jueves, 13 de diciembre de 2012

Entrega nro. 71


Lejos, bien lejos de la pampa bonaerense, Francisco y Araña continuaban sentados y separados por el tablero de ajedrez. La tarántula se escondía en un recoveco del salón. El teléfono del mandamás hotelero timbraba, la pantallita anunciaba que Felipe lo llamaba.
—Es Felipe —informaba, atragantándose con saliva—. ¿Y ahora qué hago?
—Decirle que lo estás esperando en el campo. Vamos, no tengas miedo.
— ¿Miedo, yo?
El celular estaba apoyado en la mesada, o en el tablero, eran la misma cosa. Ya había sonado en siete ocasiones. Felipe podía esperar cuanto tiempo fuera necesario, tenía que despojar ciertas sospechas que le estaban carcomiendo el cerebro cual polillas hambrientas devorando los atuendos en un placard. Francisco respiraba hondo y se decidía a atender:
—Felipe: ¿cómo le va?
—Buenas noches, Francisco. Excellent. ¿Y a usted?
—Esperando visitas.
—Ah, muy bien. Estamos encaminados. Por casualidad, ¿tiene idea dónde podrían estar los prometidos?
— ¿Nuestros hijos?
—Por supuesto.
—En el cine. ¿Por?
—Porque quiero saludar a mi hija. ¿Usted la vio?
—No la he visto. Hace rato que estoy en el campo, pero despreocúpese que deben estar muy cómodos en una sala de cine. A propósito, ¿hay mucho tránsito en la ruta?
—Podría decirse que sí. Estamos por atravesar el puente de Luján.
—Perfecto. Entonces estarían arribando en poco menos de cinco minutos. ¿Lo esperamos a la vera de la ruta?
—No se haga problema, don Francisco, mi chofer conoce la jurisdicción a la perfección.
—Entonces debe de ser un hombre honesto.
—Usted mismo lo ha dicho. Estos provincianos son buena gente. Bueno, nos vemos pronto.
—Hasta pronto, querido Felipe.
Una nueva conversación telefónica había concluido. Las sospechas de Felipe se multiplicaban: tanto Segundo como Francisco se habían contrariado en las respuestas. Le llamaba la atención el hecho de que Francisco guardara tanto interés por conocer el momento exacto en que tendría lugar su arribo campestre. Para su desgracia, Felipe desconocía que su automóvil ocultaba un rastreador satelital, comúnmente conocido como GPS, un localizador que había sido instalado entre el motor y el carburador por el desleal custodio asesinado poco antes del deceso de Priscilla. Felipe daba por hecho que Segundo descansaba en el hotel, por lo que comenzaba a teclear su celular para ordenarle a uno de los matones:
—Quiero que ahora mismo vayan por Segundo y lo secuestren. Está en el hotel de su padre. Búsquenlo en su suite. Lo quiero vivo. ¿Quedó claro?
—Afirmativo, señor. ¿Cuál será su destino?
—La casa del embajador.
La cara del chofer se resumía en la confusión total, tan sólo sabía que debían regresar de inmediato a la urbe aunque desconociese el destino final. Felipe había cerrado la comunicación y advertía su desconcierto por el espejito retrovisor. Empinaba la petaca. El alcohol quemaba en su garganta pero sus labios necesitan ordenar:
—Pisá el acelerador como nunca en tu vida lo hiciste y marchemos a Barrio Parque. Vamos a torturar al infeliz de Segundo Reina hasta tanto no tenga más opciones que delatar quién ha sido el suicida que mató a mi hija.