de fuerzas ni coraje para retenerla. Dos cuarentonas descarnadas lo observaban desde la mesa contigua con los tenedores entre las muelas. Ni tiempo para hojear la carta le había quedado. Había perdido el apetito. Tenía que hablar con Francisco antes de perder el equilibrio.