domingo, 9 de diciembre de 2012

Entrega nro. 63

Los recuerdos electrizaban las neuronas de Francisco, reconstruyendo el pasado inmediato de una reunión que había demorado años, que había fortalecido su ambición y que tanto odio desmedido le había causado:
— ¿Está seguro de que esta gente es confiable? —le preguntaba a Francisco su custodio, viendo por la ventanilla del coche el alambrado que acorralaba todo el camino de ingreso al campo de Araña.
— ¿Acaso dije que son confiables? Nunca hay que confiar en nadie pero esta gente nos es imprescindible. Felipe es un peso pesado y para envenenarlo se necesita una araña.
Y ahí nomás trababa el tercer cambio y pisaba el acelerador con su pie derecho, desatando gran velocidad con el vehículo. Francisco estaba ansioso pero los custodios parecían estatuas, sufrían de pánico y uno de ellos planteaba en su conciencia la posibilidad de renunciar. El camino presentaba una longitud de mil metros y, aunque ellos no lo habían notado, dos francotiradores se camuflaban entre las copas de unos árboles, estratégicamente repartidos a la vera del camino. Poco a poco, una casa pintada de blanco asomaba en el horizonte, también la figura de una camioneta del mismo color y similares características a aquella que los había guiado por los caminos sinuosos. Restaban pocos metros para llegar a la casa y los custodios se limaban las uñas con los dientes temblorosos.
—Hemos llegado —informaba Francisco—. Bienvenidos a la guarida de un visionario.
Encima desataba una carcajada que sus custodios no lograban discernir. Adentrados en el parque, estacionaba bien próximo a un galpón que lindaba con la casa a unos quince metros. No había señales de presencia humana alrededor, la paz reinaba en todo el parque. Finalmente apagaba el motor y se volteaba para indagar:
— ¿Preparados?
—Es ahora o nunca —rompía el silencio el custodio que llevaba el mapa.
— ¿Y vos?
—Estoy listo, señor.
— ¿Para qué?
—Para actuar… como halcones —no demoraban todos en responder.
—Está bien, está bien. Confío en ustedes y los banco a muerte pero no me defrauden.
Francisco salía del vehículo y era recibido por un ovejero alemán que le ladraba intermitentemente. Ellos desconocían que los custodios de Araña vigilaban sus movimientos hasta el extremo de poder oler sus alientos, estaban ocultos y resultaba imposible detectarlos en el tejado de la casa, un tractor estacionado a poca distancia de un tanque australiano y la cúspide de un molino cercano a una plantación de mandarinas. En buena hora, un señor canoso con abundante grasa abdominal, lo recibía al salir por la puerta principal de la casa. Un bastón de madera auxiliaba su lento andar:
—Don Francisco Reina: ¿cómo le va tanto tiempo?
Estaba apoyando el bastón en un bloque de concreto que rellenaba un tramo de la pared. Al tomar contacto, lo abrazaba con mucho afecto, digamos, con un poco de exageración.
—Querido Iván, ¡tanto tiempo! A paso lento pero firme en sus convicciones, el destino nos vuelve a ver juntos.
—Es cierto, don Francisco, la vida es una caja de pandora. ¡Bienvenido! Pase que el jefe quiere recibirlo de inmediato.
Iván sujetaba nuevamente el bastón y lo apuntaba hacia la puerta de la casa. Estaba entreabierta. Francisco no dudaba en obedecer y se adentraba. La casa estaba en impecable estado de conservación; decorada con muebles de alto valor olía a invernadero de flores. Podía apreciarse una escalera que conducía a un pasillo, limitado al vacío por una baranda de madera, de roble quizá. Todas las paredes estaban empapeladas con colores exóticos y dibujos que de cerca eran tarántulas pero que de lejos se confundían con meras manchitas negras. Un elegante living comedor, y un impactante hall central, confirmaban que Araña seguía conservando su buen gusto por el arte decorativo. Seguido de cerca por Iván, detenía la incursión a poca distancia de un antiguo reloj a cuerdas que estaba fijado sobre un mueve de roble.
—Tome asiento y siéntase como en su propia casa —lo invitaba Iván con mucha amabilidad—. Araña vendrá por usted a la brevedad.
—Muchas gracias, Iván.
—Si me disculpa, tendré que abandonarlo por unos minutos. Tome asiento, por favor.
Entre el living y el hall central había dos sillones de cuero. Estaban enfrentados. Iván se perdía de vista al traspasar una puerta que estaba instalada por debajo de la escalera que comunicaba con el primer piso. Tan sólo restaba esperar para operar, con perseverancia, tenía que generar una buena impresión. Araña era un hombre extremadamente perceptivo y siempre, pero siempre, exigía seguridad ante todo procedimiento que se le confiaba.

Pero Francisco y Segundo ya no parecían dos soldados moribundos clamando consuelos entre decenas de bombas que caían desde los cielos tempestuosos. De hecho Priscilla ya había regresado y sacudía el antebrazo izquierdo de Francisco, atinando con despertarlo:
— ¿Francisco… te dormiste?
—No, eh, no, sólo frecuentaba algunos recuerdos. ¿Ya llegó tu padre?
—Mi papá está encaminado.
Francisco bostezaba, en dos ocasiones lo hacía, y luego se levantaba, abandonando la cama de casi un salto. Una de sus víctimas le hacía compañía, la otra estaba por arribar pero Segundo continuaba tripulando un cometa que tal vez haría impacto. De todos modos, al menos podía respirar. Y la madrugada también estaba decididamente encaminada. Segundo mantenía adormecidos los sentidos y ellos seguían acompañándolo, inmóviles y expectantes, a la espera de su primera reacción. Tenía los ojos tan cerrados que parecían sellados con pegamento. Estaban sentados en las únicas sillas que decoraban la habitación, separados por una mesita cuadrada que alojaba un velador. Francisco se había cruzado de piernas, ensimismado con las gotitas escurridizas del suero. En cambio ella se afligía, recordando los extraños episodios que habían acontecido en el restaurante: había atravesado un momento indeseado para cualquier señorita que amaba a su prometido y proyectaba un futuro a su lado, pero la joven millonaria había decidido callar. Su padre estaba viajando al hospital y perseguía distraerse con una revista empresarial desde el asiento trasero de su lujoso vehículo que conducía un chofer. Si el tránsito y los semáforos lo permitían, no demoraría más de cuarenta minutos en arribar al hospital. Su hija había recurrido al olvido pero sentía impotencia, eso la forzaba a lagrimear. Lagrimeaba. Francisco advertía su tristeza y comenzaba a consolarla, sólo porque temía que esas lágrimas pudieran alterar el ánimo de su padre:
—No sufras, bonita. Hagamos de cuenta que Segundo duerme una siesta. Su parte médico es muy alentador.
Separaba las piernas para extenderle el brazo y poder acariciarle el antebrazo.
—Sí, lo sé… es que lo amo, estoy enamorada de su hijo y no merezco tanto sufrimiento.
Sus lágrimas caían en picada pero ella las desviaba con la uña de su dedo índice toda esmaltada.
— ¿Sufrir? En todo caso deberíamos estar agradecidos. Pudo haber sido peor.
—Usted no entiende nada. Dejémoslo así, necesito pensar en soledad.
Se estaba incorporando. Se dirigía a la puerta del baño. Francisco la acompañaba con su mirada y sus dudas se multiplicaban: en primer lugar, dudaba de que Segundo hubiera cruzado la calle a mitad de cuadra en una zona tan transitada, era muy prudente, además le tenía pánico al tránsito vehicular (el accidente de sus padres lo afectaba desde temprana edad); en segundo lugar, cada vez que ella reconstruía los episodios del accidente, buscaba evadirlo con respuestas que pudieran apartarla del asunto. Acababa de responder que desmerecía tanto sufrimiento que solamente ella podía comprender. Había gato encerrado y Francisco olía mentira. Muy preocupado, abandonaba la silla y, como podía, se sentaba a un lado de Segundo, en el mismo colchón. Le acariciaba las manos. Desde el baño, Priscilla sufría los atropellos del desafortunado accidente y su impensado re-encuentro con Martina. Ambos hechos le pesaban sobremanera. No podía quitarse de la mente las declaraciones de esa mujer que los había sorprendido nuevamente. Esa muchacha había descargado sentimientos que Segundo había negado la noche que se cruzaron en el hotel. Si bien era una persona ingenua, Priscilla era mujer, motivo por el cual dominaba un sentido que quizá los hombres no sabemos potenciar: la intuición. No tenía mucho por hacer más allá que rogarle a Dios por el bienestar de su amado, pero sus recuerdos renacían y la sometían a los malos pensamientos en el preciso instante en que refregaba su cara con agua tibia y jabón de tocador:

—Buenas noches. ¿Podríamos compartir la mesa?
Quien se había presentado era Martina, tomando asiento en la silla del restaurante que Segundo acababa de abandonar, transcurridos cuatro minutos y treinta segundos. Priscilla la observaba con todo su desconcierto a cuestas, intrigada de conocer las pretensiones de esa misma muchacha que los había sorprendido en el ascensor del hotel. Recordaba las facciones de su rostro como si los días no hubiesen corrido. Sentía la lengua adormecida, los nervios la bloqueaban hasta conducirla a una inacción extrema que le impedía hablar:
—Al fin estamos solas —agregaba despectivamente—. No sabés cuánto esperé este momento. ¿Sabés quién soy, no?
—Dejame tranquila, querés.
Encima Martina se le reía en la cara, irónicamente, pero retomaba la ofensiva:
—Lo mismo podría decir yo, estaría en todo mi derecho hacerlo pero más allá de que usurpaste mis ilusiones, quiero decirte que tu noviecito es un tramposo.
—A ver… ¿por qué habría de serlo?
—Seguramente debe prometerte hasta lo que no tiene pero es un egoísta porque él no te quiere. ¿O acaso te dijo que te ama?
— ¿Cuáles son tus pretensiones? Si me quiere o no, es un tema que no te incumbe. Me estás faltando el respeto y eso ya no puedo tole-ra-rarlo —tartamudeaba mientras presionaba un pan de salvado que apolillaba en un canasto de madera.
— ¡Ay, pobrecita! Además de ingenua sos… ¡sensible! ¿No te das cuenta de que Segundo está a tu lado porque busca acercarse a tu padre? Es un tarado de cuarta que quiere vengar la muerte de su familia. Segundo, o como corno se haga llamar, no es quien dice ser. Abrí los ojos, nenita.
Sus dichos bochinchosos acaparaban la atención de todos los presentes que rodeaban la mesa.
— ¿Quién es Segundo?, —preguntaba Priscilla—. ¿Por qué me odiás si jamás me conociste? ¿No te das cuenta que Segundo y yo nos amamos?
Terminadas sus preguntas, comenzaba a llorisquear. Eso provocaba que Martina se callara, a pesar de todo, sus lágrimas abrían ciertas heridas que no había podido cicatrizar. Era consciente de que Priscilla era una víctima pero su realidad se le hacía incontrolable e insoportable. Seguían enfrentadas, cara a cara, de cada lado de la mesa. Priscilla lloraba y contagiaba su angustia. En definitiva, tanto Segundo, Priscilla y ella eran víctimas de la cruenta historia familiar. Justo cuando Martina buscaba unas palabras que pudieran apaciguar el mal momento, el mismo comensal que después ingresaba al toilette y le informaba a Segundo la disputa amorosa, caminaba en dirección a la barra para alertar a uno de los empleados del restaurante, pero era un poco tarde porque Priscilla sentía frío en el pecho y necesitaba aislarse: ¿qué mejor que reflexionar en soledad? Martina la confundía demasiado, los negocios de su padre también, entonces arrojaba una servilleta a un plato de porcelana que deterioraba la imagen de su cara y comenzaba a huir en dirección a la puerta de salida en busca de un coche taxi que la auxiliare y transportase a su mansión. Martina, en cambio, se quedaba sentada pero giraba la cintura para verla salir, y desataba un llanto desenfrenado porque se sentía una porquería, ni siquiera oía la orden del mozo que le ordenaba a los gritos abandonar el salón.

Priscilla, Priscilla, vení por favor. ¡Segundo ha reaccionado!, le informaba Francisco a viva voz, desmoronando todos sus recuerdos.