sábado, 1 de diciembre de 2012

Entrega nro. 53


Al día siguiente, Felipe y Segundo compartían un paseo por uno de sus campos, en el partido bonaerense de San Pedro. Eran las cinco menos veinte de la tarde. Cuatro potros de pelaje negro azabache, aseados y peinados como se suelen peinar los seres humanos, arrastraban un carruaje minuciosamente maniobrado por un peón de campo que Felipe contrataba desde largos veinte años. Circulaban por un camino terregoso, seco, eran tiempos de sequía y las nubes densas se hacían esperar. Dicho camino conducía a un molino antiguo y un tanque australiano rodeado de arbustos, todos podados a la semejanza. El carruaje estaba diseñado con madera de pino y techado por una fina plancha de metal; conformaba una de sus joyas más preciadas porque databa del año 1915. Ellos viajaban en el interior de ese carruaje, enfrentados por dos asientos que estaban forrados con seda color verde oscuro, conectados con el mundo exterior por unas ventanillas decoradas con cortinas de alta costura, de color violeta, cada una de las cuales llevaba impresa una corona dorada, al estilo de los reyes, eran unas ventanillas circulares que estaban abiertas y renovaban el aire viciado, habiendo tres en cada pared lateral. A punto de desatarse la conversación que tanto anhelaban compartir, aunque con objetivos contrapuestos, Priscilla ocupaba su tiempo recogiendo peras entre las fructíferas plantaciones que abarcaban gran parte del parque del casco, a unos quinientos metros del camino por donde ellos circulaban, orando a la Virgen María, no hacía otra cosa más que rogar la aprobación de su padre, un padre que en esos momentos comenzaba a inquietar a su prometido porque lo miraba con intensidad y ni siquiera pestañeaba. Era la primera vez que Segundo estaba a solas con el asesino de sus padres. Se esforzaba para mantener la calma. Felipe lo miraba a los ojos formando apenas una sonrisa indefinida que él quería pero no podía discernir. Prácticamente no habían conversado y ya llevaban poco menos de diez minutos en ese carruaje que cada vez se confundía más con un confesionario. El día se prestaba para una tarde campestre aunque algunos nubarrones amenazaran en el horizonte, desafiantes, con ansias de descargar sus poderes naturales sobre las setecientas hectáreas de soja, pastizales y montes que conformaban la estancia de la familia Gianittore. Estaba llegando el momento de la verdad o la mentira según los pensamientos de cada parte, y ellos continuaban enfrentados. Felipe se cruzaba de piernas y Segundo buscaba concentrarse porque era un hecho que un interrogatorio se desataría con prontitud, simultáneamente recordaba la sugerencia que Francisco le había marcado y remarcado hasta el hartazgo: “limitate a escuchar y responder con espontaneidad, teniendo siempre presente la historia que falsificamos y que seguramente Felipe debe de haber investigado”.
—Al fin, solos… Segundo —sorprendía con optimismo.
El millonario se respaldaba en el asiento, descansando las piernas a lo largo del piso hasta chocar sus pies con los de su invitado. Calzaba unas botas de cuero que le habían golpeado los tobillos y hasta le hacían sentir alguna que otra molestia.
—De más está decir que siempre estaré a su disposición —decía Segundo de manera convincente.
—Me parece muy bien. Tu padre ha solicitado una autorización para ese noviazgo que, sinceramente, me ha tomado por sorpresa. Pero antes de abordar ese asunto, quisiera conocerte un poco más. Solamente puede conocerse a una persona si se recurre a sus raíces, a su historia de vida.
—Totalmente, señor Gianittore.
—Felipe. No me llames por el apellido.
—De acuerdo, señor Felipe.
—Ahora sí. ¿Dónde naciste? —le preguntaba con seriedad mientras se acariciaba la barba que le cubría el mentón.
—Nací en un terreno baldío, entre los yuyos y el rocío.
— ¿Naciste en un campo? He oído acerca de partos acuáticos pero, ¿en los pastizales? No lo tenía. Ustedes no paran de sorprenderme.
—Ojalá se hubiera tratado de un parto cariñoso pero a mí me abandonaron en un pueblo, en Gobernador Ugarte.
—Pero, ¿Francisco no es tu padre? ¿Te abandonó? Sigo sin entender.
—Francisco es mi padre del corazón. Él me adoptó, me crió y también educó. Mis padres biológicos pensaron que era una molestia y decidieron librarme al destino. Dios lo envió para que acudiera a mi rescate. Es un gran hombre.
—Qué increíble. Ya lo veo. Hay personas que no merecen vivir. Detesto a esas madres que abandonan a sus criaturas, habría que ejecutarlas. Tu padre es un gran hombre.
—Junto a Priscilla, es lo mejor que me pasó en la vida.
—Priscilla —tosía en dos ocasiones—. Ella está orgullosa de tenerte a su lado. Por momentos parece otra, pero no me cambies de tema. ¿Dónde estudiaste?
—Estudié en un colegio de Capital Federal.
— ¿En cuál?
—En el Carlos Pellegrini.
—Pero… ¡qué grata coincidencia! He cursado mis estudios primarios en esa escuela. ¿Y tenés estudios universitarios?
—Estuve a punto de estudiar Economía pero el hotel de mi padre superó mis expectativas de colgar un título en la pared. Me gusta trabajar junto a mi padre, él me inculcó el trabajo desde muy pequeño hasta tal punto de convertirse en una obsesión.
—El trabajo dignifica a todo ser humano. Si la memoria no me falla, el hotel de tu padre estaba domiciliado en el barrio Belgrano —lo indagaba capciosamente, persiguiendo su confusión.
—No…, mi padre se inició en el barrio Monserrat, en la esquina de Suipacha y Perón. Como usted sabe, la década del noventa arribó y una nueva era surgió, la del liberalismo económico y su bondadosa globalización. A partir de entonces nos mudamos al barrio que los porteños importamos de Miami.
Ambos sonreían, más por compromiso que por la gracia del chiste.
—Ah, perdón, los años acarrean algunas fallas neurológicas pero todavía puedo discernir. Mi hija está completamente enamorada. ¿Cuáles son tus pretensiones inmediatas para con ella?
—Hacerla feliz. Protegerla y trabajar duro para que nunca nos falte nada.
—Amén —había endurecido la voz—. Pero, ¿por qué se ocultaron? Todo padre quiere lo mejor para su hija, lo que hicieron ha sido un error. Debiste hablar conmigo. ¿Sos consciente de que la mentira restó algunos puntos de mi aceptación?
—Felipe… su hija me rogó mantener la relación en el anonimato. Ella lo adora pero temía que usted rechazara nuestro noviazgo. De todos modos, reconozco que ha sido un gran error.
Segundo se sonrojaba, aunque quería no podía evitarlo.
— ¿Quién sos para decirme lo que ella siente por su padre? Está bien que la quieras pero estás yendo demasiado rápido —sorprendía alterándose, cegado por los celos.
—Es cierto. No hay amor más grande que el de un padre por su hija. Por momentos los sueños nos motivan a vivir tanto que hasta olvidamos lo que decimos y hacemos. Le ruego disculpas.
—Estás disculpado pero quiero que algo te quede bien en claro: mi princesa está perdidamente enamorada y ya es tarde para abrirle los ojos, pero si algo malo llegara a sucederle, serás el primero que deberá brindarme explicaciones —le levantaba la mano derecha—. Suena amenazante y hasta mete presión, pero amo a mi hija y siempre quiero lo mejor para nuestras vidas. Si ella está triste, yo también lo estoy. Te aseguro que enfadado soy capaz de cometer atrocidades que ni tu imaginación podría fantasear.
El carruaje se había detenido. Segundo estaba ahogado, inhalaba aire como podía, quizá cual pescado recién sacado de su hábitat. Y Felipe seguía inmóvil, observándolo, en realidad estudiaba cada detalle, cada gesto, cada respuesta, era un observador nato y Segundo lo preocupaba, lo cual en cierta forma potenciaba su perfil observador. Ese muchacho le había transmitido demasiada seguridad con sus palabras y comportamientos, aunque Segundo en realidad le tenía miedo.
—Pibe, la única manera para que yo pueda aceptar esa relación es proponiéndote que trabajes junto a mi equipo. Tu padre está de acuerdo con que abandones el hotel y te unas a mi gente. De lo contrario, será imposible que yo te pueda conocer y que ese noviazgo pueda continuar. ¿Cuál es tu opinión al respecto? —se paraba para compartir el mismo asiento como dos enamorados en busca del primer beso.
—Por su hija sería capaz de cualquier cosa —le olía el aliento—. Acepto con orgullo su ofrecimiento. Es muy generoso de su parte. ¿En qué podría ayudarlo?
—Trabajando y mucho. Mañana mismo comenzaremos. Tengo una misión que requiere de tu ayuda. Quiero un macho para mi nena.
Felipe suponía que su prueba lograría apartarlo de su princesa, le esperaba una misión fuera de serie que ni Francisco podía imaginar.
—Será un honor trabajar para el padre de mi pareja. ¡Cuente conmigo! —le manifestaba decididamente pero muy tentado por la curiosidad de un acto imprevisto.
— ¡Excellent! Eso sí, todo esto queda entre nosotros. ¿Comprendido?
—Absolutamente.
Y desde ese banco terminaron estrechándose las manos. Segundo sentía el sudor de su palma al mismo tiempo que padecía la fuerza con que sus dedos lo presionaban cual tenazas predispuestas a la destrucción. Felipe comenzaba a golpear el techado con los nudillos de las manos, a la espera de algo, o de alguien, alguien que en cuestión de segundos les abría la puerta del carruaje. Era su peón que les posibilitaba el descenso para recorrer los pastizales verdosos crecidos en las inmediaciones del molino. Al descender eran recibidos por cinco gallinas que huían despavoridas, expulsadas por los ladridos de un perro rabioso que imponía autoridad entre las hierbas.
Habían logrado un paso importante pero desconocían la inaudita misión que Felipe ya había encomendado a sus empleados. Incertidumbre total.