sábado, 8 de diciembre de 2012

Entrega nro. 62


Pocos minutos después del accidente vial, tal vez treinta, un marcapasos le deseaba a Segundo “Good Luck”. El mismo dispositivo que alguna vez había latido por Florencio Restrepo pasaba a velar por la salud del abogado. Estaba internado en una habitación del Hospital Fernández. Es que la habitación número cuarenta del hospital estatal refugiaba su cuerpo en off en una cama reclinada y custodiada por la imagen de un santo encuadrado y fijado en la pared. Estaba sedado, no era para menos considerando el duro golpe que había recibido en la nuca al caer inconsciente. El motociclista lo había devorado de un saque, lo había tomado por sorpresa pero también compartía su trauma desde una sala de terapia intensiva. Su parte médico era menos alentador aunque los médicos confiasen en su evolución. Segundo estaba acompañado por un suero que le inyectaba vitalidad a través de las venas de su muñeca izquierda, asistido también por un respirador artificial además de la persistente atención de una enfermera cuarentona que se desvivía por descansar. Pero, ¿qué había sucedido en el restaurante? Martina había permanecido en la mesa número treinta hasta que unos bullicios callejeros reclamaron su atención, empujándola a la vereda. Priscilla, en cambio, se había visto forzada a lamentar el accidente, y con la imagen de Segundo rodando por el asfalto había salido del coche taxi para esquivar los elementos destartalados de aquella motocicleta colisionada. Había corrido para socorrerlo con sus pequeños pero grandes recursos humanos. Al destino se le había antojado un accidente que milagrosamente no saldaba víctimas fatales. Eran cosas que podían pasar en una sociedad al borde de la locura, diría más de uno, pero una vez más no hubo mal que por bien no viniera ya que Priscilla no había huido, no tan sólo se había quedado con su amado sino que también le hacía compañía desde una ambulancia que no habrá demorado diez minutos en arribar para luego trasladarlos de inmediato al hospital.
Instalados en el establecimiento hospitalario, lo seguía acompañando con la misma pasión con que lo amaba, esperando desde la misma cama desde donde Segundo guardaba reposo, pero acababa de salir para caminar, necesitaba oxigenarse después de tantos infortunios inesperados. Por su parte, Francisco Reina, aguardaba su primera reacción, sentado en la cama contigua. Había dos camas en total. El mandamás hotelero descansaba sus gemelos porque estaba extenuado. Había experimentado un día difícil que había terminado peor. ¿Cómo imaginar semejante desenlace? Tenía la mirada perdida en el marcapasos, estaba desorientado, pero como la vida siempre gira y gira sin reproches ni permisos, comenzaba a timbrarle el celular, aparato que no tardaba en atender porque llamaba Felipe.
—Felipe: ¿qué tal?
—Francisco, por favor, dígame que su hijo mejoró —hablaba acelerado—. Mi princesa está desesperada, parece un manojo de nervios.
—Un minuto, por favor —le solicitaba por lo bajo y se paraba.
Tenía que encerrarse en el baño, una enfermera había sugerido evitar ruidos molestos, entonces se adentraba en el toilette y bajaba la tabla del inodoro para relajarse, cruzando las piernas por encima de la rodillas y estirando los pies hasta rozar la plataforma del lavatorio.
—Quédese tranquilo, don Felipe, que mi hijo evoluciona. Los médicos dijeron que golpeó la cabeza al caer pero ya no corre peligro.
— ¿Está seguro? Mi nena dice todo lo contrario.
La voz de Felipe sonaba agitada.
—Habrá que orarle a Dios por su bienestar. No tengo dudas de que saldrá adelante, mi hijo es un gladiador.
—Mire… mi chofer está llevándome a ese hospital. En unos pocos minutos estaré con ustedes.
—Está bien, perfecto —titubeaba—, esperaremos por usted y las primeras palabras de mi hijo.
—Y por favor, calme a mi hija, no tolero verla sufrir.
—Déjelo en mis manos, don Felipe, juntos saldremos adelante.
Habían cortado la comunicación. Francisco dudaba de las explicaciones que Priscilla le había brindado al momento de describir el accidente. Solamente sabía que Segundo había cruzado la calle en busca de un paquete de cigarrillos y que un motociclista lo había atropellado, pero la voz de Priscilla no había sonado veraz ni mucho menos convincente: por momentos se le quebraba y ella se ruborizaba. Francisco temía que le ocultara información pero su imaginación tenía límites, no era un escritor. A pesar de todo, le importaba sobremanera la salud de Segundo, necesitaba escucharlo, abrazarlo, darle ese aliento que le hubiera encantado recibir durante su niñez; es que una explicación convincente podía demorar porque a veces el cielo no quiere esperar. Lo sentía como un hijo, de sangre, lo necesitaba más fuerte e ileso que nunca. Al fin y al cabo Segundo era primordial para concretar el plan que esa misma tarde había pactado en el campo de Araña. Así era como, muy agotado y preocupado por el presente y un futuro que peligraba su continuidad, desalojaba el baño parar reposar nuevamente la espalda en la cama, necesitaba dejarse avasallar por los recuerdos de ese pacto consolidado en los suburbios de los suburbios de la villa de emergencia. Si alguien de afuera los miraba, bien podría decir que parecían dos soldados moribundos clamando consuelos entre decenas de bombas que caían desde los cielos tempestuosos, pero era una milagro que Segundo pudiera respirar.