domingo, 2 de diciembre de 2012

Entrega nro. 55


Manipulado y presionado por el tiempo tirano y una propuesta descabellada, indecente y macabra, porque para Segundo el tiempo era más que tirano en ese calvario, sacaba como podía el cigarrillo de un paquete acartonado que aún no había llegado a abrir, reflexionando a mil revoluciones por minuto la decisión a seguir. Felipe le apuntaba al torturado con el caño del revólver, rozaba el gatillo pero no lo jalaba, forzando sus primeras lágrimas de desesperación. Finalmente lo estaba haciendo llorar.
—Pensá tranquilo, Segundo, pero apuesto a tu valor, te tengo fe. Sos un luchador y por momentos me hacés recordar a un amigo que quise con locura y un día se nos fue.
Segundo estaba desequilibrado, fumaba cual escuerzo pero a pesar de todo intentaba reconstruir su última declaración: era muy probable que ese amigo desaparecido fuera el motor que lo conducía a transitar los caminos más empantanados que siempre se le habían presentado y que en ese momento se le presentaban con mayor firmeza: la muerte de sus padres. Resultaba absurdo y hasta imposible mantener la calma, hasta una araña que tejía sus telas padecía el terror y se escabullía de la jaula por un tirante. La muerte asechaba, Felipe estaba dispuesto a gatillar. Negar su despiadado ofrecimiento podía conllevar la frustración del plan de venganza, en consecuencia deberían ser reprogramados todos los pasos implementados y, tratándose de un mafioso empedernido por izar la bandera de la paz, eso no resultaría una tarea sencilla.
— ¿Tomaste una decisión? —le preguntaba por lo bajo con el caño del revólver en dirección al secuestrado.
Segundo seguía fumando sin parar, se intoxicaba como nunca.
—Estoy dispuesto a gatillar pero no le dispararé en la cabeza. Si quiere, puedo dispararle en una pierna, o quizá en un brazo, pero no puedo asesinarlo. Este señor no está en deuda conmigo, es un asunto que usted mismo debería resolver.
Esa respuesta austera lo estaba haciendo reflexionar, bueno, al menos Felipe tenía la cara pensante, sin embargo le contestaba a la brevedad:
—Sinceramente te considero un tipo honesto. Me da la sensación de que hablás con el corazón y eso te deja muy bien parado pero no puedo aceptar tu propuesta. Quiero que sigas con mi hija y para eso te propongo que gatillemos juntos. Es decir, vos sujetás el revólver y le apuntás a su cabeza, yo te doy una mano y jalo el gatillo desde atrás. Quiero darte ese envión que te falta para convertirte en un macho de verdad. Son estos los momentos en que uno debe necesariamente despojarse de toda cobardía. Vamos —lo incitaba con los brazos a acortar distancia—, no temas, yo mismo me encargaré de gatillar. Ahora tirá ese pucho y vení.
Segundo no decía nada, solo dejaba caer el pucho al suelo y después lo pisoteaba. Se le acercaba mientras Felipe se paraba por detrás de su cuerpo y le ubicaba en las manos la nueve milímetros, que luego llevó a la altura de su esternón. Con los brazos le presionaba los hombros, tenía el pecho pegado a su espalda. Le mantenía la puntería en dirección al cautivo, cautivo que en esos amargos instantes no hacía otra cosa más que llorar, desconsoladamente, al borde de un paro cardíaco, moviéndose hacia los costados a pesar de estar esposado y todo debilitado.
—Encendé la música —le ordenaba Felipe al individuo de la linterna que seguía haciendo guardia desde la planta baja.
Unas ondas sonoras invadían el sótano, sonaba el tango “Canción desesperada”, la versión interpretada por Roberto Goyeneche, el polaco, y Felipe seguía parado por detrás de la espalda de Segundo, con los labios a escasos centímetros de sus orejas heladas:
—Ahora quiero que coloques el dedo índice de tu mano derecha sobre el gatillo y contemples el viaje de esta rata inmunda hacia su hogar: el infierno. No tengas miedo —le murmuraba en los oídos.
Segundo obedecía y experimentaba el espanto, estaba a punto de presenciar el asesinato de un desconocido que padecía su propia muerte. Su dedo índice ya rozaba el gatillo, le temblaba.
—Pensá en la hermosa familia que vamos a conformar —seguía murmurándole—. Para que seas el novio de mi nena, primero tenés que querer a su padre. No me defraudes.
El torturado estaba descontrolado, palpitaba su joven muerte. Echaba la cabeza hacia los costados, consciente de que una bala le perforaría el cráneo. Estaba esposado cual criminal. Involuntariamente, Segundo asentía con su cabeza pero no hablaba.
—Ha llegado la hora de volarte los sesos —le gritaba Felipe con su cruenta sinceridad—. ¡Qué Satán se apiade de ti, maldito hijo de perra!
El dedo índice de Segundo era empujado por el dedo índice del mafioso, y de pronto, ¡pum!, la bala le había perforado el cráneo en una milésima de segundo, o quizá en menos. De cautivo había pasado a ser un usurero fríamente asesinado. La sangre fluía cual manguera vertiendo agua a presión, coloreando de sangre el escenario del crimen, ensangrentando la jaula humana, la jaula del espanto. La muerte triunfaba en las sombras de las penurias. Felipe se sentía dichoso, y con esa extraña dicha le giraba el cuerpo para descansar las manos en sus hombros, sonriéndole como un psicótico. Era una sonrisa diabólica:
— ¡Bienvenido a la familia Gianittore! Has ganado el derecho de piso para convertirte en el hombre de mi nena. Sólo resta un acto pero no nos adelantemos. Ahora regresemos a la ciudad.
Las emociones de Segundo se habían quebrado pero no lloraba. Como si lo del asesinato fuera poco, recibía un abrazo del nefasto empresario que ahora deseaba con integrarlo a su organización. Su corazón latía pero no lo sentía, el balazo lo había transportado a una dimensión desconocida.