sábado, 22 de diciembre de 2012

Entrega nro. 92


Restaban dos horas para el amanecer. Puerto Madero continuaba cercado por la prefectura. También seguía custodiado por las cámaras de las cadenas de televisión. Segundo, y su amigo Pedro, estaban sentados en el capot del vehículo, a unos sesenta metros de una patrulla que cerraba el acceso a la calle Viamonte. Pedro había puesto en marcha su coche para que Segundo pudiera presenciar el control vehicular que unos prefectos ejercían más allá de la avenida Eduardo Madero. Todos los accesos al barrio estaban cerrados. El rostro del joven abogado disparaba una frustración que agonizaba en su cerebro. Con celular en mano, bajaba del capot para meterse en la cabina del vehículo. Se sentaba en el asiento del acompañante. Pedro bostezaba con los ojos perdidos en los imponentes rascacielos que podían verse más allá de la posición de los prefectos, pero también bajaba del capot y se acercaba a la ventanilla abierta desde donde Segundo dejaba caer su brazo derecho.
—Segundo: ya no sé qué más decirte. Hemos recorrido todos los accesos y resulta imposible penetrar este barrio de ricachones. ¿Por qué no vamos a casa y descansamos un poco?
Pero Segundo tenía la mirada perdida más allá del parabrisas, ni siquiera había girado la cara para mirarlo. Tenía los pensamientos enredados y los ojos clavados en un majestuoso edificio situado a unos veinte metros del coche. Sin mirarlo, le decía:
—No tengo ni la más remota idea de cuál es el paradero de Francisco pero estoy convencido de que Martina está en su hotel. Y no sólo eso, presiento que está metida en serios problemas.
—Tranquilo —se arrodillaba sobre la vereda—, ella debe estar en una comisaría.
—Entonces —giraba el cuello para mirarlo a los ojos—, ¿por qué carajo todavía no le avisaron a su familia? Sus padres está desesperados, ya no sé qué carajo decirles. ¡Me llamaron en cuatro ocasiones! Tengo que ingresar en ese hotel maldito.
Una ventolina removía los cabellos de Segundo, y también los impulsos de Pedro porque abría la puerta y se prendía de su camisa cual garrapata. Le clavaba las uñas en los pectorales, observándolo con sus ojos tensos. Respirándole en la cara, comenzaba a zamarrearlo para hacerlo reaccionar, quería que tomara consciencia porque Segundo estaba obnubilado, era un hecho que no podía pensar con claridad.
—Segundo: tenés que aceptar la realidad, querer ingresar en ese barrio es como querer invadir el pentágono americano. ¿No te das cuenta de que la prefectura rodea toda la zona?
—Me importa un carajo. Podrá estar plagado de prefectos pero de alguna manera voy a pasar. Dalo por hecho. ¡Soltame!
—No te suelto nada, sos un pendejo de cuarta. Abrí los ojos, nene —lo soltaba y le señalaba la patrulla de los prefectos—. De un lado tenés el río, del otro las dársenas. ¿Quién sos… Acuaman?
Pedro se incorporaba, muy molesto, y rezongaba en voz baja pero Segundo sonreía, y ahí nomás salía de su coche para tomarlo de los antebrazos y preguntarle:
— ¿Sos un genio?
— ¿Y ahora qué te pasa?
— ¿Te das cuenta? Siempre sos mi salvador. Me ha surgido una idea.
—No me jodas, Segundo. Dale, vayamos a casa.
—Eso mismo, vamos a tu casa pero a buscar el gomón.
— ¿Cómo? —fruncía el entrecejo.
— ¿Tenés el gomón que usamos para pescar en la laguna de Bragado?
—Sí, lo tengo, pero… ¿para qué corno lo querés?
—Soy consciente de que este río huele a mierda pero conozco un lugar más allá de Puerto Madero donde puedo usar el gomón para flotar y penetrar este barrio a través de las dársenas.
Pedro estaba más desorientado, sus ideas ocurrentes lo descolocaban demasiado. Segundo ya le había soltado los antebrazos pero le costaba responder. Inhalaba aire fresco que el viento soplaba desde el río. Estaban situados en uno de los pocos lugares donde en Buenos Aires uno podía respirar un poco de pureza. Pedro comenzaba a gesticular, pero sonreía, de a poco se le arrugaban las mejillas. Él era así, temperamental, pero también muy compasivo:
—Pendejo, estás más loco que yo. ¿Estás seguro?
—Completamente seguro.
—Entonces vayamos a buscar el gomón.
Segundo se sentía tan agradecido que alzaba los brazos y lo abrazaba. Se daban un abrazo que se prolongaba con palmadas en los omóplatos. Había amistad por doquier a la vera del barrio Puerto Madero. Se soltaban. Pedro no demoraba en poner en marcha el motor para apostar ese puñado de esperanzas que a Segundo le quedaban, sus últimas fichas para una apuesta donde se lo jugaba todo. Estaba convencido de que Martina lo necesitaba más que nunca aunque no tuviera noticias suyas desde insoportables horas previas, demasiadas a esa altura de los hechos.