martes, 18 de diciembre de 2012

Entrega nro. 86

Los neumáticos del Torino marcaban huellas sobre el asfalto. Segundo presionaba con el talón derecho el acelerador. Así avanzaba tres cuadras hasta clavar los frenos porque un semáforo se ponía de rojo. Miraba por el espejito retrovisor pero la visibilidad era nula. La pintura volcada en el baúl había pintado toda la parte trasera. Divagaba con la compañía de su padre, era por eso que perdía la mirada en el asiento del acompañante. Un bocinazo lo devolvía a la realidad. La bocina había sonado metros atrás, había sido tocada por un conductor que aguardaba su marcha para poder circular. El único elemento que Segundo tenía para inspeccionar los alrededores eran los dos espejitos de las puertas delanteras, pero resultaban inútiles porque estaban desacomodados. Posicionarlos implicaba una pérdida de tiempo que no podía desperdiciar. Necesitaba alejarse lo más pronto posible de la concesionaria. Encajaba el primer cambio y avanzaba. Su destino parecía estar sometido por los desafíos y el terror: el vehículo que trasladaba a los custodios del embajador imponía la carrocería por encima de la trompa del Torino. Segundo reaccionaba con un volantazo. Las ruedas delanteras invadían la vereda. Uno de los custodios asomaba el caño de un revólver desde la ventanilla trasera. Le estaba tatuando la mira infrarroja en la frente. Segundo la percibía cual chispazo de energía, eso lo impulsaba a meter la reversa y maniobrar un giro rebuscado que para su suerte lo terminaba devolviendo a la calle. Pisaba el acelerador y conquistaba algunos metros. Circularon por una calle, doblaron por otra y retornaban peligrosamente a la misma avenida. El semáforo estaba de rojo. Segundo ya estaba jugado, necesitaba cruzarla aunque le costara un accidente. Al cruzarla era sorprendido por un camión recolector de residuos, le anteponía el paragolpes delantero, pero sus reflejos funcionaban a la perfección y lograba esquivarlo, evitando el impacto. Recorría una calle que estaba bordeada por plazoletas. La ajuga del kilometraje superaba los ochenta kilómetros por hora. A pesar de conducir el Torino como casi su padre podía hacerlo, los temibles matones no perdían de vista sus maniobras y se acercaban. Segundo quería vivir pero su vida estaba comprometida. Como venía, tomaba una curva y efectuaba un giro rebuscado hacia su lado izquierdo. Los neumáticos chillaban pero se bancaban el paso de los años sin quejas ni olvidos. Estaba superando los noventa kilómetros por hora. Circulaba a contramano por una calle. Una camioneta doblaba en el preciso instante en que él giraba por la esquina. Clavaba los frenos y cabeceaba hacia el volante. El paragolpes de la camioneta había rozado la trompa del Torino. Segundo lo había desviado hacia una vereda que estaba cercada por paredones de concreto. Escaseaba la iluminación, la cuadra estaba desalmada. Con el corazón en la garganta, comenzaba a circular por la vereda. Recorrió poco más de treinta metros hasta conseguir retornar a la calle. Había un edificio custodiado por dos uniformados. Estaban metidos en una garita. Los matones iban tras él, situados a unos setenta metros. El Torino estaba parado en el medio de la calle, en diagonal. Desde esa posición advertía la presencia de los matones. Muy preocupado por su vida, salía del coche y se acercaba a la garita para suplicar:
— ¡Por favor, déjenme pasar! ¡Me quieren matar!
Los uniformados parecían estar desconcertados. Lo miraban con asombro, no era para menos considerando que un coche de carrera había sido detenido en el medio de la calle. Su conductor les suplicaba ayuda, temiendo por su vida. Mientras uno de ellos solicitaba colaboración a las unidades policiales que patrullaban la zona, el otro desenfundaba un revólver y egresaba de la garita. Le apuntaba al pecho mientras acortaba distancia con un portón enrejado que daba con la calle.
— ¿Tenés una idea dónde estás metido? —le ladraba el uniformado sin bajar la mirada.
Los matones habían estacionado a unos veinte metros de la garita, estaban resguardados por la sombra de un poste de luz opacado por la copa espesa de un árbol. Segundo estaba entre los matones de Felipe y el uniformado armado.
— ¡Pendejo, esto es una embajada! —agregaba—. Poné las manos en la reja o te haré agujeros en el estómago.
Segundo lo observaba, tenía la mirada perdida:
—Sí, cómo no…, cálmese.
Pero no lo dudó ni un instante y comenzó a huir hacia la calle. Corría como nunca en dirección a una avenida. Los matones habían advertido su fuga y retomaban la persecución. Segundo había abandonado el Torino y estaba parado en una esquina, presumía que cruzar esa avenida era una idea suicida ya que los vehículos circulaban a gran velocidad. Giraba el cuello y se encandilaba con los faroles del coche que trasladaba a los matones. Habían activado las luces altas, persiguiendo su confusión tal vez. Pero Segundo hallaba una nueva esperanza al tomar conocimiento de que un colectivo de línea urbano estacionaba en una parada. Despedía a unos pasajeros. Corría cual liebre en dirección al colectivo, alcanzándolo poco antes de que se cerrasen las puertas. Tenía que pagar el boleto. Metía las manos en los bolsillos del pantalón y tanteaba un billete. No tenía monedas. Dos pasajeros estaban ubicados en los asientos traseros.
— ¿Cuánto es? —le preguntaba al chofer, siguiendo por la ventanilla cada movimiento de los matones.
— ¿A dónde vas, pibe?
—A unos quince cuadras.
—Entonces son ochenta —le informaba de mal humor, examinándolo por un espejo que estaba instalado por encima de un estéreo.
Segundo estaba sudado y agitado. Su ropa estaba sucia, arrugada y hasta tajeada a la altura del muslo derecho. El fuerte impacto sufrido en el baúl le había roto el pantalón.
—Señor, no tengo cambio y necesito viajar.
—Entonces bajate —volvía a ladrarle cual perro maldito.
—Es que tengo una urgencia. ¡Se lo ruego!
El chofer gesticulaba enfado. Se producía un silencio. Mientras tanto, un custodio del embajador bajaba del vehículo dispuesto a llenarlo de pólvora. Había tomado conocimiento de que Felipe había sido salvajemente asesinado.
— ¡Bajá o llamo a ese cana! —señalaba el chofer a un oficial de policía que custodiaba el barrio a unos cien metros.
Segundo estaba desorbitado, lo estaban echando del colectivo y un matón de Felipe golpeaba la puerta del colectivo para limpiarlo. Con un nudo en la garganta que dificultaba el trabajo de sus cuerdas vocales, corría desesperado hacia el fondo del colectivo. Descendía por la puerta trasera en el preciso instante en que el custodio ascendía. Segundo estaba parado a unos cinco metros del coche de los matones, tenía que cruzar la avenida aunque le costara un nuevo accidente. O su muerte. Junto a Dios, esquivaba los vehículos que iban y venían, sintiendo esa sensación de peligro pero ya nada le importaba. Milagrosamente, se adentraba en un callejón invadido por la oscuridad. No sabía dónde refugiarse ni tampoco tenía noción de lo que hacían los matones. Le temblaban las piernas, su garganta se resecaba, pero se esperanzaba al ver a un cartonero que empujaba un carro en soledad. Tenía que pedirle ayuda, para ello se prendía a su hombro derecho. Al voltearlo descubría una nueva sorpresa: el cartonero era el mismo linyera que en dos ocasiones lo había sorprendido cantando tangos en la vereda. Ese sujeto misterioso, que hasta le había dedicado una canción, reaparecía en su vida como cartonero. Segundo estaba desconcertado pero de alguna manera necesitaba rogarle ayuda:
—Señor, a usted lo conozco. Escuche: me siguen porque me quieren matar. Necesito ocultarme dentro de su carro. ¡Se lo suplico!
—Buenas noches, caballero. También lo recuerdo. ¿Estás desorientado y no sabés, qué bondi hay que tomar… para seguir?
¡Qué curioso! El callejero había acudido a la letra de un tango para ayudarlo. Segundo intuía que el peligro crecía e insistía con súplicas porque quería vivir:
— ¡Exacto! Estoy desorientado. ¿Me das una mano?
En buen momento, el cartonero levantaba su mano, insinuando su resguardo dentro de una bolsa gigante que cargaba con un carro. El carro estaba compuesto por una base de hierro, un par de manoplas y dos ruedas de bicicleta que ejercían movilidad. Esperanzado por la gentileza del cartonero que ya consideraba un amigo, y un salvador, se zambullía en la bolsa cual pibe lanzándose a una piscina. Se cubría de papeles mientras los matones retomaban la búsqueda y se adentraban en la oscuridad del callejón. Un segundo más a la intemperie hubiese frustrado su fuga. Dios estaba de su lado pero no todo estaba escrito porque los matones acortaban distancia y se detenían frente al carro, el cartonero y su cuerpo tembloroso. El matón de Felipe, el mismo malviviente que lo había seguido hasta el garaje, bajaba la ventanilla del coche y asomaba el mentón para indagar:
— ¿No viste a un flaco corriendo?
— ¿Cómo? —se desentendía el cartonero.
El matón inspeccionaba la bolsa. Tan sólo un movimiento de Segundo daría por cerrado su ciclo de vida. Él estaba ahí, sintiendo sus pulsaciones y las del cartonero, rogándole a Dios que los matones desaparecieran. El matón seguía observando la bolsa, necesitaba despojar ciertas dudas y para ello recurría a una pistola de caño largo que apuntaba al bolsón.
— ¿Señor, qué hace? —se aterraba el cartonero.
—Cerrá el pico y observá.
Y pum, pum, pum, el matón había disparado tres balazos a la bolsa sin siquiera perder el pulso, tres disparos sucesivos en esa bolsa que ni siquiera se movía. El cartonero había retrocedido varios pasos, presumiendo lo peor.
—Vamos —le ordenaba el matón al conductor—, busquemos a esa rata antes de que pueda escapar.
Rezongando como un loco desquiciado, subía la ventanilla. El coche había arrancado y poco a poco se perdía de vista hasta girar por una esquina y desaparecer. El cartonero se acercaba a la bolsa, agarrándose la cabeza. Después se lanzaba en su interior. Se sentía en problemas. Escarbando los papeles, detectaba un mechón de cabello. Después el cuello de una camisa. Le pertenecían a Segundo. Estaba inmóvil y lo daba por muerto.
— ¿Por qué? —exclamaba hacia los cielos.
Los ojos de Segundo estaban cerrados, daba la sensación de que no respiraba.
—Por favor, decime que estás vivo. Respondeme, ¡carajo!
Pero un milagro comenzaba a desdibujar la angustia de su cara: Segundo estaba abriendo los ojos y respiraba. Tenía la cara pálida y no se movía. Como podía, miraba los ojos del cartonero y le preguntaba con una voz debilitada:
— ¿Se fueron?
— ¿Te dieron?
—Le dieron a tus cartones. Rajemos ahora mismo de este lugar.
El cartonero tenía los ojos llenos de lágrimas, por momentos alzaba los brazos como si quisiera abrazar a Dios. Segundo estaba ileso, era un milagro. A pesar de todo, estaba en buenas manos y podía finalmente suspirar.