sábado, 22 de diciembre de 2012

Entrega nro. 90


El testimonio de Martina rompía el iceberg de la investigación, abriendo el caso policial y destapando los oídos de Francisco que, a esa altura de las circunstancias, registraban minuciosamente cada detalle del testimonio grabado minutos antes aunque su abogado continuase demorado en la planta baja del edificio de los prefectos:

—En realidad mi novio tiene documentación falsa y se hace llamar… Segundo Reina — revelaba Martina con los nervios desatados.
—No comprendo.
—Consiguió documentación falsa y simular ser el hijo de Francisco Reina, el propietario de este hotel.
—Pero, ¿dónde está el hijo de Francisco? Perdón, ¿tu novio?
—No lo sé. Estábamos en la suite y de repente nos enteramos que habían asesinado a Priscilla, la hija de Felipe. Después llamó Francisco por teléfono y nos advirtió que escapáramos urgentemente.
—Continúe, por favor.
—Me ayudó a escapar con unas sábanas.
— ¿Cómo? —se confundía.
—Estábamos en la suite, allá —elevaba el dedo índice en dirección al techo—, en el tercer piso. El timbre sonaba y Francisco nos advertía por el teléfono que nuestras vidas peligraban. Entonces utilizamos unas sábanas para escapar pero Segundo se quedó —se callaba unos segundos—, ¿lo capturaron? ¡Necesito saber dónde está! —le rogaba y despojaba las primeras lágrimas.
—Tranquila. Intento comprender el suceso pero, ¿Segundo es tu novio?
—Sí —asentía con la cabeza—, él es mi amor, mi único amor.
Martina comenzaba a cubrirse la cara con las manos temblorosas.
—Hagamos un repaso: tu novio se llama Segundo Noruega, es el hijo de Antonio Noruega pero pasó a identificarse como Segundo Reina, es decir, como el hijo de Francisco. Les avisaron que querían asesinarlos y reaccionaron a tiempo huyendo por el balcón, pero tu novio no hizo a tiempo.
—Exacto. Yo lo amo, es el padre de mi beba. ¿Dónde está?
—Ya lo ubicaremos, no se haga problema. Ahora quisiera reconstruir otro hecho: ¿cómo se enteraron de que Priscilla había sido asesinada?
—Por la televisión, compartíamos la noticia de mi embarazo hasta que pasó lo que pasó.
—Use este pañuelo, por favor —se lo cedía tras sacarlo del bolsillo de su pantalón—. ¿Qué relación mantenía Priscilla con su novio?
Martina absorbía sus lágrimas con el pañuelo de tela cedido por el fiscal, cerraba los ojos y se mordía los labios hasta retomar nuevamente la confesión:
—Priscilla era la novia de mi novio. Estuvimos distanciados algunos meses.
— ¿Perdón?
—Quiero irme, por favor.
—Martina, ten calma. Acá está segura, nadie puede dañarla.
— ¿Lo va a  ubicar? —se estiraba para tomarlo de la mano, echada sobre la mesada.
—Se lo prometo por mis hijas. ¿Quiere descansar unos minutos? Podemos retomar la conversación cuando usted lo quiera.
—No estamos conversando, usted me obliga a declarar. Quiero hacerlo rápido.
—Continuemos, entonces. ¿Cómo se conocieron Segundo y Priscilla?
—No puedo decirlo.
— ¡Tenés que hacerlo! —le ordenaba, exaltándose.
Muy perpleja, lo miraba a los ojos. Estaba pasmada, tenía las cuerdas vocales bloqueadas pero su mudez duraba poco porque estaba venciendo la parálisis y proseguía con su declaración:
—Ellos sospechaban que Felipe asesinó a los padres de mi novio.
— ¿Quiénes son ellos?
—Francisco y Segundo.
—Nombres y apellidos, por favor.
—Francisco Reina y Segundo Noruega —esforzaba la voz.
—Bien. Entonces Segundo comenzó un romance con Priscilla, relación que tuvo su desenlace con el asesinato. Una especia de venganza que finalmente recayó en la muerte de su padre.
—Sí —balbuceaba lagrimeando.
—Entonces Francisco Reina es el autor intelectual de los asesinatos. La banda de Felipe Gianittore buscaba venganza, querían vengar el deceso de su jefe.
—Creo que sí. Ahora busque a mi novio.
—Le prometí que lo haría y así será. Descanse un poco. En unos minutos vendré por usted.
El fiscal se había parado. Caminaba rumbo a la puerta de salida, pero se detenía al pasar por su silla. Le acariciaba la espalda. Ella tenía la cabeza gacha, estaba echada sobre la mesada como si rogara a Dios una salvación milagrosa, tan encorvada que hasta parecía una jorobada, y efectivamente lo estaba, pero de espanto.