martes, 4 de diciembre de 2012

Entrega nro. 58


Había hablado con la misma soberbia con que lo había hecho la noche del asesinato. Segundo estaba incrédulo. Como en una película de ficción, o una historieta de villanos inescrupulosos, Felipe había irrumpido en la oscuridad moviendo un pedazo de pared. Segundo seguía sentado en el piso, con la llama del encendedor chamuscándole la yema de los dedos. Con la otra mano sujetaba el teléfono pero había olvidado que disponía de manos, ni siquiera las sentía.
—Arriba, hombre —lo animaba Felipe—. ¿Qué esperás? Parate y seguime.
Detrás de él se veía una escalera, y por encima de su cabeza había ladrillos, era una pared de ladrillos con un techo en caída. Todo parecía indicar que Felipe guardaba un pasaje secreto, vaya a saber uno para qué. Segundo estaba agradecido con el retorno de esa luz a medias, porque al fin y al cabo era eso, una luz concreta, iluminación que necesitaba porque la fobia lo trastornaba sobremanera. Se paraba y guardaba el encendedor en el bolsillo del pantalón para luego fijar el teléfono en el estuche de cuero que llevaba en la cintura. Respiraba hondo y avanzaba hacia el hombre acertijo, Felipe se había convertido en eso, en un hombre con tantos enigmas como la mismísima desaparición de su familia. Mientras se le acercaba, reformulaba preguntas inconclusas, empantanándose más y más en esa maldita confusión que tantos disgustos le causaba.
—Andá bajando por esa escalera que tengo que cerrar este pasaje —le ordenaba Felipe—. Como verás, esta casa es muy grande y resguarda misterios, pero así como los perros se parecen a sus dueños, las casas guardan relaciones directas con sus propietarios, y yo soy un hombre misterioso.
Segundo solamente se limitaba a escuchar. El padre de su novia estaba completamente loco. Tenía que obedecer, para eso estaba ahí después de todo, entonces dejaba caer su mano derecha en la fría baranda de hierro que recorría toda la escalera y descendía, paso a paso, lentamente, advirtiendo que la escalera era de madera y no estaba en buen estado. Cada paso dirigido era un sonido diferente que resaltaba la ausencia de mantenimiento o la omnipotencia de la humedad. De por sí era un ambiente húmedo. A unos cinco escalones de la superficie, volteaba su cuerpo y tomaba conocimiento de que la plancha de pared —o la puerta, según cómo se la mirase— que Felipe había corrido estaba nuevamente puesta, pero en esta ocasión Felipe descendía, agarrándose de la baranda. Habían ascendido para descender. Segundo avanzaba los escalones restantes y notaba que el espacio era sumamente reducido pero, a diferencia de la habitación anterior, contaba con una puerta negra. La señal de su celular se perdía. La superficie debía medir unos dos metros de ancho por otros cuatro de alto. Era evidente que las paredes estaban abandonadas porque tenían resquebrajos. El frío era más intenso. Un foquito amarillento que caía desde el techo iluminaba con poca potencia. Ese espacio era tan reducido que casi no requería watts. Felipe descendía, se oían sus pasos, cada vez más próximos y reiterados.
— ¿Desorientado? —le preguntaba al superar el último escalón.
—Por supuesto que no. ¿A dónde me lleva?
Se había contradicho pero ni siquiera se percataba de eso, los nervios evolucionaban al compás de su respiración, cada vez más agitada y soplada por una ventolina que revotaba en la puerta negra y caía rendida al piso. Era un suelo de cemento, muy áspero que lo percibía con las suelas al ser recorrido.
—Te llevo al altar de los valientes.
— ¿Y eso?
—Abrí la puerta, ya lo sabrás.
Sin decir ni mu, giraba el cuerpo en dirección a la puerta negra y descubría que el picaporte también era de madera y estaba desgastado por esos años que todo lo mastican, todo lo escupen pero también todo lo compactan. Abría la puerta. Había una habitación, otra más entre tantas que parecía tener esa casona pero ésta tenía aire de salón, estaba iluminada por juegos de luces rojas y amarillas que confundían el ambiente con la pista de un cabaret. Había un altar circular, de unos veinte centímetros de espesor. En su centro yacían tres sillones enfrentados al estilo de los reyes y sus castillos. La decoración no era precaria, lucía la sofisticación: muebles rústicos, cuadros de notoria destreza artística, una escalera bronceada que conducía a otra puerta, también negra, ubicada a unos siete metros de alto. El aire olía a incienso, penetrante pero agradable y muy parecido al alcanfor. Había tres velas encendidas en un candelabro que posaba sobre una mesa cuadrada ubicada entre los tres sillones del altar. Daba toda la sensación de que una ceremonia estaba a punto de comenzar. Se miraron unos instantes y adelantaron unos pasos hacia el altar, pero Felipe lo detenía, lo tomaba de su antebrazo derecho poco antes de superar el desnivel.
—Segundo Reina: tomemos asiento que nos espera un bautismo.
Segundo no comprendía nada pero sospechaba que Felipe quería asegurarse de que su hija se comprometiera con un hombre de familia, un nuevo integrante de su organización. Tomaban asiento, uno en cada sillón. Estaban enfrentados. Segundo le daba la espalda a esa puerta negra que ya habían traspasado. Se miraban a los ojos como si quisieran hablarse telepáticamente. A veces los ojos saben comunicar, y fue en ese momento cuando, repentinamente, irrumpía en el altar el asistente de Felipe, Orlando, el mismo sujeto que lo había investigado reposaba sus músculos tensos en el único sillón disponible, el mismo individuo que todo lo había informado en la lancha cuando pescaban en el río Paraná. Vestía ropa sport y un cinto desubicado que se resistía a combinar con el color de sus zapatos. Felipe se paraba y no vacilaba en presentarlo con inmediatez:
—Segundo: te presento a un amigo, un compañero y el hermano que no tengo, aquel que tuve alguna vez. Él es Orlando, mi asistente y estratega, mi confidente, tu nuevo compañero. Pueden saludarse —movía el brazo izquierdo autorizando el saludo.
—Bienvenido a la familia —le repetía Orlando presionándole la mano con firmeza.
Segundo seguía sentado, había intentado pararse pero Orlando lo había frenado al imponer su mano en el hombro.
—Muchas gracias, es muy amable —agradecía de todos modos desde la silla.
—Tomá asiento, Orlando —ordenaba su jefe—. Ha llegado el momento de regar nuevas raíces.
Segundo seguía el acto con atención, con un ojo lo observaba a Felipe y con el otro a su asistente, rogando a su cerebro mantener la calma para evitar todo tipo de reacción inoportuna. Felipe tenía apoyados los codos en los brazos del sillón. Tenían terminaciones circulares. Parecía prepararse para pronunciar algunas palabras, palabras que haciendo muecas expulsaba con parsimonia:
—Considerando el amor que siento por mi hija, y el compromiso sentimental que los une bajo mi nombre, he decidido concretar la ceremonia que deseé durante años. Sin dudas —lo miraba a Segundo—, sos el hombre indicado para mi princesa, pero resta algo más, porque amar a Priscilla implica adorar indefectiblemente a su familia. Es muy posible que ahora mismo te preguntes: ¿qué más nos queda por hacer después de balear a un enemigo que ahora se pudre entre la tierra y los gusanos? Pero eso formó parte de una prueba, hacía falta conocer tus principios. Si hubieses aceptado balearlo sin condiciones, hoy no estaríamos juntos. No tendrías otra opción que olvidar a mi nena porque un justiciero hace justicia, no la inventa, sólo cumple el mandato divino que Dios nos confiere por una causa justa. Por tal motivo quiero que seas el protector emocional de mi hija y el nuevo integrante de esta familia que desde hace mucho tiempo defendemos apasionadamente.
Felipe se había pausado y Segundo prolongaba su pausa, reflexionando. Estaba siendo metido en la mafia, no cabían dudas, la misma organización de la cual quizá su padre también había sido partícipe. Se sentía acosado por sus miradas, parecían atribuirle la palabra. Era en esos instantes cuando recordaba la enseñanza de Francisco de que uno debe hablar cuando se debe, y él sentía la obligación de hacerlo, no podía callarse, fue por eso que se paraba y a viva voz exclamaba:
—Señores, será un honor defender los valores de mi nueva familia. Como muy bien saben, la mía ha sido muy dura para conmigo, he sido un chico abandonado pero como la vida te da sorpresas, aprendí que la familia es un grupo de personas que comparten los mismos ideales, los mismos principios, va más allá de los lazos sanguíneos, entonces quiero expresarles, con mucho orgullo, que estoy dispuesto a asumir la difícil pero inigualable responsabilidad de proteger los intereses de mi padre, de su hija y usted.
Y cuando terminó de pronunciarse comenzó a sentir un chispazo de energía por todo su cuerpo, una corriente eléctrica le invadía las piernas, estallando en su vientre, como si una fuerza sobrenatural lo poseyera. Felipe lo miraba bien fijo a los ojos y se paraba enérgicamente, con las pupilas empañadas. Segundo lo observaba, ensimismado, suponiendo que también debía incorporarse pero cuando quiso hacerlo Felipe lo frenaba con la mano abierta en su cabeza. Orlando, en cambio, se incorporaba sin impedimentos.
—Segundo Reina, Segundo Gianittore —expresaba Felipe—, bienvenido a la familia. Quiero que contraigas matrimonio con mi nena.
Ese mismo padre que le hablaba con tanta pasión estaba emocionado hasta las lágrimas, y se rascaba el mentón con reiteración, nervioso quizá, mientras Orlando se inclinaba para tomar de la mano a Segundo, alabando, quizá, la supremacía de un nuevo amo.
— ¡Bienvenido, bienvenido! —le repetía el asistente.
Segundo estaba desconcertado, de un día para otro se había ordenado mafioso. Encima tenía que casarse con la hija del asesino de sus padres. Demasiada carga para un muchacho que, más allá de sus penas, llevaba una vida relajada. Ya estaba pensando cómo haría para actuar con astucia y evitar ese casamiento que no deseaba en lo más mínimo. Felipe regresaba al sillón y se sentaba con torpeza. Lo mismo hacía Orlando casi en simultáneo.
— ¡Segundo!, —resaltaba Felipe con un tono amenazante que él captaba sin pestañear—, este es nuestro lugar de trabajo, desde acá planificamos nuestras metas. De ahora en más somos tres quienes conocemos este punto de encuentro. ¡Tan sólo tres!
—Mi querido Felipe, casarme con su hija será también una responsabilidad. Soy una roca, confíe en mi palabra.
—Por eso te nombro, porque confío en vos. Mañana mismo comenzamos a trabajar.
Intercambiaban sonrisas y se quedaban callados, siendo Orlando testigo directo de la nueva unión que pronto lo subordinaría. Priscilla compartía un café con un padre que decía amar a su hijo, Felipe caía rendido ante el sobresaliente perfil de un infiltrado que sólo perseguía justicia en su contra: no habían sido en vano los años que Francisco le había dedicado a su odio, ni tampoco los días que había requerido la preparación psicológica de Segundo, quien en esos momentos estaba siendo bautizado por una organización criminal.