viernes, 30 de noviembre de 2012

Entrega nro. 51


Priscilla se había ordenado mujer. La tormentosa noticia de su noviazgo furtivo alteraba la psiquis de su padre, quien horas después del partido de golf descansaba los pies por encima del amplio escritorio que decoraba el despacho de su mansión, en San Isidro. Acostumbraba despedir la jornada desde ese despacho, solo, por lo que como todas las noches la puerta se hallaba cerrada con llave. En esta ocasión, pensaba en cómo desataría los diálogos con su princesa. Ella estaba ausente, había decidido pernoctar en el hogar de su mejor amiga, la causa: la pérdida de su virginidad y el temor a que su padre rechazase la relación. Más allá de todo, tenía pensado regresar en algún momento de la mañana venidera.
Felipe estaba agotado por un desvelo que lo atormentaba y le sembraba dudas tan fuertes como su mismísimo poder. Eran las once y media de la noche. Su despacho era amplio, contaba con una vista amplia al jardín, ventanal desde donde podían ser contempladas las plantaciones que su jardinero embellecía con el mayor de los cuidados posibles, cual joven manos de tijera. Una imponente fuente iluminada por media docena de farolas potenciaba la majestuosidad de la hectárea de parque que cercaba toda la mansión, entre las murallas autistas y una extrema seguridad. Su escritorio albergaba una computadora portátil de última tecnología, una agenda con tapa de cuero vacuno y varias lapiceras costosas que brillaban a la luz del velador fijado en una mesita de roble. Por detrás de su asiento, y en unos estantes fijados en la pared, había una biblioteca con decenas de libros ordenados por nombres de autor. Él seguía sentado, con la mirada perdida en una acuarela que había importado de México no mucho tiempo atrás, expulsando unos bostezos invencibles que huían de sus labios porque estaba extenuado. Con su mente cerraba el balance diario, resumiendo en su conciencia las noticias que habían sido y las informaciones que en pocas horas serían, estimulado por un equipo musical que a pocos metros recitaba música clásica e intentaba recortar la tensión de un día atentado por el riesgo de las inversiones bursátiles y el metejón de su hija con Segundo. Estaba muy tentado de conocer cuáles eran los antecedentes de ese muchacho que le había robado el corazón a su princesa, tanto que no vaciló en tomar el celular para marcar de inmediato el número de su asistente personal:
—Orlando: ¿cómo estás? —le preguntó con una voz forzada y los párpados caídos.
—Buenas noches, señor. Muy bien.
—No es mi caso —denotaba molestar—. Estimo que estamos metidos en serios problemas.
— ¿De qué clase, señor?
La señal del teléfono se perdía, eso impulsaba a que Felipe abandonara la silla y se ubicara entre el ventanal y una magistral pintura de Molinas Campos: un cuadro representando a un gaucho que tocaba las cuerdas de una guitarra criolla, acompañado por una china que buscaba darle forma a un pan casero al ingresarlo en un horno de barro.
—Te estoy perdiendo —comunicaba Felipe—, ¿me escuchás?
—Poco y nada.
—Okey, ya mismo te estoy llamando pero desde el teléfono de línea privado. Cortá.
Habían cortado. Felipe aprovechaba esos segundos para regresar a su escritorio, acomodarse en la silla y meterse un cigarrillo en los labios con ánimo de fumarlo a la brevedad. El teléfono habrá sonado tan sólo una vez y ellos reanudaban la comunicación:
—En buena hora te decía que tenemos un inconveniente que requiere de una urgente solución.
— ¿De qué se trata, señor?
—Parece ser que mi hija se enamoró. Eso representa un gran riesgo que no podemos correr. El tipo en cuestión se llama Segundo Reina, es el hijo de Francisco, el propietario del hotel donde pasamos la noche. ¿Lo recordás?
—Sí, claro. ¿El mismo que conoció en el Casino?
—Exacto. El inepto que custodiaba a mi hija me ocultó información, jamás me contó que a mi nena le estaban comprando el corazón. Si supieras la paliza que recibió ese maldito desleal, pero eso ya forma parte de su historial. Resulta sospechoso que su padre haya recurrido a mí para solicitar una autorización en el nombre de su hijo. Demasiado interés.
— ¿Su padre se encargó de declarar el romance? ¿Habló con su hija?
—Es lo que más deseo pero todavía no quiere venir. No quiero presionarla. De todos modos, dejó un mensaje telefónico, informando que pasaría la noche en la casa de una amiga.
—Disculpe pero… ¿será verdad?
—Por supuesto. Uno de mis custodios verificó tal situación, en este momento no hace otra cosa más que clavar sus ojos a la maldita puerta de su hogar —pitaba en dos ocasiones—. Escuchame una cosa: necesito que mañana mismo investigues a esos sujetos. Tomá nota —pitaba otra vez—, el padre se llama Francisco Reina y es propietario del hotel “La Estrella Fugaz”. Ese dato lo cercioramos poco antes de compartir la cena.
—Lo recuerdo perfectamente.
—Bien. El hijo se llama Segundo y trabaja con su padre en el hotel. Quiero que averigües esos antecedentes como si tuvieras que narrar sus biografías. ¡Todo! Que nada quede fuera del tintero. ¿Quedó claro?
—Sus órdenes ya forman parte de mis asuntos. Prometo investigarlos minuciosamente.
—Perfecto. Quiero conocer hasta qué sabor de helado prefieren. Ahora te dejo en paz. Chau —y le cortaba sin esperar unas palabras de despedida final.
Felipe había bebido durante horas; sumado al cansancio que tenía, estaba irritado y enfadado. Priscilla representaba su máxima esperanza de vida y le había mentido durante días, pero por sobre todo desconfiaba de sus pretendientes porque, por un lado, no podía aceptar su independencia y, por otro, todo sujeto que ingresaba en su círculo familiar representaba un riesgo que no quería ni podía asumir. Encima recordaba la frustración que le había causado el condicional custodio de su hija. Se paraba torpemente, padeciendo la ira. Estaba tan furioso que agarró un periódico que todavía no había llegado a hojear y lo lanzó hacia un sillón instalado a un lado del equipo musical, justo en frente de su escritorio. El periódico se despedazaba en el aire. Las hojas se desparramaban por todo el piso.
— ¿Qué clase de custodio nos protegen?, —gritaba enfurecido hacia la nada—. ¿Cómo se atreven a faltarme el respeto?
Estaba agitado, tenía la respiración entrecortada, y en ese estado calamitoso se quedó unos instantes hasta alejarse del escritorio y comenzar a recoger las hojas desarmadas. Las compaginó y se sentó en el sillón para digerir algunas noticias en el preciso instante en que una canción sucedía a la anterior. Felipe quería descansar pero no podía, estaba desvelado y muy decepcionado.