sábado, 15 de diciembre de 2012

Entrega nro. 76


En ese ínterin, Francisco observaba el maletín plateado que Araña exploraba con devoción. Estaban sentados en la puerta del baúl, iluminados por un foco de cien watts que colgaba de una tarima. Las sombras de sus cuerpos formaban una extraña figura sobre la pared de madera que tenían enfrente. El altillo parecía el interior de un barco, aventurero del mar durante siglos. Todo era de madera, excepto un dispositivo tecnológico que Araña comenzaba a revelar al correr la plancha de corcho que lo cubría.
— ¿Y eso? —indagaba Francisco, acosado por la curiosidad.
— ¿Esto? Parece un teléfono, ¿cierto?
— ¡Me voy ahora mismo!, —se paraba enérgicamente—, no estoy para bromas. Yo mismo me encargaré de fusilarlo.
—Pará, loquito impulsivo, quedate acá. Esta reliquia te va a devolver las ilusiones.
Araña había logrado detenerlo, lo sujetaba del antebrazo, del izquierdo. No lo soltaba. Se miraban sin mediar palabras, aunque con la complicidad de sus miradas. Francisco sentía una agónica desesperanza que fluía por su torrente sanguíneo, pero otra vez su aliado se distendía.
—Esto que ves acá es un maldito detonador —informaba Araña—. ¿No querías volar en mil pedazos a ese hijo de perra?
Francisco no podía creerlo, un detonador posaba frente a sus ojos cual racimo de rosas. Se dejaba avasallar por ese artefacto macabro que nunca defraudaba sus ataques. Ahora estaba un poco esperanzado, y muy expectante. Reaccionaba aflojando los músculos de las piernas, y dejaba caer las nalgas en el baúl.