sábado, 1 de diciembre de 2012

Entrega nro. 52


El portentoso y voluminoso río Paraná cedía sus aguas para brindarle estadía ocasional a dos individuos que anhelaban lavar sus miserias y ventilar sus sospechas, es que Felipe Gianittore compartía la media tarde con su asistente Orlando en las maravillosas aguas del Delta, paisaje romántico para los surubíes y los mosquitos por doquier. Vestían bombachas de campo, verdosas, y unas camisas a cuadros blanquinegros que sólo los guapos gauchos solían relucir. Tenían las botas embarradas porque habían pisado la costa del río barroso, querían embarcarse en una lancha arrendada a poco menos de treinta dólares la hora. A unos cien metros de la costa apagaban el motor y comenzaban a sumergir los anzuelos en las profundidades del río dulce que siempre busca desembocar en el mar. Querían pescar y para eso usaban cañas de fibra y unos riles sofisticados que no habían arrendado porque a Felipe le fascinaba pescar. Más allá de lo que pescasen, navegar en lancha conformaba una buena excusa para aliviar las tensiones en busca de la tan ansiada relajación. El paisaje era como un sauna, un espacio público capaz de relajar hasta al más alocado de los porteños, porque en Buenos Aires siempre vive la gente más alocada. Dios había cedido su paraíso divino en consignación y los ángeles parecían lanzarse desde los terraplenes que cercaban el río, minuciosamente celados por los arcángeles que todo lo veían y también todo lo podían. Lejos y tan cerca de algunas protestas ambientalistas ejecutadas en un puente fronterizo con la República Oriental del Uruguay, ellos practicaban el arte del buen vivir y se adentraban en una realidad que Felipe ya mismo necesitaba desentrañar:
—Orlando: cuántas ganas tenía de pasar la tarde entre tanta serenidad. Esos campos serán mi refugio por el resto la vida.
—Señor, este lugar es una reliquia.
—Así es, una verdadera reliquia. Ese terrateniente parecía dispuesto a venderme los campos. Si cambia de opinión tendrá que hacerlo a la fuerza.
Felipe transmitía seguridad, su dinero siempre compraba todo. En esos momentos clavaba su atenta mirada en una boya rojiza que había lanzado al río y flotaba, temiendo su sumersión ante las muchas bestias acuáticas que circulaban entre las aguas.
—Son unas tierras grandiosas —gesticulaba su asistente—, la fertilidad en su máximo esplendor: sembrás semillas y crecen viveros. Además están a un paso de esta belleza.
Orlando estaba sentado en la tapa de una caja metálica, era una caja que contenía accesorios de pesca deportiva tales como tanzas, riles, anzuelos y escarba-dientes. Su jefe estaba distendido, relajaba el esqueleto en una tabla de plástico macizo que unía los extremos laterales de la lancha. Tan distendido estaba que estiraba las piernas y comentaba:
—Sueño con abandonar el barullo de la ciudad, lejos de ese bullicio y esos negocios que ya me cuesta comandar. Ahora que estamos solos y relajados, quiero que largues toda la información de don Francisco y su hijo. Me has adelantado bastante pero ahora quiero conocerlos en detalle. Muero de ganas de saber quiénes son, sobre todo ese muchachito que ha enamorado a mi princesa.
—De acuerdo, señor. Nuestros contactos en los servicios de inteligencia han arrojado resultados favorables en cuanto a nuestra investigación, para eso traje un informe —se agachaba para extraer un cuaderno de una mochila que llevaba entre las piernas.
—Muy bien, Orlando. Eficacia y eficiencia son conceptos que me agradan.
El jefe apoyaba la caña en una plataforma de la lancha que cumplía la función de portacañas. Había cuatro en total, todas repartidas a lo largo de los extremos superiores e inferiores, habiendo dos de cada lado.
—Trabajé duro —explicaba Orlando con seriedad—, tan duro que hasta podríamos narrar una novela policial con estos personajes.
— ¿Policial? —indagaba sin desviar la mirada de la boya que danzaba al compás del oleaje soplado por el viento sur.
—Policial, claro, resultan sospechosos. Por empezar, Francisco Reina no dispone de antecedentes empresariales, como si el proyecto de su hotel hubiera sido el único emprendimiento de su vida, como si de un día para otro hubiese frotado la lámpara de Aladino para convertir sus sueños en realidad. Tiene una hija llamada Victoria que reside en la ciudad de Oberá, en la provincia de Misiones, una jovencita que trabaja como recepcionista en un hospital estatal. Su hotel data del año mil novecientos setenta y tres, estaba domiciliado en el barrio Monserrat, para ser más preciso, en la esquina que une las calles Suipacha y Perón, o Cangallo en aquellos tiempos. En la actualidad esa esquina se ha convertido en un estacionamiento de coches. En el año mil novecientos noventa y siete se trasladó al barrio desde donde actualmente emprende sus negocios.
— ¿Y dónde transcurrió su infancia? —se arremangaba la camisa hasta los codos.
—Ese punto es muy llamativo: cuando era niño, su madre falleció en un accidente de tránsito, atropellada por un vehículo, pero lo más trágico es que su padre se suicidó cuando rondaba la adolescencia. Quedó desamparado y lo enviaron a un orfanato, entidad que abandonó al escaparse. Después pasó a vivir en las calles hasta robar en una carnicería y herir a su dueño de una puñalada. Fue capturado por un policía que vigilaba la cuadra y posteriormente condenado a un reformatorio. Sus informes psiquiátricos eran poco alentadores.
— ¡Qué lo parió! ¿A qué se dedicaba su padre?
—Su padre se llamaba Miguel Alejandro, era un agenciero y vivían en Moreno, en el conurbano bonaerense.
— ¡Qué pasado macabro! ¿Cómo es eso de que tiene una hija en Misiones y otro en Capital?
—Embarazó a una joven y se hizo cargo de la criatura aunque jamás haya consolidado la relación con la madre. En fin, se encamó con una pendeja que lo embarazó. Fuimos a verlas, tanto a su madre como a ella, pero negaron conocerlo. Sin embargo lo desmienten los informes oficiales.
— ¿Y qué hay de Segundo?
—Segundo fue abandonado en un terreno baldío, en los suburbios de la localidad de 25 de Mayo. Francisco residió algunos meses en esa ciudad ganándose la vida como peón de campo. Trabajaba para un terrateniente de un pueblito que se llama Gobernador Ugarte. Logró su adopción con una pareja del pueblo y después se trasladaron a Capital. Nunca se supo quiénes eran sus padres biológicos.
— ¡Qué historias de vida! Somos muchos los que nos hemos formado en base al esfuerzo, la tragedia y la mentira. ¿Fueron a ver a la madre adoptiva?
—No… ella falleció a los pocos meses de mudarse a la ciudad.
— ¿Otra muerte más? ¿Y Francisco tiene influencias en el poder?
—Podrías decirse que sí. Hizo negocios con políticos de renombre.
    ¡Excellent! —aplaudía con entusiasmo.
—Si me disculpa, quisiera destacar un hecho que reviste importancia, pero me parece que su anzuelo ya picó.
El asistente señalaba la superficie del río. La boya casi no se dejaba ver, estaba prácticamente sumergida. La traba del rile se había destrabado porque una bestia del río desataba su fuerza con fastidio, rindiendo batalla. La caña parecía un arco, sólo le faltaba la flecha. Felipe la sujetaba y empujaba hacia atrás, llevándola hacia su rezago como si estuviera a punto de parir un cardumen. Luchaba despiadadamente con ese pez que se resistía a ser pescado, y sus pensamientos también picaban porque simultáneamente pensaba en su princesa: podía incorporar otro apellido y divulgar información que mucho tenían que ver con sus negocios poco conocidos o directamente desconocidos.
—Seguí, Orlando, quiero conocer más detalles —le ordenaba agitado, con las manos aferradas a la caña de pescar.
—De acuerdo, jefe. Segundo despierta sospechas. Me llama la atención el hecho de que no existan registros de escuelas que le hayan impartido educación primaria y secundaria. No posee registro de conducir, no se maneja con tarjetas de crédito ni tampoco dispone de cuentas bancarias. Con respecto a este último punto, lo hemos visto extraer dinero desde un cajero automático.
—Aja… ¿qué más? —se secaba con los hombros el sudor de las mejillas.
—Los únicos bienes que su padre registró son el hotel y un yate. Tiene tres cuentas bancarias en el país y un plazo fijo en el Standar Bank.
—Por lo visto elige bancos confiables pero, ¿cómo es eso de que casi no dispone de bienes registrables?
—Se maneja con la figura del leasing operativo, es decir, paga por usar y no por tener.
—Interesante. ¿Qué clase de bicho será?
—Por la curva de la cuña debe pesar unos cuantos kilos, señor.
Felipe sonreía, a pesar de todo conservaba cierto humor:
—Me refiero a Francisco Reina. De todos modos, no sabés cómo se resiste esta bestia acuática. ¡Continuá, por favor!
—En el año mil novecientos noventa y uno, recibió una inspección de los entonces sabuesos de la Dirección General Impositiva, le practicaron una determinación de oficio del Impuesto a las Ganancias y terminó multado con ciento cincuenta mil pesos dólares, por evasión. Sin embargo, diez meses después levantaron todos los cargos.
Reía a carcajadas, Felipe, pulseando con la fuerza de un surubí que demostraba desconocer la derrota. Al mismo tiempo, recordaba viejas vivencias empresariales y comentaba:
—No entiendo que le ves de raro. Hemos vivido en una burbuja durante años. Nos creíamos primer mundo y no éramos nada. Tampoco nadie. Además, ¿cuántas veces tuve que recompensar la compasión de esos sabuesos? Al último tuve que reemplazarle su autito por una Hilux. En este país son los otros quienes pagan los impuestos con ese impuestito al valor agregado.
—Señor, no olvide que la producción de sus futuros campos será también gravada por otro impuesto: el de las retenciones móviles.
—Otro tema que me fastidia pero no hablemos de política.
Y al pronunciar esa última palabra se le cortaba la tanza, aquella tanza amarillenta que amenazaba con arrebatar la libertad del surubí se había cortado. La batalla había sido ganada por la bestia acuática aunque un anzuelo le perforase las branquias. Felipe no sabía perder y era por eso que se molestaba sobremanera ante el resultado ingrato de su pesca deportiva:
— ¿Qué clase de pescador soy? ¿Viste cómo cortó la tanza? Ejercí demasiada presión. Esos bichos son muy astutos. Eso demuestra lo importancia de perseverar. ¡Perseverar para triunfar! —exclamaba enfadado y arrojaba la caña al río.
—No se haga mala sangre, señor.
— ¿Señor…? ¡Señor las pelotas! ¿Quién carajo sos para decirme lo que tengo que hacer? Aún no puedo sacarme de la cabeza a esos inadaptados. Mi hija se enamoró de un adoptado que ni siquiera conoce a sus padres. Quiero regresar a la costa y programar una charla íntima con ese muchacho. Pronto pondré las fichas en juego y esa historia de amor terminará para siempre. Poné en marcha el motor. ¡No va más!
En silencio y sin acotar palabras, Orlando resguardó el informe dentro de la mochila y después encendió el motor de la lancha porque Felipe ya se había parado, cerrando los ojos y suspirando como un loco. La lancha estaba en marcha, restaba retornar a la costa, lugar desde donde dos custodios aguardaban por ellos con las nalgas apoyadas en el capot de una camioneta. Estaba estacionada entre la sombra de una acacia y las cenizas de una fogata. Les deparaba un viaje de vuelta a la ciudad de Buenos Aires. Felipe quería organizar, lo más pronto posible, un encuentro íntimo con el ya sospechado Segundo Reina (o Noruega).