domingo, 2 de diciembre de 2012

Entrega nro. 56


Los recuerdos involuntarios del pasado acosaban la mente de Segundo. Habían transcurrido demasiados días desde su último encuentro con Teresa, aquella mujer con los sueños frustrados y el corazón despedazado. Segundo necesitaba relajar la mente y entregarse a los buenos pensamientos. Muchas complicaciones y situaciones impensadas estaban golpeando su agitado corazón. Para males, se sentía un asesino. Recordaba a esa mujer solitaria que no lograba abandonar su pasado, la misma que fingía desconocer a su padre pero que visitaba su bóveda y repentinamente desaparecía cual burbuja recién destruida, esa señorita madura que se había encamado con él y le había jurado conocer a su padre. ¿Qué sería de aquella mujer? Segundo volaba con su imaginación, armando lo desconocido. Pensar en Teresa acarreaba repugnancia, desilusión, la había compartido con su padre, pero al mismo tiempo le despertaba sinceros deseos de ayudarla. Ella era la semilla que había germinado su investigación de lo que en el pasado sólo era resignación y frustración. Por tal motivo, y tras algunos intentos fallidos, era que decidía finalmente visitar su casa. De alguna manera u otra, sentía que tenía una cuenta pendiente para con ella. En el último encuentro, había liberado una promesa de retorno no cumplida. Segundo era un hombre de palabra, entonces tomó las llaves del coche y emprendió ese viaje de al menos veinte minutos que lo conducía a Belgrano, el barrio de las inundaciones. El tránsito estaba desbordado, un movimiento de piqueteros alteraba las calles del macro-centro porteño, eso lo obligaba a desviar el trayecto por una zona portuaria. Lo que se suponía que podía demorar veinte minutos había malgastado media hora de su vida, mágicamente sintetizadas en una fracción de segundo. Había circulado por el viaducto Carranza y ya estacionaba frente al hogar de Teresa, entre una camioneta con una cúpula gris y un vehículo de industria alemana que por cierto habría seducido a más de una señorita pretenciosa. Silbando bajo, y algo nervioso, acortaba distancia con la puerta de su hogar. Presionaba la tecla del portero eléctrico. Nadie atendía. Insistía pero daba la sensación de que la casa estaba deshabitada. ¿Dónde estás, Teresa?, era la pregunta que surgía en sus pensamientos. Resignado, se puso un cigarrillo en la boca, atento a cuatro pibes que jugaban a la pelota entre la calle y la vereda. Con el pucho en la boca se entregaba a la espera sobre tres escalones que daban con la puerta principal de la casa. Quizá salió por unos minutos y regresará a la brevedad, reflexionaba. Eran contados los coches que circulaban por la calle, también eran contados los que estaban estacionados a lo largo de la cuadra. Los pibes pateaban de arco a arco, de vereda a vereda, hasta que un potente pelotazo ponía a pruebas sus reflejos. Para su bienestar, había logrado evitar que la pelota impactase con su cabeza. Se había echado hacia su lado izquierdo, con el pecho sobre el último escalón. Sus reflejos funcionaban a la perfección. A diferencia de tiempos pasados en que trabajaba mucho y descansaba poco, estaba lúcido. La pelota había revotado en la puerta cual balón de basquetbol dando contra el tablero sin siquiera tocar el aro. El cigarrillo que tenía en la boca rodaba por los escalones. Enfocaba la mirada hacia la calle y se reacomodaba. Sus latidos estaban acelerados, pero el destino había querido que esa pelota diera con esa puerta para someterlo a la duda: ¿qué iba a imaginarse que esa puerta estaba abierta? Los pibes huían hacia la esquina y desaparecían. Todo resultaba extraño. Nadie había respondido los timbrazos pero la puerta estaba abierta. Muy desconcertado, se incorporó y comenzó a inspeccionar las inmediaciones: nadie transitaba por las calles y las veredas seguían desoladas. Era la hora de la siesta y la ciudad de Buenos Aires aún contaba con barrios donde se la respetaba. La puerta estaba entreabierta y eso lo intrigaba. Se incorporó y entraba, cautelosamente, cerrándola despacio al traspasarla. Recorría los pisos de madera. No se oían sonidos. Tras unos pasos por el living, se detenía al ver su propia imagen en un espejo circular, fijado en una pared próxima a una puerta. Todas las paredes estaban empapeladas con dibujos de rosas chinas que en el pasado no existían, o al menos no lo recordaba. ¿Teresa? Soy yo… ¡Segundo! ¿Dónde estás?, le preguntaba al silencio. No obtenía respuestas. Había conocido el interior de esa casa pero estaba tan desorientado como si nunca la hubiese visitado, y ahí nomás recordó que Teresa solía beber alcohol, eso lo llevó a pensar que quizá se había quedado dormida en algún lugar de la casa. Se dirigió a la cocina, después al lavadero y desde ese lugar, por detrás de una ventana que comunicaba con el jardín, enfocaba la mirada hacia el quincho. Teresa no estaba, ni rastros había dejado. Sin saber qué hacer, recurrió al dormitorio, sabiendo que era esa su última chance para hallarla. Teresa, soy yo… ¡Segundo!, vociferaba mientras se acercaba a la habitación. La puerta estaba cerrada. No sabía qué hacer. Se le cruzaba la idea de retornar a la calle, poner en marcha el vehículo y disparar. Atravesar esa puerta podía resultar peligroso. Divagaba con un robo, quizá un ladrón podía estar escondido en esa habitación, pero Segundo se sentía fuerte a pesar de todo: días antes había experimentado el peligro y hasta había compartido un ataúd con una difunta que encima era su abuela (descontando el criminal hecho de participar en el asesinato de un desconocido). Tenía que decidirse. Decidió ingresar, pateando la puerta y adentrándose con torpeza, convencido de que alguien habitaba ese ambiente. Quería tomarlo por sorpresa pero el dormitorio también estaba deshabitado. El ingreso a la casa estaba permitido para cualquier transeúnte que tan sólo empujara la puerta de entrada. Se agachó y revisó por debajo de la cama. Después inspeccionó el placard: había unas blusas colgadas en un perchero y seis perfumes ubicados por el tamaño de sus frascos. Pero claro, recordaba también que todas las casas cuentan con un baño, y sabía que ese baño estaba ubicado a pocos pasos de su ubicación. Teresa había entrado en ese baño la tarde que la había conocido, entonces no lo dudó y hacia ese baño se dirigió. A pocos metros, tal vez tres, comenzaba a olfatear un olor desagradable que le despertaba recuerdos recientes. Obedecía a su sentido del olfato cual sabueso guiándose con los olores. La puerta del baño estaba entreabierta y formaba una hendija lo suficientemente amplia como para que pudiera echarle un ojo. El olor era nauseabundo, provenía de ese ambiente, era tan potente que hasta daba la sensación de que penetraba las paredes. Algo olía mal además del olor que olfateaban sus fosas nasales. Se tomó unos segundos para pensar pero su curiosidad lo motivaba a empujar la puerta. Con un solo ojo apenas había podido vislumbrar los azulejos de la pared. Empujó la puerta y se asomó. Tenía las piernas inmóviles en el pasillo, no se animaba a pasar pero al encender la luz del baño recibía otra sorpresa: el cuerpo de Teresa yacía desnudo sobre la bañadera, estaba cubierta de agua roja, era sangre, litros de sangre que se dispersaban en el agua. Tenía los ojos abiertos, estaba tiesa, y uno de sus brazos caía desde el borde y rozaba la superficie de mosaicos. Estaba echada en posición horizontal, como si durmiera una siesta pero con los ojos abiertos entre agua sangrienta, un descanso cruento. Las uñas de la mano que caían desde el borde de la bañadera rozaban un cuchillo de cocina ensangrentado. Su muñeca presentaba un corte escalofriante. Todo parecía indicar que se había suicidado. Tenía el rostro pálido, fantasmagórico. Segundo no podía creer lo que sus ojos creían. La escena era tétrica. Se acercaba como si tocarla le contagiara la muerte. ¿Por qué… por qué Teresa?, se lamentaba con tartamudeos. Le tocaba la frente, estaba fría. ¿Por qué habría de suicidarse? Lo desconocía pero era imposible no formularse hipótesis. Sus pensamientos estaban centrados en una angustia indomable que lo conducían al llanto, y lloraba. Sentía culpa por haberse distanciado, consideraba que quizá hubiera podido evitar tanta atrocidad si hubiera cumplido su promesa. Habían transcurrido varios segundos y seguía inmóvil aunque su cuerpo temblara incesantemente. Se miró en el espejo del lavatorio, de inmediato pensaba qué decisión sería apropiada. Era consciente de que estaba arriesgándose demasiado, cualquier extraño podía ingresar en la casa y levantar cargos en su contra, podían culparlo de su asesinato. Entonces se observó en el espejo por última vez y desalojó el baño a pasos acelerados que luego se potenciaron en trotes desesperados. A muy pocos metros de concretar su tan ansiado retiro de la casa, otra sorpresa le pegaba una patada en el alma: Martina estaba parada y apoyada contra la puerta. ¿Qué se iba a imaginar que la hallaría en esa casa? Ella lucía distendida, vestía un piloto blanco en contraste con las gafas negras, pero no llovía, era una tarde soleada.
— ¿Martina? ¿Qué hacés acá?
Segundo se había detenido a medio metro de distancia, pasmado hasta las uñas de los pies.
—Pasaba por la vereda y vi tu coche estacionado. ¿Estás visitando a tu amante?
— ¿Perdón? —se sonrojaba.
—Dale, ya conozco toda la verdad… pero por suerte Dios siempre hace justicia.
— ¿De qué estás hablando? —pestañeaba a gran velocidad.
—De la porquería de persona que sos. No sabés lo contenta que me puso cortarle las venas a esa yegua. ¿Le viste el corte en la muñeca?
Pobre Segundo, estaba incrédulo. Los labios de Martina dibujaban una sonrisa altanera, eso lo confundía y sumergía en una nueva incertidumbre, pero de pronto ella alternaba su sonrisa y sorprendía con el caño de un revólver. Lo sostenía con su mano derecha. Él no lo había advertido porque ella había estado siempre con las manos ubicadas por detrás de la cintura. Era de similares características al arma que Felipe había empleado para asesinar al prestamista. La elevaba y se apuntaba en la cabeza, con el caño bien pegado a su sien derecha.
— ¿Martina… qué hacés? ¿Estás loca?
—No estoy loca, fuiste infiel, me has traicionado. Ahora resta ajusticiar la muerte de mi tío. Lo asesinaron y eso es muy feo.
— ¿Qué tío?
    ¡El prestamista!
Cuanta adrenalina fluía por las venas de Segundo; intentaba discernir sus acusaciones pero no podía. Ella había tajeado a Teresa, él había participado en el asesinato de un prestamista que encima era su tío. Como si todo eso fuera poco, quería suicidarse. Su desorden psicológico era absoluto.
—Martina, yo…. ¡yo te quiero!, —abría las manos en señal de calma y se acercaba—. Todo ha sido una gran confusión. Hablemos, por favor.
—Ya es tarde, tu egoísmo me ha arruinado los sueños. ¿Sabés qué? Ahora ha llegado mi turno. Nos vemos en el infierno.
Estaba penetrándose la boca con el caño del revólver.
— ¡Martina, por favor, no lo hagas!
Pero ella respondía con un estruendo, la pólvora candente había perforado su cráneo, salpicando sangre por todo el empapelado de la pared, a un lado de la puerta. Había caído contra la pared pero yacía en el piso. La masa encefálica salía de su cráneo por el orificio que había formado el balazo. Se había suicidado de manera tétrica frente a sus ojos. El piso de madera estaba ensangrentado. Dos muertes en un mismo día, dos muertes en una misma casa, dos muertes de mujeres que Segundo había llegado a conocer.

    ¡Segundo, Segundo! es hora de despertar.
Alguien sacudía su hombro derecho porque él estaba dormido. Estaba arropado con un pijama de seda blanco, recostado en la cama de su suite. Había ignorado el reloj despertador y Francisco acababa de apagarlo. Se había sentado en el colchón para zamarrearlo y despertarlo, siendo testigo de unas gotas sudorosas que le recorrían los pómulos.
— ¿Dónde está Martina? —despertaba sobresaltado—. Por favor Francisco, ¡necesito tu ayuda!
Hablaba como un desesperado, desconociendo que una pesadilla se había apoderado de sus sueños. Un mal sueño lo había insertado en la locura de un episodio que, para su suerte, jamás había acontecido.
—Ten calma —lo consolaba Francisco—, has atravesado una pesadilla. Tenemos que ser fuertes y superar esos obstáculos. Te sugiero que tomes una ducha y vayas al bar porque un desayuno espera por vos.
— ¿Asesiné al prestamista o también forma parte de una pesadilla?
Francisco seguía sentado, contemplando su cara de desconcierto. Segundo había preguntado abrumado de espanto, rogándole a Dios que su pesadilla fueran tan sólo eso, una mera pesadilla.
—Segundo, ya lo hemos hablado, no asesinaste a nadie ni tampoco lo harás, sólo presenciaste un ajuste de cuentas que te propusieron. Vamos —lo agarraba del antebrazo derecho—, arriba, que hoy será una tarde muy especial.
—Estoy bien —se inclinaba hacia el respaldo de la cama—, sólo que el sueño parecía... eterno.
No estaba equivocado, ese sueño parecía eterno, más eterno que el mismísimo sueño de Chandler. En esos instantes, el mandamás hotelero se apartaba de la cama yendo hacia la puerta. Segundo le rendía batalla a su consciencia, queriendo separar lo real de lo ficcional. Por la tarde, una ceremonia podía consolidar la confianza que ellos necesitaban. Felipe les había prometido un ritual fuera de serie.
Eran las once y media de la mañana. La noche previa había sido una jornada difícil de sobrellevar pero la tarde les deparaba un compromiso que podía darle solidez a esa relación entre los vengadores del pasado y un criminal que poco a poco soltaba las riendas de su hija. El asesinato del prestamista había vulnerado la psiquis de Segundo, pero esas eran las nuevas reglas del juego donde todo valía nada y nada valía todo.