lunes, 17 de diciembre de 2012

Entrega nro. 84


Amordazado, y con las muñecas esposadas por cinco vueltas de cinta adhesiva, Segundo sentía el cuerpo paralizado en la inquietante oscuridad del baúl del automóvil de los tres matones de Felipe. Circulaban por avenida Leandro N. Alem, con destino directo a la casa del embajador. Segundo sentía el mismo pánico que había experimentado en el ataúd donde  estaba el cadáver de su abuela, el mismo terror que había desafiado en aquella habitación claustrofóbica de la mansión del mafioso asesinado. Apenas podía mover el cuerpo. No tenía escapatoria y se sentía agotado. Para su suerte, los matones seguían desconociendo que Felipe había sido aniquilado.
Un semáforo de la avenida Figueroa Alcorta los detenía en una esquina frente a los costosos edificios del barrio Retiro. Los latidos de Segundo sonaban cual bombo a destiempo tocado por un niño que tan sólo pretendía hacer barullo. Se sentía desganado y hasta resignado, presumía su final. Los recuerdos renacían como una película que resumía las escenas más relevantes de su historia: el amor incondicional de su abuela; el cementerio y la misteriosa aparición de Teresa; el romance con Martina; una carta delatora; el encuentro con Florencio Restrepo; la infidelidad de su padre; Felipe y su princesa; venganza, venganza y más venganza; un accidente; el embarazo; el sorpresivo asesinato de la familia Gianittore y su posterior secuestro. Su cerebro proyectaba imágenes sucesivas que alteraban sus emociones. Lo único que lo motivaba a respirar era saber que sería papá y que una mujer lo amaba y esperaba con ansias, pero ya no tenía ni fuerzas para rogarle a Dios una bendita liberación.
El automóvil estaba desviándose a gran velocidad por una calle que bordeaba una plaza. Tomaba una curva en el preciso instante en que un perro abandonado cruzaba la calle. El conductor —un matón de Felipe— reaccionaba con un volantazo pero perdía el control y se estrellaron contra un árbol. El estruendo había perforado los tímpanos de Segundo, quien, golpeado, sentía gusto a sangre y molestias en todo el cuerpo. Ahora había luz, el baúl estaba entreabierto. Como podía, asomaba la cabeza. Olía nafta y neumáticos quemados. Se las rebuscaba para salir. Nadie transitaba la zona. Veía una cabeza echada en el respaldo del asiento trasero; más adelante y sobre el capot, un perro despedazado estaba pegado como chicle en el parabrisas. Salía del baúl, también como podía, cayendo al suelo con la pierna derecha y después con la espalda. Se incorporó y rengueó unos metros, olvidando que había sido secuestrado. El árbol estrellado parecía una palmera retorcida. El sistema de airbag funcionaba como almohada del rostro del conductor. A su lado derecho había un acompañante que llevaba puesto el cinturón de seguridad: tenía los labios partidos y la nariz media desprendida. Parecían desvanecidos, o muertos. Segundo estaba confundido, sentía impotencia. Le dolían todos los huesos. Era el segundo accidente en menos de una semana pero entendía que se trataba de un momento ideal para escapar. Entonces respiraba hondo y, con mucha fuerza de voluntad, rengueaba hacia la vereda. Buscaba alguien que lo auxiliase mientras se liberaba de la cinta que le ataba las muñecas. Estaba tomando consciencia de su milagro: Dios había entregado la vida de un perro para salvar la suya. Ya no sentía la sensación de adrenalina fluyendo por todo su cuerpo. Tan sólo quería estar con Martina para casarse y protegerla contra viento y marea de cualquier amenaza que pudiera peligrar la llegada al mundo de su bebé. Manoteaba la llave que abría el candado de la ex concesionaria de su padre y se largaba a andar por las plazas, estimando que tendría que caminar al menos siete cuadras por avenida Del Libertador para poder resguardarse en esa casona de sus recuerdos aplastada por la desaparición de su familia. Eso sí, Segundo no veía que uno de los matones había despertado y seguía sus pasos, rengueando como él, a menos de cien metros, dispuesto a fulminarlo. Y a unas pocas cuadras, tal vez diez, estaba la casa del embajador, donde más matones de Felipe esperaban por el cautivo o un llamado telefónico que los pusiera en acción.