miércoles, 5 de diciembre de 2012

Entrega nro. 59


Debut laboral. Lunes otra vez pero ése era un lunes diferente. Eran casi las nueve de la mañana, una mañana techada por el grisáceo de las nubes que desde el norte soplaba Charlie Parker, con su saxo y sus pulmones, un viento frío y rebelde que obligaba a abrigarse. Aquella semana era patria, se acercaba un feriado nacional pero las escarapelas escaseaban y hasta parecía anticuado estamparlas en el pecho con toda la franqueza que se merecen. Los agobiantes golpes de frío aterrizaban en las heladas piscinas del Río, de la Plata. Hasta los pingüinos ya pensaban en salir de gira para hospedarse en la gran ciudad. Las aguas estaban mansas, libres de la bronca desenfrenada que solía descargar el mar atlántico. Parecía mentira que a tan poco kilómetros del cabildo existiera tanta paz.
Entre unos talleres industriales, y un edificio cimentado dos años antes para modernizar la estructura fabril, Felipe caminaba con Segundo por la fábrica de repuestos que le pertenecía desde el año 1977. Circulaban por una vereda cubierta de canto rodado, con destino directo a un galón lindero a un acantilado. Era notorio el respeto de sus operarios: advertían su paso y abandonaban sus descansos para retomar de inmediato las actividades, saludándolo cordialmente cual súbditos ante su rey. Felipe los tenía identificados por el apellido, generaba toda la impresión de que los tenía fichados minuciosamente, registrados en su memoria a la perfección, de hecho había nombrado a más de uno, siempre en voz baja. Seguían caminando sin palabras de por medio, lejos de ese glamur al que los Gianittore acostumbraban recurrir para vivir endiosados, pero Felipe alzaba la voz y contaba:
—No ha sido fácil conseguir todo esto pero siempre tuve fe en mis decisiones. Cuando la fe se instala en la mente, no existen barreras para que las metas sean alcanzadas.
Su voz irradiaba optimismo y, como siempre, delataba soberbia.
—De usted aprenderé demasiado. ¿Cómo fueron sus comienzos?
—Dedicándome justamente a lo que resguarda este galpón.
Se habían detenido frente a un portón cubierto de chapas, parados a tan sólo dos pasos de un galón extenso, tan extenso como una cancha de básquet. Todas las paredes estaban revestidas de chapas y más chapas, perfectamente instaladas como piezas de un rompecabezas. Tenían un color grisáceo muy particular pero eran chapas. El galpón estaba rodeado de arbustos y un camino de piedras que aparentaba bordearlo a lo largo de todas sus extensiones. No tenía ventanales pero se oía un barullo potente: sonaba a tambores desafinados. No cabían dudas de que su interior estaba ocupado por motores en acción. Llamaba la atención el hecho de que hubiera tantas cámaras de seguridad, siendo dos las que apuntaban al portón. En esos instantes en que ellos se acercaban al mismo, un ruido ensordecedor llegaba desde el inmueble aunque era abatido por las ráfagas ruidosas que las turbinas de un avión enviaban desde el cielo. Era un pájaro metálico que perseguía aterrizar en el aeropuerto, pista aérea situada a unos pocos kilómetros de la planta fabril. Felipe elevaba la vista y al mismo tiempo adelantaba un par de pasos en dirección a un portero eléctrico que contaba con un visor. Tocaba una tecla, la única que tenía. Y Ahí nomás el portón se destrababa al compás de una chicharra eléctrica.
—Entremos a la mina de oro —invitaba.
Ingresaban al galpón. Decenas de máquinas trabajaban en secuencia, sin respiro aunque no tuviesen narices. Los repuestos desfilaban en cadena por las zorras. Esos motores estaban deseosos de crear y transformar. Algunos operarios, con gafas amarillentas y unos atuendos similares a los guardapolvos colegiales, lo saludaban al verlo arribar, pero eran recibidos por un cincuentón, con bigotes puntiagudos, que acababa de salir de una cabina próxima al portón. Primero se encargaba de cerrarlo con unas trabas de acero. Después les daba un apretón de manos. Tenía cara de simpático. Segundo perdía la mirada en las paredes, le llamaba la atención que no fuesen de chapa, eran de concreto y estaban pintadas de color negro. Fiel a su estilo, Felipe tomaba la delantera y se adentraba, contemplando sus máquinas motoras. Segundo lo seguía. Recorridos poco menos de cincuenta metros, se detenían frente a otra puerta, pero era una puerta metálica y estaba custodiada por tres cámaras de seguridad. Felipe presionaba el timbre del portero eléctrico y se volteaba para decirle:
—Como verás, todo está perfectamente custodiado. ¿Dispuesto a ponerse la camiseta de mi empresa?
—Será un placer contribuir con el liderazgo de esta fábrica.
—Muy bien, pibe. Ahora seguime que quiero presentarte al gerente de ventas, medio testarudo y un tanto hincha pelotas pero muy eficiente.
Reían levemente. Felipe era serio pero por momentos sorprendía con ciertos gestos de humor que, de por sí, no eran muy graciosos. La puerta metálica continuaba cerrada.
—Liderar este fuerte no es tan fácil como parece —alzaba la voz el millonario—. Esto que ves representa sólo una parte de lo que esta industria produce.
Segundo reflexionaba sus dichos, sentía ansiedad de conocer qué misterios resguardaba ese fuerte, así lo había dado a entender; vivía la realidad pero contaba hasta diez para descartar la posibilidad de experimentar un sueño indeseado o una pesadilla cuyo desenlace se asimilaba a un mar de olas alocadas con destino incierto. Al igual que el portón principal, la puerta se abría al compás de una chicharra, o chicharrita, y ellos la traspasaban. Estaban en un salón. Había una mesa de madera con forma de óvalo y cinco sillas ubicadas a lo largo de la misma, todas revestidas de telas aterciopeladas color verde esmeralda. Estaban minuciosamente distanciadas unas de otras. De los cuatros rincones del salón colgaban unos parlantes, y en el centro, contra la pared, había una tela blanca, similar a las pantallas que se suelen usar para la proyección de dispositivas. Felipe marchaba como si sus frenos se hubiesen gastado, pero se detenía frente a otra puerta custodiada por dos cámaras de seguridad y un dispositivo similar a un detector de metales.
—No te asustes —giraba su cuello—, la seguridad siempre es primordial para mis negocios.
Y se ponía a presionar otro timbre instalado más allá del lateral derecho de la puerta.
—Bueno… de alguna forma uno necesita dormir tranquilo —acotaba Segundo.
—Por supuesto. Ah… lo olvidaba: ¿llevás objetos metálicos? —le ojeaba los bolsillos del pantalón.
—Tan sólo este cinturón y un encendedor.
—Dejalos en ese canasto. Aunque sea el dueño de este imperio, nos veríamos sometidos a rutinas de control, y te aseguro que la alarma es demasiada fastidiosa.
¡Qué curioso! ¿Para qué habría de utilizar tantos dispositivos de seguridad si tan sólo fabricaba repuestos? Esa misma pregunta se formulaba Segundo mientras abandonaba los elementos en el canasto. Una nueva chicharra autorizaba el paso hacia el próximo compartimento. Se adentraban. Había un pasillo que no superaba los tres metros de ancho, con una longitud de quince metros, estelarmente iluminado por varias lámparas triangulares capaces de encandilar cuanto ojo las acosara. Después se detenían frente a otra puerta custodiada por más cámaras de seguridad, siendo tres en total. A diferencia de las instalaciones recorridas, no contaba con un portero eléctrico ni la puerta tenía picaporte pero sí un dispositivo lector muy similar al que suelen emplear los bancos para autorizar el ingreso a los cajeros automáticos.
—Esta tecnología me costó una fortuna pero es de punta —informaba despreocupadamente mientras extraía una tarjeta del bolsillo interno de su saco—. Esos japoneses son muy confiables con estos cachivaches.
Y con esa misma tarjeta se ponía a cosquillear el dispositivo para que una lectora registrara su código y les permitiera avanzar. La puerta no demoraba ni medio segundo en abrirse, en realidad se había separado porque eran dos puertas corredizas que al estar unidas parecían una única puerta. Llamativamente, no se sucedía otro salón, había un ascensor. Segundo podía contemplarle la cara por unos espejos que estaban instalados en sus paredes laterales.
—Dale, entremos que mi gerente nos espera.
Entraron y la puerta se cerraba. Contradiciendo su denominación literal, el elevador descendía. Habían transcurrido cinco segundos y continuaban descendiendo. Compartían el silencio y a Segundo eso lo preocupaba: cada vez que habían compartido una intimidad, Felipe se callaba y después sorprendía con alguna de sus locuras, pero finalmente el ascensor se detenía y las puertas se abrían, dejando a la vista un pasillo tenuemente iluminado por tres bombitas eléctricas. Dejaron atrás el ascensor y avanzaron por ese pasillo. La temperatura era inferior a la que podía sentirse en los niveles precedentes. Desplazados poco más de veinte pasos, Felipe se detenía frente a otra puerta: era de madera maciza, color marrón. Segundo estaba curado de espantos con los pasajes y laberintos que Felipe construía para transitar, porque justamente transmitía esa sensación: que disfrutaba recorrer los sinuosos trayectos de sus invenciones. En esta ocasión no había cámaras de seguridad ni tampoco dispositivos lectores que autorizasen el ingreso a un próximo compartimento, sólo golpeaba con su puño derecho tres veces la puerta y se entregaba a la espera. Nadie respondía y eso lo motivaba a silbar una melodía que Segundo desconocía pero que interrumpía en el preciso instante en que un desconocido abría la puerta. Aparecía un cuarentón, calvo y con un lunar en el mentón; vestía ropa sport:
— ¡Jefe!, —expresaba con cara de asombro—. ¡Qué sorpresa tenerlo por acá!
—Buen día. Quiero presentarte a nuestra joven promesa: el prometido de mi nena.
Segundo avanzaba unos pasos para darle la mano. El hombre tenía la palma sudada. De inmediato se adentraron en una habitación. Felipe se había encargado de cerrar la puerta. Era una oficina, no tenía más de dos ambientes. Tomaban asiento a lo largo de una mesa de conferencias, ovalada y rodeada de computadoras, dos escritorios y una enorme pantalla de plasma, de esas que suelen emplearse para la ejecución de las videoconferencias. Era más que evidente que el gerente no los esperaba. Segundo pensaba aunque no disponía de tiempo para pensar porque Felipe lo mirando fijo a los ojos, a punto de dirigirle nuevas palabras:
— ¿Alguna vez tuviste una entrevista laboral?
—Siempre trabajé para mi padre.
—No importa. Simulemos que esto es una entrevista laboral y mi gerente examina los perfiles de los postulados. Quiero que lo observes y te presentes como si tuvieras hambre de trabajo.
Su impensada propuesta lo ponía nervioso, lo incomodaba, otra vez tenía que remover un pasado inexistente y una realidad que comprometía su presente. No tenía noción de cómo podía abordar la presentación y ya habían transcurrido cinco segundos desde que Felipe había callado, pero respiraba hondo y comenzaba a liberar las riendas de su imaginación:
—Mi nombre es Segundo Reina, tengo veinticinco años. Trabajaba en el hotel de mi padre pero el amor alternó mi destino. Mi pasado es como la luna, tiene dos caras: por un lado fui abandonado por mi familia, por otro, Dios me ha cedido la oportunidad de contar con una familia sustituta, un hombre que se hizo cargo de mí en el momento más necesitado. Ese hombre es Francisco Reina, mi padre. Me considero un luchador y atravieso la etapa más feliz de mi vida gracias a Priscilla. Es por ella que decidí comprometerme con ustedes, porque ella ama su familia. Felipe me propuso la unión a este equipo. Como muy bien dije, estoy dispuesto a vestir la camiseta de esta compañía y aportar mi grano de arena para seguir prestigiándola.
En buena hora, el gerente se despabilaba, es que una de las virtudes de Segundo consistía en su habilidad para la comunicación, sabía hacerlo satisfactoriamente y lo demostraba. No dudaba al hablar y eso sumaba puntos a la hora de penetrar el círculo cerrado del millonario, quien sólo se limitaba a escuchar, inmóvil y con la mano derecha sosteniéndole el mentón. Parecía la estatua de un filósofo.
—Perfecto —resaltaba el gerente—. Suena creíble y hasta esperanzador, pero ahora quisiera probarte más.
—Lo escucho.
—Supongamos que un cliente potencial nos ha encargado repuestos para su flota de coches de carrera. Es un potencial empresario que por primera vez encarga nuestros productos. Sabemos que lo seduce la generosidad. ¿Cómo harías para entregar las muestras?
Segundo exploraba sus capacidades de ingenio, necesitaba una respuesta inteligente pero no sabía que corno decir.
— ¿El cliente es argentino?
—Supongamos que sí.
—Entonces conseguiría un buen coche y reemplazaría sus autopartes por las nuestras. Después lo entregaría en su domicilio. De esa manera podríamos sorprenderlo. Es muy posible que quiera probarlo.
—Muy bien —asentía el gerente con su calvicie—. Y ahora decime: ¿qué coche elegirías para la muestra?
—El mejor de todos los tiempos, “El Torino”.
La sonrisa de Segundo era tan amplia como las pestañas que Felipe distanciaba. La reunión atravesaba un silencio. Arrollador. Nadie esperaba dicha respuesta, ni siquiera Segundo, pero el gerente lucía a gusto y corría la mirada hacia su jefe. Felipe, sin embargo, continuaba observándolo sin siquiera parpadear.
—Don Felipe: será todo un placer trabajar con el prometido de su hija.
Pero Felipe no respondía, parecía una iguana ante los peligros de una selva. Seguía mirándolo con atención. En realidad escarbaba pensamientos. Finalmente rompía el silencio con una pregunta que ya no podía retener:
— ¿Quién fue el piloto más astuto de todos los tiempos?
Segundo clavaba la mirada en sus ojos. Por dentro le deseaba el infierno y una venganza que lo sumergiera en los pantanos más podridos pero, simultáneamente, dibujaba una sonrisa transparente y ciertamente angelical.
—El gran Antonio Noruega. Nadie podrá igualarlo.
El celular de Felipe comenzaba a sonar. Lo ignoraba. Se respiraba tensión. Segundo se sentía como un tigre adiestrado, dispuesto a enfrentar cuanto peligro obstaculizara su camino. Justo cuando el celular dejaba de sonar, Felipe suspiraba y luego preguntaba:
— ¿Alguna vez te dije que cuando te veo recuerdo a un amigo que hace tiempo se me fue?
—Creo… creo que sí.
—Ese amigo ha sido como un hermano. Tenías las pelotas bien puestas, como los toros.
Y el maldito teléfono volvía a sonar. En esta ocasión Felipe lo atendía. Se había parado y se perdía de vista por una puerta situada a un lado de la impresora. En el centro de la mesa había un teléfono inalámbrico. El gerente lo miraba a Segundo y levantaba el dedo pulgar en clara señal de aceptación. Segundo llevaba a sus padres en la sangre, estaba dispuesto a asumir —en sus nombres— cuanto riesgo se le presentara. Había llegado a la conclusión de que nunca podría sentirse libre hasta tanto resolviera sus oscuras desapariciones. Era la segunda vez que Felipe manifestaba ver en él a alguien querido y Segundo estaba más que convencido de que ese individuo era su padre. A la espera de Felipe, seguían inmóviles, con las lenguas quietas y las pupilas disimuladamente inquietas, aguardando su regreso, regreso que se producía a pasos de tortuga. Felipe se ubicaba por detrás de Segundo, le apoyaba las manos en los hombros y miraba al gerente para anunciarle:
—Te dejo a esta joven promesa. Por mi parte me tengo que ir a trabajar. El sótano clama mi presencia.
Segundo observaba el rostro sonriente del gerente y percibía la energía que le irradiaban los dedos temblorosos del mafioso, dedos que lo mantenían anclado en esa silla porque quería pararse y no podía.
—Vaya tranquilo que ya mismo comenzaremos a trabajar —aseguraba el gerente y se paraba.
Segundo reflexionaba: ¿qué sótano clama por él? Resultaba imposible deducirlo pero había quedado claro que no podía acompañarlo. Mientras observaba su retiro de la oficina, se rascaba la frente y pensaba. Desconocía que Felipe descendería un nuevo nivel. Su fábrica de repuestos era un misterio y el sótano, una mina de oro.