lunes, 10 de diciembre de 2012

Entrega nro. 66


Habían transcurrido siete minutos desde las diez de la noche. Segundo descansaba su cuerpo extenuado en el sillón que decoraba su guarida hotelera de nostalgias, amores y olvidos. Demasiadas emociones para una jornada que había contado con un encarcelamiento hospitalario, sorpresas del pasado, una cita sexual impredecible, la materialización del amor y una siesta con Priscilla que se había extendido desde la once de la mañana hasta las cinco de la tarde. Ella acababa de retirarse para que, su chofer y un custodio de su padre, la trasladaran a la mansión de los pasadizos, pero Segundo no lograba dejar de pensar en Martina, todavía recordaba el paso fugaz de sus manos por sus siluetas, aún respiraba el gemido de sus corazonadas, estaba sumido en una confusión sentimental y, como si eso fuera poco, presentía que se acercaba la hora de destruir al asesino de sus padres. No disponía de noticias de Francisco, tampoco le importaba. Cuántas sensaciones en tan pocos días estaban desviando el curso de su destino. Jamás hubiese apostado a su re-encuentro con Martina. Es que habían practicado el ritual del amor, fusionando sus emociones con los cuerpos excitados y los flujos reconciliados. Sin saberlo habían procreado, o sabiéndolo, pero habían jurado mantenerse en contacto como dos fugitivos que no podían exhibirse juntos, a pesar de que él tuviera que fingir un noviazgo indeseado y saciar sus deseos con otros labios, con otro cuerpo de mujer. Un encuentro caprichoso y peligroso que prefería ocultar porque temía que Francisco se opusiera. En definitiva no era la primera vez que Segundo se veía forzado a mentir para batallar esos fantasmas del pasado que tanto daño le causaba: había tenido relaciones carnales con Teresa y Francisco no lo sabía.
La iluminación del living que lo auxiliaba con su desvelo era tenue. Un equipo musical exteriorizaba canciones rockeras sobre el viciado ambiente con fragancias tabacaleras que compartía con su soledad y la incertidumbre que implicaba su vida. Era la primera vez —en lo que iba del día— que podía cerrar los ojos y reflexionar, había estado acompañado durante todo el día, y cuando uno dialoga con su soledad la vida presenta otros matices. Estaba desorientado, claro. Por un lado quería estar con Martina, por otro no se sentía preparado para atender sus sinceras declaraciones de amor. Lo único que podía hacer era escuchar su corazón afligido. Apenas podía calmar sus alocados deseos de venganza que ya le costaba dominar. Era por eso que desactivaba su celular y daba unos pasos en dirección al baño para preparar un baño de inmersión que pudiese auxiliarlo con su desesperado intento de borrar las vivencias que marcaban y perfilaban su vida hacia una ruta desconocida que, si los vientos del tiempo le eran favorables, podía ser la misma en la que sus padres habían desaparecido.
En esos instantes, Francisco cumplía con un compromiso decisivo: pasaba la noche en el campo de Araña jugando una partida de ajedrez, como si las piezas representasen el plan que ya habían ordenado ejecutar. Estaban separados por una mesa pero enlazados por un campo de batalla, un tablero de ajedrez petrificado en una plancha de mármol, fijada en la mesada. Francisco jugaba con las piezas negras, fumaba un puro que relajaba su colilla en un cenicero de piedra. Araña había tomado la iniciativa al mover un peón, completando así el máximo ataque permitido para un guerrero de mármol que se adentraba en campo enemigo. Se preparaba para contra-atacar ante posibles ataques de su oponente. No conversaban con las cuerdas vocales pero sí lo hacían con las miradas, aunque apenas podían percibir el color de sus retinas porque la luz escaseaba. Arana tenía sesenta y ocho años, su cabello era rubio, sus ojos celestes, no tenía barba pero llevaba pelos de insecto en las venas porque amaba las arañas, sobre todo a las tarántulas; su estatura abarcaba poco menos de dos metros y era delgado, aunque las apariencias engañaran porque era un señor pesado, o mejor dicho, peligrosamente pesado. Sólo hablaba cuando hacía falta y de hecho no había hablado desde que habían decidido cotejar la partida bajo el fiel testimonio de cuatro paredes y un techo que conformaban su despacho de operaciones. Estaban ubicados en el primer piso de su guarida, cimentada a trece pasos humanos del dormitorio o ciento ochenta pasitos de tortuga. Era hora de que Francisco moviera un soldado, tenía que responder con un contraataque y para ello seleccionaba el peón que custodiaba a la torre, mano derecho de la reina (como su mismísimo apellido). Con una cara pensante, apoyaba el dedo índice sobre la base del místico guerrero y avanzaba un casillero, dándole forma a un acto macabro que lentamente se concretaba:

—Estoy agotada —rezongaba Priscilla—. Ha sido un día muy difícil de sobrellevar pero lo importante es que Segundo ya está ileso.
La millonaria estaba sentada en el asiento trasero de un lujoso vehículo que pertenecía a la flota de su padre, lo conducía un chofer, también de su padre, que atendía sus quejas a través del espejito retrovisor. El coche transitaba por una calle de San Isidro, restaban poco más de ochenta casonas para arribar a la mansión. Estaba agotada, desganada, no había dormido durante toda la noche sumado al hecho de experimentar momentos extraordinarios para cualquier señorita que llevaba una vida acomodada. Para bien o para mal, no conocía los riesgos. Parecía mentira pero ni siquiera habían tratado los disturbios ocasionados por las desdichas de Martina. Habían acordado postergar las explicaciones porque Segundo necesitaba descansar, física y psíquicamente. Las preguntas inconclusas podían esperar y Segundo necesitaba decirle adiós a tanta tensión, al menos por unas horas.
Un coche alemán los custodiaba desde una distancia que no superaba los quince metros, por momentos eran más, pero los custodiaba en rigor, enfocando sus potentes faroles blancos hacia el paragolpes trasero. Priscilla era la hija de un hombre de negocios cuyos negocios querían ser negociados por otros negociantes; así de compleja era su vida y siempre lo sería hasta tanto su padre abandonase la clandestinidad o, sorpresivamente, un rayo lo partiera en dos. Todo seguía su curso normal mas allá de que Priscilla luchase en silencio con su consciencia para anestesiar los malos recuerdos ocasionados por Martina.
Un semáforo los detenía con su luz rojiza en una esquina rodeada de terrenos baldíos. La brusca frenada del coche los había hecho cabecear. De todos modos, sacaba un espejito de su cartera y olvidaba la mala maniobra del porque quería revisar el maquillaje que enmascaraba su rostro pálido. La cartera estaba echada en el asiento trasero, a su lado izquierdo. Como se veía poco, encendía la luz del habitáculo, aquella que tenía al alcance de su mano, la más próxima a su oreja derecha. En esos instantes veía por el espejito un vehículo con vidrios oscuros volcándose a un lado del coche que manejaba su custodio. Estaban parados en una calle desolada, sedienta de voces humanas. El semáforo seguía de rojo. Algo andaba mal, sin embargo continuaba revisando los tesoros faciales que los genes de su madre habían impuesto a su rostro angelical.