jueves, 6 de diciembre de 2012

Entrega nro. 60


Mientras Segundo recorría las instalaciones fabriles y recopilaba información salida de la boca del gerente, Francisco maniobraba el volante de un coche de costo accesible que había decidido adquirir para emprender una reunión que consideraba clave. Lo acompañaban dos custodios quienes, desde el asiento trasero, echaban los ojos en el paisaje que proyectaban las ventanillas. Estaban circulando por el Riachuelo, atravesándolo por el puente Nicolás Avellaneda, pero en contados segundos abandonaban el concreto y esa fragancia apetecible para las moscas y varios funcionarios que habían prometido sanearlo. Transitaban por territorio bonaerense. A medida que avanzaban por el asfalto de gomas quemadas, y sigilosamente penetraban una villa de emergencia, percibían la miseria con que muchas familias se las arreglaban para soportar sus vidas precarias. Los privilegiados vivían en casas de chapa. Estaban ubicados a pocos minutos de la Casa de la Pantera Rosa pero no disponían de agua potable ni tampoco de cloacas, esa pobre gente pasaba sus días como ratas de laboratorio suplicando subsidio estatal, pero claro, para mucha gente esa era la rivera de los negros cabeza, nada podía hacerse para que dejaran de vivir como lauchas. Francisco no tenía ganas de hablar, sentía tristeza, conocía mejor que nadie lo que significaba vivir sumergido en la miseria. Conducía por un camino de tierra polvorienta que estaba en óptimas condiciones de uso porque hacía doce días que no llovía. Prácticamente no había vehículos a la vista, más allá de un milqui todo resquebrajado cuyo propietario intentaba enajenar mediante un tarro de aceite puesto por encima del techo. Unos pibes jugaban a la pelota, en un potrero contiguo a un taller metalúrgico arrasado por la década de los noventa. Un poco más lejos, un cartonero preparaba su carro para recolectar los desperdicios de la gente pudiente. Los custodios no se atrevían a hablar, padecían la impotencia ajena en carne propia. Uno de ellos, el que estaba sentado por detrás de Francisco, cargaba un mapa pero desconocía que su jefe conocía la zona a la perfección: mucho tiempo atrás se había alojado en una casita de barro que una familia humilde y generosa le había cedido cuando no tenía nada. Con sus manos al volante, y sin correr la mirada del camino terregoso que veía por el parabrisas, comentaba:
—Esta gente podrá ser indigente pero les aseguro que son más leales y generosos que cualquier individuo que pueda hallarse en la Capital. Por eso manejo, porque ellos me conocen y quiero que me vean.
—Si usted lo dice por algo será, señor —le acotaba el mismo custodio, desde atrás.
—Simplemente es gente trabajadora que no trabaja porque no la dejan trabajar. He vivido varios meses en un ranchito de barrio que, si mal no recuerdo, debería estar situado a unas pocas cuadras de este lugar.
A la vera del camino yacía una vaca muerta en estado de descomposición, invadida por los tábanos y las moscas que solían frecuentar las cavas de la villa.
—Ahora que estamos tranquilos —volanteaba—, y resta poco para llegar, quiero darles unas últimas instrucciones para evitar la siempre indeseada ineficiencia operacional. La banda con la que vamos a negociar es muy astuta, muy perceptiva, atacan como perros salvajes al percibir el miedo de sus presas. Por lo tanto les ruego que mantengan la calma aunque les cueste, y por favor, no los subestimen, ellos saben manipular los sentidos.
Lo cierto era que Francisco estaba relajado pero sus custodios padecían la incertidumbre, no tenían ni remota idea de con quienes iban a estar pero presumían que no se trataba de sujetos amables ni cordiales. Escuchaban a su jefe como apóstoles oyendo los mandamientos de Jesucristo.
Instantes previos a desviarse por una esquina surcada por las huellas de un camión, un perro de pelaje blanquinegro avanzaba a los tumbos por el medio de la calle. El can tenía artritis, rengueaba cual anciano con severas dificultades de movilidad pero ponía a prueba los reflejos de Francisco, quien lograba pisar el freno para salvar la vida del indefenso animal. El perro se había quedado perplejo, había olfateado peligro con su hocico sarnoso.
—Casi lo piso, pobre animal. Pero vieron, es una prueba, todo hecho guarda relación ya que prueba mi lucidez y me entra en calor. La banda es muy lista pero uno tiene que serlo aún más, si no… si no te pasan por arriba. Cuando lleguemos quiero que permanezcan en el vehículo, eso sí, escondan las armas por debajo de los asientos, no tengo dudas de que serán inspeccionados por esos secuaces.
Y eso mismo hacían, sacaban sus revólveres para ubicarlos por debajo de los asientos.
—Ordené instalar bolsillos por debajo de esos asientos. ¿Los hallaron?
—Sí, señor —asentían todos con la cabeza.
—Perfecto. Con esa gente nunca se sabe lo que puede pasar. Más vale prevenir. Ah… lo olvidaba —miraba por el espejito retrovisor al custodio que tenía a su derecha—, quiero que vos te pongas al volante.
El custodio señalado sentía las piernas adormecidas y los testículos enroscados en las amígdalas, tenía un cagazo de la puta madre pero no le quedaba otra alternativa más que satisfacer las locuras de su jefe (aunque muchas veces le costase una diarrea).
Estaban circulando por una zona donde las casitas eran discontinuas. Poco a poco se iban quedando aislados en los descampados de las afueras de la villa. A los lejos sobre el camino se lograba vislumbrar una camioneta, era negra, una cuatro por cuatro que estaría estacionada a unos cien metros de distancia. Tenía las balizas encendidas.
— ¡Ahí están!, —la señalaba Francisco con la mano derecha—, son ellos.
— ¿Quiénes, señor? —le preguntaba el custodio desde atrás.
—Los soldados de Araña. Acordamos que una camioneta negra nos esperaría desde la banquina para guiarnos luego a la guarida. Llevaría una patente con la numeración ciento sesenta. ¿La vieron? Ahora resta sacar el puño por la ventanilla y emitir tres guiñadas de luces. Sacá el puño que yo me encargaré de jugar con las luces.
Con el pulso arrebatado, el custodio que estaba ubicado en el asiento de acompañante comenzaba a bajar la ventanilla. Después mostraba su puño. Francisco cumplía al pie de la letra con las guiñadas predeterminadas. Estaba deteniendo el coche a unos cuatro metros de la camioneta, frente a su paragolpes trasero. Por la cabina de la camioneta podía verse la nuca de dos hombres entre varias calcomanías gigantescas que promocionaban marcas cerveceras.
—Listo, tranquilo —observaba por el espejito retrovisor a su custodio—. Miren sus rostros, están empalideciendo. Pónganle huevos al asunto que los podríamos necesitar.
Los aterrados custodios no respondían, alojaban las manos en sus rezagos mientras pensaban en sus familias. La camioneta seguía detenida, pero de pronto arrancaba, obligándolos a circular a unos cincuenta kilómetros por hora. Se desviaban por unos caminos sinuosos hasta terminar detenidos frente a una tranquera: un portal de madera enferma víctima de tortuosas heladas invernales. Un individuo con gafas oscuras, vestido de negro, bajaba de la camioneta pero no se les acercaba, caminaba en dirección a la tranquera. Se había puesto a abrir un candado. Del otro lado de la tranquera podía ser contemplado un largo camino bordeado por montes de acacias. El conductor de la camioneta continuaba sentado en el habitáculo pero sacaba un brazo por la ventanilla. Estaba desprendiendo las cenizas de un cigarrillo. La tranquera ya estaba abierta y el muchacho la terminaba de abrir con un sacudón. Después se volteaba y los observaba, elevando el brazo derecho para invitarlos a circular. Francisco entró el primer cambio y conducía hacia la tranquera, totalmente predispuesto a obedecer cuanta orden se le impartiese.
—Bienvenido —lo saludaba gentilmente el muchacho—. Lo estábamos esperando.
—Muchas gracias. Nosotros también.
—Sería tan amable de conducir por este camino hasta la casa. Mis colegas lo recibirán de inmediato.
—Desde luego que sí. Muchas gracias por la amabilidad.
—Nuestra casa está en orden —le aseguraba muy tranquilo.
Francisco subía la ventanilla y contemplaba el camino de árboles que se cerraba por lo alto, conformando un pasaje misterioso pero con cierto encanto natural. Y ahí nomás pisaba el acelerador, deseando llegar. Araña lo esperaba para concretar una alianza. Francisco era consciente de que lo necesitaba, tenía que encausar una serie de hechos que endiablarían a Felipe y sacudirían su ímpetu cual terremoto feroz, movilizando las rocas más pesadas.