domingo, 16 de diciembre de 2012

Entrega nro. 80


Puerto Madero presentaba otra realidad. Los pasillos del hotel de Francisco eran testigos directos del avance de los custodios de Felipe. Ellos acataban la orden de secuestro a quien en su momento era el prometido de Priscilla. Estaban armados, uno era un ex convicto por robo calificado seguido de muerte. De más estaba decir que despreciaban la vida ajena, y la propia. Conformaban una banda de individuos despiadados a quienes solamente los movía la guita y el honor de pertenecer a un apellido siniestro. Estaban dispuestos a entregar sus vidas por Felipe y para Felipe, él los había malintencionado hasta tal punto de robarle la identidad gracias a su carismático perfil patriarcal. Felipe era un gran patriarca como muchos de los dictadores políticos que gobernaron la República Argentina en el siglo XX, pero la misión no sería tan simple porque tres custodios de Francisco ya velaban por la seguridad de Segundo desde el milagroso instante en que Martina había logrado ingresar en la suite. Para sus desdichas, esos custodios desconocían que los apóstoles de Felipe se preparaban para fulminarlos. Esos pasillos olfateaban violencia. El enfrentamiento era irreversible. Sin embargo, Segundo y Martina divagaban entre sábanas y un televisor que habían decidido apagar. La vida tenía esas cosas, así como el amanecer puede suceder al crepúsculo y viceversa. Nada estaba escrito, todo podía suceder en cuestión de segundos o por Segundo.
— ¿Fuiste a la obstetra? —le consultaba él mientras enroscaba las manos en su cintura.
—Me hice un test y confirmó nuestro embarazo. Es algo raro y hasta difícil de explicar pero la mañana que hicimos el amor me recosté en la cama de casa y sentí un volcán en el vientre. Era una señal.
—Deberías consultar a una obstetra.
—Lo haré —le besaba la mejilla izquierda—, pero ¿por qué no vamos juntos?
—Cielito mío, sería un placer poder acompañarte pero todavía estoy cercado y no podemos exponernos juntos. Si Felipe nos descubre podría pasarles cualquier cosa.
— ¿A quiénes?
—A ustedes… a vos y nuestro bebé.
Martina no tomaba conciencia de lo riesgoso que resultaba ser la mujer de un hombre que odiaba y era odiado. Encima los matones de Felipe estaban al acecho, a punto de atacar desde la escalera, aguardando el momento justo para tomar por sorpresa a los custodios de Francisco que, en esos momentos, hablaban entre ellos desde el pasillo, a pocos pasos de la puerta de la suite. El enfrentamiento era inminente.