jueves, 29 de noviembre de 2012

Entrega nro. 48


El día de la solución había llegado. Francisco tenía previsto reencontrarse con Felipe, a las tres de la tarde, en un paradisíaco campo de golf, y a las tres se veían la cara, más allá del aeroparque, en un predio verdoso donde las turbinas de los aviones solían ventilar las nucas de los golfistas. De un lado descansaban las aguas mansas del Río de la Plata, del otro emergía el deseo grandilocuente de lograr aceptación en una relación que, sin duda alguna, serviría de base para encausar un plan: finalmente había llegado el momento de informarle a Felipe que su hija salía con Segundo. Necesitaban su autorización antes de que Priscilla se rehusare a continuar con la relación. Martina había puesto en riesgo la continuidad de dicho noviazgo: ¿qué mejor que su padre lo supiera todo y la aceptase para consolidar la relación? De todos modos necesitaban lograr su autorización porque Felipe lo decidía todo, así lo había remarcado en la cena del hotel.
Dos cortados de café acababan de ser vertidos en sus estómagos, habían bebido dos tazas en la mesa de un restó ubicado a la vera del campo de golf. Francisco no podía informarle la noticia sin antes conversar sobre otros asuntos menores. El viento rebelde hacía flamear los banderines que penetraban los hoyos del campo de golf. Muchos aficionados desplegaban los palos de media distancia y taqueaban las bolas, pero ellos se dirigían al hoyo número quince en un carro transportador que solamente disponía de un par de asientos y suficiente espacio en la caja trasera como para transportar diez palos de golf y dos docenas de bolas. Conducía Felipe, a unos quince kilómetros por hora. Poco a poco se dejaba ver el banderín a rayas número quince, situado en una zona del predio que estaba desolada. Era el banderín más próximo a la rivera. Detenía el carro a unos diez metros del banderín y después apagaba el motor para bajar y comenzar a descargar el equipo deportivo que llevaba en la caja trasera. Felipe vestía un pantalón algodonado, blanco como las pocas nubes que desentonaban con el cielo azulado, una camisa color salmón y calzaba unos zapatos con tacos del mismo color que su cinto marrón oscuro. Francisco, en cambio, llevaba puesto un pantalón de vestir beige y una chomba anaranjada con escote en v, más unas zapatillas de suela lisa que uno de sus empleados le había comprado la tarde anterior porque era la primera vez que pisaba un campo de golf. Detestaba ese deporte, el socio traidor que había arruinado la vida de su padre solía jugarlo.
—El deporte es mi pasión —comentaba Felipe—, por eso comando las carreras de turismo carretera.
Estaba eligiendo un palo de golf. Francisco lo miraba, otra cosa no podía hacer, era la primera vez que se acercaba tanto a un banderín de golf.
—Los deportes son apasionantes —le decía Francisco—, pero estoy desilusionado con el manejo gerencial de algunas instituciones deportivas. Demasiada violencia. ¿Cómo explicar que un partido de fútbol termine con muertos?
—Los tiempos han cambiado demasiado, don Francisco. Tenga en cuenta que el deporte actúa como un espejo de nuestras conductas. ¿Cuál es la fórmula mágica para combatir la violencia cuando muchos políticos desperdician su tiempo con absurdas promesas que jamás cumplirán? Eso también implica violencia —se alejaba unos metros en dirección al banderín, tal vez cinco—. Además la sociedad utiliza los eventos deportivos como terapia —exclamaba dándole la espalda y dejando caer la bola sobre el césped—, todos descargan sus broncas por frustraciones que no pueden superar —se posicionaba para el primer lanzamiento—. Quienes pagan esos malestares son los pobres deportistas.
Francisco lo escuchaba sorprendido desde el carro motorizado, se había sentado otra vez y sus piernas caían en dirección al césped sin llegar a tocarlo.
—Coincido —le respondía a los gritos—, pero para eso les pagan fortunas después de todo. ¿Puedo hacerle una pregunta?
—Diga.
Felipe buscaba la mejor posición para su primer lanzamiento. Estaba parado a unos quince metros del banderín, o del hoyo, en el centro de una loma.
—Más que una pregunta es una declaración. Me veo obligado a comentarle algo que seguramente desconoce. Lo aprecio mucho y considero que ha llegado el momento de que tome conocimiento de lo que atraviesan nuestros hijos.
En esos instantes Felipe elevaba el palo de golf, con los pies firmes en el césped rebanado, como si los tuviera estaqueados. Era inminente su primer tiro.
— ¿Acaso son novios? —vociferaba con tono burlón, desplegando el palo de golf.
—Digamos que… sí.
La sorpresiva noticia le había sacudido los sentidos, haciéndole perder la bola de golf entre unos arbustos que estaban plantados a unos cincuenta metros del banderín. Después giraba el cuello y observaba el carro, arrojando el palo hacia atrás, con tanta fuerza que casi terminó clavándose en el hoyo. Estaba pasmado, y en esas condiciones se le acercaba a paso lento hasta terminar parado entre sus piernas, con una cara que por cierto verseaba asperezas. Lo miraba desde tan cerca que sus rodillas rozaban las de Francisco, hasta no poder contenerse más y preguntar:
— ¿Es una broma, cierto?
Francisco lo miraba fijo a los ojos, intentaba transmitirle calma pero por sus venas corría adrenalina. Al igual que la bola, temía que todo lo planeado se fuera por las ramas.
—Felipe: jamás podría bromear con los sentimientos de nuestros hijos. Ellos sienten una profunda atracción que ya no pueden ocultar, haciendo hasta lo imposible para poder estar juntos. Créame que se adoran.
—Pero… ¡es mi princesa! ¡No puede ser! —renegaba con los ojos enrojecidos—. Además… además mi custodio ya lo hubiese informado.
Estaba tan desconcertado que tomaba asiento en la caja trasera del carro, por detrás de Francisco, y después se paraba para volverse a sentar.
—El amor es impredecible —le expresaba Francisco, volteándose en su dirección—. Mi hijo es un gran hombre, un muchacho formado con principios leales.
—No tengo dudas de que lo sea pero mi princesa no está preparada para el amor, es una señorita que aún tiene mucha inexperiencia.
Felipe miraba el suelo y daba la sensación de que quería remover con las pupilas un yuyito rebelde que sobresalía en el césped.
—Sepa disculpar el atrevimiento pero… Priscilla es toda una mujer —agregaba Francisco.
— ¿También la hizo mujer? —se volteaba enérgicamente para mirarlo a los ojos con fuego en las pupilas.
—Tranquilo, don Felipe, nuestros hijos han crecido y saben mejor que nadie lo que quieren para sus vidas. Jamás he visto a mi querido hijo con tanto brillo en los ojos, parece otro. Me prometió protegerla contra viento y marea.
—Pero no soy un padre convencional, hay muchas cosas que usted desconoce de mis negocios y mi difícil estilo de vida.
— ¡Por favor! ¿Cómo piensa que edifiqué mi hotel, con esfuerzos y sacrificios? He trabajado duro para tener lo que tengo pero con eso sólo no alcanza.
—Sueño con ver a mi hija conformando una familia. Su hijo es un hombre confiable porque usted lo es pero…
— ¡Pero ellos son libres y se atraen! —lo interrumpía, tomándolo del antebrazo izquierdo.
— ¿Cómo? Usted… eh… no puede ser. Que sean pareja, vaya y pase, pero de ahí a que mi nena sea libre, no puede ser.
Estaba preocupado Felipe, tanto que salía del carro y caminaba de un lado a otro como si buscara sus sentidos entre la hierba. No podía digerir semejante notición pero reaccionaba tomando el celular. Con sus dedos inquietos comenzaba a marcar unos números como si tocara las teclas de un piano.
—Encima se da el gusto de no atender —exclamaba con el celular pegado a la oreja.
Francisco no quería moverse, tan sólo se limitaba a observar los movimientos de un padre enfermizo que no quería perder a su hija, muy consciente de que su obsesión podía desviarlo por un sendero que podría peligrar sus propósitos más macabros.
—Insistiré —agregaba embroncado—. No puede desatenderme. ¡Soy su padre, carajo! —y seguía marcando los números en el teléfono.