sábado, 8 de diciembre de 2012

Entrega nro. 61


Un restaurante del barrio porteño rebautizado como “Las Cañitas” abría sus puertas a dos nuevos invitados. Segundo y Priscilla, estaban parados en el medio de la vereda, viendo como una pareja se resignaba a conseguir una mesa donde poder distenderse y cenar. "Primero las damas", le decía Segundo al cederle el paso con absoluta caballerosidad, corriendo la puerta del restaurante. Ella gesticulaba agradecida mientras invadía el interior del salón. Habían sucedido trece minutos desde la hora veintidós. Francisco no había llamado y Segundo no tenía noticias de su paradero pero se había comprometido a invitarla a cenar. El salón comedor estaba colmado de paladares ansiosos, los platos de la casa desafiaban a los populosos locales de tenedor libre. En aquellos tiempos la gente solía acudir a dichos comedores donde se pagaba poco y se comía en demasía. Así era como atravesaban un pasillo y advertían la mesa reservada. De hecho, era la única mesa desocupada. La iluminación del salón comedor era propia de un cabaret. Cada mesa relajaba un par de velas. Sonaba una bellísima canción de unas Salinas que Luis había creado. Se titulaba: “Nostalgias de Bossa”. Se acercaban a la mesa y tomaban asiento. Era una velada romántica pero el Cupido de Segundo no sujetaba arcos ni disponía de flechas. Uno de los tantos mozos se les acercaba. Era la mesa número treinta, la misma que un asistente de Francisco le había reservado un par de días antes, de hecho un cartelito blanco, escrito con letras rojas en mayúsculas, informaba el apellido Reina.
—Buenas noches, bienvenidos —se presentaba el mozo—. ¿Les alcanzo la carta?
Segundo lo miraba con total desconcierto porque no lo había visto llegar:
—No hace falta leer la carta, queremos comida exótica. ¿Podría sorprendernos con lo mejor de la casa?
Priscilla sonreía.
—Parece que ya conocen nuestras delicias. ¿Y para beber?
—Un buen vino blanco —decía ella con ojos de vampiresa.
—Perfecto. Prometo servirles lo mejor de la casa. Con permiso.
El mozo se retiraba de la mesa en dirección a una barra. En esa misma barra un empleado parecía garabatear un cuaderno con una lapicera. La mesa número treinta estaba rodeada por otras mesas, todas ocupadas por parejas, matrimonios tal vez. La edad promedio rondaba los cuarenta. Al igual que ellos habían decidido evadir las rutinas hogareñas para darse el gusto de no hacer nada en casa. Priscilla lucía radiante, eternamente angelical, cautivaba varias miradas, inclusive de mujeres, era muy digna de ser contemplada. Estaba vestida con una blusa escotada color lila y un jean celeste tan pegado a su cuerpo que hasta parecía su piel. Un peinado refinado que dos peluqueros le habían preparado a costa de sudor durante poco menos de una hora terminaban de confirmar su elegancia.
—Segundo: nuestra luna de miel quiero que sea en La Polinesia, pero antes sería grandioso visitar Venecia. Además estuve pensando en varios nombres para nuestro bebé.
Estaba entusiasmada y ese comportamiento lo confundía sobremanera.
—Me encantaría recorrer el mundo a tu lado pero, ¿no te parece demasiado prematuro pensar en hijos?
— ¿Prematuro? ¿Cómo no pensar en nuestro bebé cuando sos el único y gran amor de mi vida?
—Lo sé, cariño, lo sé, pero me gusta que las cosas se vayan dando en el debido tiempo.
— ¿Sin premeditar?
—Exacto. Nos sobra tiempo para proyectar. Ahora gocemos estos tiempos que son irrepetibles.
Lo cierto era que Priscilla lo apenaba demasiado. Como solía ocurrirle cada vez que tomaba consciencia del desenfrenado engaño que impulsaba hacia su persona, se sentía una bolsa con residuos. No era para menos, ella estaba enamorada y él lo percibía, pero la joven millonaria era la víctima de un hecho siniestro, al igual que él en definitiva, nada tenían que ver con ese pasado sombrío que los había unido. Segundo, de todos modos, ya estaba jugado, y era por eso que comenzaba a sudar y sentir deseos de aislamiento.
—Iré al toilette, en un ratito regreso.
—Antes quiero besarte los labios —se rozaba la boca con dos dedos—. Venga acá, mi adorable señor.
Tenía que complacerla, entonces se estiraba por encima de la mesa y le besaba los labios. A diferencia de tiempos pasados en que frecuentaba los labios de Martina, abría los ojos al besar. Sólo pensaba en encerrarse en el toilette para descargar sus miserias. Sentía a Lucifer en el alma. Se alejaba, bordeando las mesas para encarar un pasillo. Maldecía su venganza, clavando los ojos en un letrero que señalaba la ubicación de los retretes. Marchaba en busca de consuelos con su eterna soledad y un inodoro que nadie había usado en lo que iba del día. Ella, en cambio, siempre inocente e ingenua, sujetaba su cartera y extraía un espejito. Quería revisar su maquillaje, y el retiro de su pareja, a quien veía distanciarse con la cabeza gacha hasta desaparecer por un pasillo. Segundo ya estaba en el toilette. El baño estaba desolado, olía a higiene. Su corazón estaba de duelo, lo sentía, estaba sintiendo la convulsión de sus palpitaciones. Se estaba encariñando con alguien que planeaban secuestrar y eso lo llevaba a padecer la locura, entonces se encerraba en un habitáculo, entre una puerta de madera y una pared azulejada. Bajaba la tapa y se sentaba. Le costaba horrores mantenerse de pie. Extrañaba a Martina, Francisco no aparecía. Sus nervios lo inquietaban. La primera lágrima recorría su mejilla izquierda hasta desviar el trayecto por su mentón. Caía rendida al piso, a los mosaicos claros. Estaba perdiendo la noción del tiempo. Ocultar tanto rencor era una tortura atroz. Sus manos temblaban, lo sacudían cual trampolín impulsando la caída de sus sentimientos hacia el abismo. Habían transcurrido diez minutos y seguía lagrimeando como una dama despechada.
Mientras tanto, desde la mesa número treinta, Priscilla observaba al mismo mozo que los había atendido. Traía una botella de vino. Ella presentía que algo andaba mal pero sólo se limitaba a esperar, parecía una pasajera agobiada ante la demora de su tranvía, un tranvía llamado deseo, pero también mentira. Y Segundo seguía padeciendo su malestar, encerrado en el habitáculo del baño, rindiéndole batalla a sus fantasmas más pesados. “Tengo que vengar la muerte de mis padres, proteger a Priscilla y reconciliarme con Martina”, le dictaba su consciencia. En esos momentos en que intentaba optimizar sus pretensiones y su existir, un comensal atravesaba la puerta del baño y se acercaba. Silbaba una canción que lo ayudaba a desmoronar su desorden mental. Segundo se paraba y presionaba la tecla del inodoro, necesitaba desechar las culpas. Estaba tan desorientado que hasta desabrochaba el cinturón para luego abrocharlo. Respiraba hondo y salía del habitáculo. Se acercaba al lavatorio. El comensal —un treintañero delgado y de buena apariencia— estaba parado a su lado izquierdo, muy cerca, se aseaba las manos con agua tibia y jabón de tocador. Segundo abría el grifo y comenzaba a salpicarse los párpados, percibiendo en el espejo la tristeza de su mirada hasta que el comensal lo sorprendía al saludarlo de buen ánimo y le decía:
—Buenas noches, caballero.
—Buenas —lo saludaba con desgano y sin mirarlo.
—Lo que sucedió en el salón comedor ha sido realmente desopilante. Apareció una muchacha y se sentó en la silla de una mesa que ocupaba una yegua descomunal. Parecían dialogar pero todo se les fue de las manos y empezaron a hablarse a los gritos, ladrando como dos locas de atar.
— ¿Acá? ¿Cuándo?
—Acá, claro, hace un ratito. Nosotros estamos en la mesa veinticinco y esa debe ser la mesa número treinta.
El comensal se había callado, extraía un peine del bolsillo de su saco que de inmediato pasaba por su cabello lacio.
— ¿Eran dos mujeres? ¿Discutían?
—Ni más ni menos. ¿Por quién pueden discutir dos mujeres?
—Ni idea.
—Por un hombre, discutían por un hombre, si es lo único en lo que piensan. Están todas calientes.
— ¿Discutían mucho? No… ¡no puede ser!
— ¿Qué cosa?
—Hasta luego —se despedía sobresaltado con las mejillas mojadas.
Sumamente tensionado, encaraba el pasillo y regresaba de inmediato a la mesa. Sentía la adrenalina fluyendo por todo su cuerpo. Presentía lo peor. Para males, su presentimiento era una triste realidad, o una pesadilla porque Martina estaba sentada en su silla, rodeada por tres mozos que daban la impresión de que querían ocultarla. Segundo respiraba los latidos de su agitado corazón. Los ojos de su ex pareja irradiaban furia, estaba turbada e ignoraba los ruegos desesperados de uno de los mozos para que se retirase de inmediato del restaurante.
— ¿Qué hacés acá?, —le preguntaba nervioso del otro lado de la mesa—. ¿Dónde está Priscilla?
Pero Martina no le respondía, lo único que hacía era lagrimear. El mismo mozo que los había atendido se le acercaba para preguntarle:
— ¿La conoce?
— ¿Podría decirme dónde está mi novia?
Sobre la mesa estaba servida la botella de vino y una fuente con mariscos.
— ¿La muchacha que le hacía compañía?
— ¡La misma! ¿Dónde carajo está?
Segundo se tironeaba de los cabellos, se estaba desesperando.
—Acaba de retirarse. ¿Qué diablos sucede con todos ustedes?
Sin decir una palabra, y aunque sintiese curiosidad de conocer lo sucedido con sus muchachas, se largaba a correr despavoridamente hacia la vereda, esquivando piernas, y mesas, y sillas del salón. Temía que Martina lo hubiese delatado, situación que, de haberse dado, complicaría severamente su venganza. Para males, Francisco no había dejado señales en todo el santo día. Los transeúntes lo señalaban pero nada le importaba más que saber dónde estaba Priscilla, su víctima más reciente. Había muchos peatones. Unos cuantos vehículos circulaban por la calle. Se dificultaba su rastreo. Caminaba unos metros por la vereda que luego retrocedía porque no la hallaba. Se estaba desesperando, pero milagrosamente se hacía la luz cuando el paso de un bondi revelaba la huída de Priscilla, a quien alcanzaba a ver en el preciso instante en que se metía en un coche taxi. Sin dudarlo, comenzaba a correr para impedir que se retirase. Su automóvil estaba estacionado en una cochera e ir por él resultaría inútil. Saltaba una maceta y caía con el pie izquierdo en el cordón de la vereda. Estaba perdiendo el equilibrio. La velocidad que encausaba era tal que no pudo detenerse y terminó impactando con un motociclista que circulaba por el centro de la calle. Segundo había sido expulsado poco más de cinco metros. Había caído rendido en el asfalto. Primero con los codos y después con la espalda. La motocicleta se desplazaba con rumbo incierto hasta impactar con el coche taxi que transportaba a la bella Priscilla. Segundo estaba inconsciente, presentaba serias lesiones en la frente. Hasta se había tajeado el pantalón a la altura de la rodilla izquierda. El motociclista había caído sobre el capot del coche taxi, herido, y Priscilla estaba ahí, había sido testigo del accidente e intentaba digerirlo. Sólo ella y Martina conocían el motivo de la discusión. El caos era total.