martes, 25 de diciembre de 2012

Entrega nro. 95 (no seguía más, lo había anticipado)


Habían transcurrido cinco horas desde que Segundo se había quedado desvanecido bajo los efectos de la descarga eléctrica. Su cuerpo estaba tendido sobre un montículo de fardos, todos apilados. Unos rayos solares penetraban unas ventanas tapadas con chapas y le daban en la cara. Estaba en un galpón, de unos veinticinco metros de largo por otros diez de ancho. Tenía los pies y brazos atados por sogas de dos centímetros de espesor. Restaban dos horas para el mediodía. El sol perforaba los poros de su piel, era por eso que despegaba los ojos lentamente como quien despertaba de un gran sueño o una pesadilla feroz. Había una mesa de villar colgada de la pared. Fue ese objeto lo primero que alcanzó a vislumbrar. Corría la mirada y tomaba conocimiento de que había un portón de madera: era amplio y estaba situado a unos quince metros de su posición. Apenas recordaba lo sucedido en las afueras del hotel. La picana lo había desvanecido cual anestesia inyectada en las venas. Sentía la presión que le ejercían las sogas en las muñecas. Intentaba quitárselas pero se rendía tras tantos reintentos frustrados. Ponía la mirada nuevamente en el portón. Estaba completamente cerrado. A unos dos metros del portón sonaba una radio portátil. El locutor bromeaba. A un lado de la radio había una silla de plástico: era blanca y albergaba una camisa celeste toda desteñida. Segundo estaba rodeado de fardos, de hecho estaba ubicado en la cima del montículo. Parecía un pichón de pájaro en un nido pajoso. A su derecha, había herramientas agrícolas colgadas de la pared. Eran palas y rastrillos. El aire olía a polvo de tierra seca. Para sus lamentos, su pie derecho estaba esposado a un caño con terminación en una tarima fijada en las extremidades del techado de chapas. Sus impulsos se descontrolaban. Reintentaba liberarse de las sogas. Sus desesperados intentos de escape ahuyentaban a unas gallinas que apolillaban en las cavidades de un ropero abandonado. Segundo estaba alborotando la paz reinante en ese galpón, y un hecho sucedía a otro porque el portón se corría, dejando a la vista a un individuo de aspecto campestre que vestía una bombacha de campo y calzaba alpargatas negras. Tenía el pecho al descubierto. Era un cuarentón que lo observaba desde el portón, con una nariz aguileña que Segundo notó cuando se volteó para llamar a alguien. Se podían ver muchas plantas en el exterior. Fue en ese momento cuando Segundo dejó de moverse y cerró los ojos por si alguien sospechaba de que estaba despierto. Cada tanto los abría porque tenía miedo. Estaba padeciendo una paranoia. El campesino llamaba a alguien con su brazo derecho, reclamaba el acercamiento de tres morochos que Segundo reconocía porque eran los mismos que lo habían atacado en las afueras del hotel. Uno de ellos portaba un rifle de doble caño. Se adentraban en el galpón, en su dirección mientras él se dirigía a Dios, con los ojos cerrados. Ya no quería abrirlos. Estaba aterrado. Oía que alguien se le acercaba. Ese alguien estaba escalando los fardos y de pronto, ¡plaf!, le pegaba un cachetazo que lo forzaba a mirarlo: “dale, pendejo”, le gritaba un morocho, no te hagas el dormido que te estamos monitoreando. El malparido se arrodillaba en el fardo contiguo y le agarraba un mechón de cabello. A Segundo no le quedaba otra opción que mirarlo, con su rostro pálido producto del pánico que forjaban su secuestro y tantos tratos indignos.
— ¿Quiénes son ustedes? —titubeaba, torturado.
—No preguntes —le seguía tironeando del cabello.
¡Sin violencia! Una voz viril que no había salido de la boca del morocho había ordenado el cese del maltrato. El morocho parecía acatar porque le soltaba el cabello y se ubicaba por detrás para respaldarlo con un fardo. Las pajas le pinchaban la espalda. Estaban situados a unos dos metros de altura. Segundo no lo conocía pero ese hombre mandón que había alzado la voz era ni más ni menos que Araña. Para su suerte o desgracia, jamás había oído su nombre.
—Buen día —saludaba Araña con los pies puestos en el piso—, ¡qué placer tenerte acá! —y se ubicaba a medio metro de los fardos.
Hacía una seña con los dedos de la mano derecha. El violento bajaba por los fardos. El campesino descamisado acercaba una banqueta de madera, era negra, de esas que suelen usarse para el aseo de los caballos. Los otros morochos se posicionaban a lo largo del portón. Después lo cerraron. Se ubicaban en hilera. Araña estiraba las piernas, ya había tomado asiento en la banqueta de madera y se relajaba para preguntarle:
— ¿Por qué no quitás esa cara de niño sufrido? ¿No te das cuenta de que no pretendo hacerte daño?
Segundo no podía fingir su pánico, sus labios delataban una angustia irrefutable.
—Nosotros no te secuestramos —agregaba—, quien te ha secuestrado ha sido una persona que conocés bastante pero no lo suficiente.
—Señor —rompía el silencio Segundo con timidez—, ¿qué quiere de mí?
—En primer lugar quiero felicitarte, tu novia comentó que vas a ser papá.
—No las dañen, por favor —se desesperaba Segundo—. Les entrego todo, incluyendo mi vida, pero ellas no merecen sufrir.
—Tranquilo, ellas están con nosotros y… vivas. ¿Querés verlas?
—Se lo suplico, señor.
Entre súplicas y más súplicas que Segundo no vociferaba porque se había quedado sin habla, Araña levantaba los brazos sin correr la mirada de los fardos. Uno de sus matones corría el portón y por ese portón desaparecía tras volver a cerrarlo.
— ¿Quién es Francisco Reina? —le indagaba Araña.
—Mi padre.
—No sabía que Francisco era papá. ¿Es un buen padre?
—Lo intenta.
— ¿Querés comunicarle que estás bien?
—Desde luego que sí —se calmaba un poco—, se lo agradecería.
Pero a lo lejos, desde el portón, en lugar de un teléfono que pudiera contactarlo con Francisco, reaparecía Martina. Tan sólo cubría su cuerpo con ropa interior: una bombacha rosada y un corpiño del mismo color que le hacía combinación. Tenía las muñecas esposadas. Era la primera vez que Segundo la veía tan desfachatada. Estaba ojerosa y con los ojos irritados. Segundo reaccionaba con movimientos bruscos y reiterados, quería liberarse de las sogas que le ataban las muñecas. Encima Martina lloraba. Cuánta impotencia sentía Segundo. Estaban empujando a su novia hacia la pared. Segundo quería deshacerse de las sogas. Dos muchachos abrían una esposa y luego la cerraban en un aro de acero que estaba fijado en la pared. Martina estaba parada, prácticamente desvestida, con una muñeca esposada y las mejillas humedecidas por esas lágrimas que no paraban de salir.
— ¡Qué linda minita has conquistado! —lo sorprendía Araña con una voz socarrona—. ¡Felicitaciones!
Segundo se mordía los labios, tenía que contener la bronca desenfrenada que recorría su cuerpo. No podía tolerar que su novia, y la criatura que crecía en su vientre, padecieran tantos maltratos. Luchaba consigo mismo para espantar esos impulsos inoportunos que tantas veces lo habían perjudicado. Ella no hacía otra cosa más que llorisquear, resignada. Parecía una pintura muy penosa y lastimosa.
—Sigamos —proseguía Araña—, me decías que querés comunicarte con tu padre. Soy tan generoso que voy a concederte ese favor.
Se estaba parando, echando la mirada hacia el portón. Otra vez levantaba los brazos, despilfarrando carisma ante sus fieles. De pronto exclamaba: ¡avanti, soldado! Una nueva sorpresa inquietaba los nervios de Segundo: Francisco Reina estaba ingresando en el galpón, ni más ni menos que su protector incondicional, custodiado por uno de sus muchachos, el mismo que Segundo había golpeado poco antes de invadir la terraza del hotel. Caminaba con lentitud, acortando distancia con Martina, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Tomaba contacto al acariciar su vientre. Ella estaba desnuda y embarazada, todos lo sabían, pero seguía andando, relajado, hasta juntarse con Araña. Increíblemente le tendía un abrazo, un abrazo amistoso que se prolongaba como si nunca fuera a acabar. Francisco había acomodado el mentón en su hombro izquierdo, descansaba la mirada en el montículo de fardos. Observaba a Segundo como si fuera cómplice de su cautiverio, y Segundo, Segundo estaba incrédulo.
— ¿Todo bajo control? —le preguntaba Araña mientras le estrechaba la mano.
—Por supuesto que sí. Tengo amigos en la justicia injusta —se reía—, y hemos engañado a esos periodistas pero en dos horas tengo que regresar a la fiscalía. Si son capaces de derrocar gobiernos, también podrían bajarme a mí.
— ¡Qué astuto sos, querido Francisco! El maldito cabrón de Felipe había ordenado tu asesinato. La muerte le quedaba chica a ese infeliz.
—Hemos cumplido la misión —ojeaba otra vez los fardos—. ¿Dispuesto a asumir el poder del polvo mágico?
Lo más curioso era que Francisco seguía ignorando la tortura de quien había protegido contra viento y marea, estaba ignorando el cautiverio de Segundo.
—La droga es nuestro camino, nuestro sendero a la prosperidad —afirmaba Araña y asentía con la cabeza.
Se seguían estrechando las manos. Más que nunca era cierto ese dicho de que la realidad puede superar largamente a la ficción.
—Muy bien, Francisco, te otorgo unos minutos para que puedas dialogar con tu hijo —desataba una carcajada—. Ahora quiero ser espectador.
Y quería ser un espectador acompañado porque se estaba ubicando a un lado de Martina. Francisco, en cambio, tomaba asiento en la banqueta. Sacaba un puro del bolsillo de su pantalón. Después lo encendía con un encendedor que había sacado del otro bolsillo para, muy desentendido de la realidad, cruzarse de piernas y contemplar la escena de los fardos, porque generaba esa impresión, que estaba contemplando el dolor ajeno, estaba aceptando la humillación, como si nada le importara, y Segundo, Segundo padecía su mirada indiferente e intentaba justificar tanto desprecio, tanta sorpresa, tanta traición.
—Ay… Segundo, nunca me hiciste caso —le reprochaba Francisco desde la banqueta—, me metiste en problemas que ya resolví. Ahora me resta aniquilar al último sobreviviente de la familia Noruega.
— ¿De qué hablás? —rompía el silencio, Segundo.
—De que las cosas no eran lo que pensabas. Para empezar, quiero presentarte a alguien más.
Había sacado un celular del bolsillo de la pierna izquierda. Llamaba a alguien pero Segundo no podía quitarle los ojos de encima a su amada. Ella estaba con las piernas cruzadas, posiblemente intentando taparse la bombacha con los muslos, y lagrimeaba, no paraba de llorar, colgada de ese aro cual jamón en un sucucho, de esos jamones que se dejan madurar en los habitáculos oscuros. Metros atrás, el campesino corría el portón. La luz del sol radiante invadía los recovecos del galpón, pero más invasora resultaba la impensada reaparición de Teresa. La misma mujer que le había confesado a Segundo haber sido amante de su padre se adentraba en el galpón por el suelo de cemento. Caminaba en dirección a Francisco, con unos tacos negros y una minifalda rojiza bien pegada a su cuerpo. Provocaba a todos excepto a los torturados. Se desplazaba como una gata en celo, midiendo cada paso como si a priori los hubiese ensayado. Francisco se incorporaba con las manos puestas en la cintura. Al tomar contacto, le dio un beso seco en los labios como suelen hacerlo los amantes. Segundo se quedaba perplejo, algo impensado posaba frente a sus ojos, y los orificios de su nariz, porque eso olía feo. Martina estaba pasmada, y también preocupada porque Araña le miraba la cola y la toqueteaba. Sus glúteos no pasaban por desapercibidos. Dados los besos, se tomaban de las manos y se acercaban a los fardos, cargados de complicidad y mentira.
— ¿Ahora entendés de que te hablaba? Teresa es mi novia, siempre lo ha sido. Tu papito no era infiel, pibe, al menos ahora puedo limpiar parte de su pasado que yo mismo había manchado —explicaba maliciosamente y se reía junto a su amante.
— ¡Sos un traidor! —le gritaba Segundo, embroncado.
Sacudía el cuerpo para librarse de esas sogas que no le permitían molerlo a golpes. La ira lo dominaba por completo.
—Quieto, pibe… que aún falta la frutilla del postre.
— ¡Sos un hijo de puta! ¡Traidor!
—Estás equivocado, boca sucia. El traidor era tu padre: ¿tenés una idea de cuánta guita me hizo perder? Se merecía morir ese canalla.
—Sos un cobarde… ¡traidor! ¿Cómo pudiste engañarme?
— ¿Engañarte, yo? Hay un refrán que dice: de tal palo tal astilla, y bueno, tu viejo era un ambicioso de cuarta. Jamás pudo imaginar que yo podía sepultarlo —Teresa le cruzaba un brazo en la cintura—, bueno, sepultarlo junto a tu mamita. ¿O acaso te creíste ese cuentito de que Felipe había ordenado asesinarlos?
Como si fuera poco, se reía junto a su amante, descaradamente, cínicamente, descabelladamente, cómplices de tanta traición desmedida. Era imposible no quebrarse en un llanto. Ellos generaban la sensación de que gozaban cada lágrima porque Segundo había comenzado a lagrimear, triste, decepcionado, traicionado, viendo como ellos tomaban asiento en la banqueta y se distendían, tan relajados como si nada les importara. Teresa había acomodado las nalgas entre sus piernas, parecía una nena en las piernas de su padre. Martina tenía el rostro cubierto de lágrimas, llevaba largos minutos sin parar de llorar, para males presenciando la tristeza de su novio y las pupilas perversas de Araña que no dejaban de acosarla, esposada, cautiva, inevitablemente sumergida en un mar de angustia abominable. Es que Araña seguía a su lado, no le decía nada pero la observaba. Eso la mortificaba. Todos los matones seguían parados a lo largo del portón, ya lo habían cerrado. La visibilidad era limitada pero el campesino caminó unos pasos y se encargó de encender un reflector. Ese reflector estaba ubicado por encima de los fardos desde donde Segundo padecía la locura. El galpón parecía ahora un gimnasio, y Segundo un boxeador noqueado y tirado en el centro del ring.
—Al igual que tus papitos difuntos —le decía Francisco mientras se paraba—, te ha llegado la parca. ¡Soy el sapo que todo lo devora de un lengüetazo!, —exclamaba con entusiasmo—. Ahora acérquenme un rifle que yo mismo me encargaré de fusilarlo —le ordenaba a los matones con un brazo extendido hacia la zona del portón.
Con la otra mano le apuntaba a Teresa, en su sien, usaba el dedo índice cual simbolismo de un revolver a segundos de ser gatillado.
—Moriré con la consciencia tranquila porque soy un hombre con principios —respondía Segundo, fingiendo un miedo avasallante.
—No tenés idea lo fácil que resultó planear el accidente de tus papitos. Nos ayudaste a desterrar a Felipe, ahora te haremos un favor: enviarte al infierno con ellos.
— ¡Porquería inmunda! Tocás a mi novia y te aseguro que vendré por ti y te haré cenizas.
—Mi custodio merece antes un poco de satisfacción sexual.
Solamente un hijo de puta podía decir lo que Francisco había dicho, y él era eso, era un tremendo hijo de puta. En esos instantes, Martina sufría un desmayo y se caía al suelo desvanecida, colgada de ese aro que comenzaba a lastimarle la muñeca, pero Araña la sostenía, evitando que se lastimase. Un matón de Araña acercaba el rifle que Francisco había solicitado, y él lo tomaba para inmediatamente apuntar a los fardos, le estaba apuntando a Segundo. Simultáneamente, Teresa usaba las manos para taparse los ojos, tenía las uñas esmaltadas de un rojo fuego. El dedo índice de Francisco ya rozaba el gatillo:
—Al fin puedo decir que soy un hombre hecho. No te maté antes porque te necesitaba.
Parecía mentira pero Segundo transmitía tranquilidad, no dejaba de mirarle la cara. Sus pupilas irradiaban fuego, a pesar de que la muerte golpeaba las puertas de su vida. Se sentía fuerte. Francisco estaba dispuesto a gatillar, quería liquidarlo, y finalmente gatillaba, una, dos y hasta tres veces, pero nada, el rifle no tenía municiones. Segundo podía suspirar, el sudor comenzaba a enmascarar la piel de su cara.
— ¿Qué diablos sucede?, —vociferaba Francisco a los cuatro vientos—. ¡Traigan un rifle cargado!
Pero al girar el cuerpo en dirección al portón, se desconcertaba: su único custodio estaba siendo amenazado por un caño, el de un revolver que un matón de Araña le apoyaba en la nuca. El campesino y los otros matones también estaban armados, le apuntaban a él. Pobre hijo de puta, estaba experimentando una pesadilla espantosa. Buscando respuestas, clavaba sus ojos tensos en Araña, quien no tardó en preguntarle:
— ¿Sorprendido? —se le acercaba con las manos metidas en los bolsillos del pantalón.
—Pero… ¿qué hacés?
—Justicia.
— ¿Estás loco?
—Ay Francisco, la incompetencia abunda en tus cualidades. ¿Cómo no te diste cuenta de que el asesinato de Priscilla ha sido premeditado para que el mismísimo Felipe Gianittore te volara la cabeza? Tuviste demasiada suerte pero ahora estás en serios problemas.
— ¿Me estás traicionando?
—Sos un tipo muy desleal, siempre lo fuiste. Además yo quise a Antonio Noruega. ¡Liberen a Segundo y su novia! —ordenaba a viva voz sin correr la mirada de su cara.
Teresa seguía sentada en la banqueta, se limaba las uñas con esos dientes que le tiritaban de miedo. Si se paraba, tambaleaba. Metros atrás, el campesino desposaba a Martina y la recostaba en el piso con mucha delicadeza. Ella seguía desmayada. Simultáneamente, el mismo matón que minutos antes había tironeado del cabello de Segundo, desataba los nudos de esas sogas que le ataban las muñecas. Araña y Francisco seguían parados, en el mismo lugar, enfrentados, con la gran diferencia de que el primero contaba con tres custodios armados, descontando a Segundo que ya se sentía de su bando.
— ¿Cómo podés hacerme esto? —le preguntaba Francisco con un tic nervioso en el párpado derecho.
—Ostento poder, querido Reina, como las abejas reinas.
Araña se reía en su cara. Francisco se atragantaba con saliva. En esos momentos, Segundo descendía por los fardos, completamente desquiciado, quería descargar la bronca con sus puños y para ello corría con osadía hasta plantársele de frente y lanzarle una trompada en la mejilla izquierda que ni tiempo de esquivarla le había dado. Francisco caía tumbado al suelo, como un árbol recién talado.
—Habría que cagarlo bien a palos —comentaba Araña por lo bajo—, pero quisiera que vos mismo le vueles la cabeza —y le cedía un revólver.
Segundo no decía nada pero tomaba el revólver. Le apuntaba. Francisco se arrodillaba con los ojos desorbitados, quería incorporarse pero estaba tan mareado que no podía pararse. Tenía un tajo en la mejilla izquierda. La sangre manchaba sus pómulos. Segundo, enfurecido, quería llenarlo de pólvora, ni siquiera le temblaba la mano, tenía un temple digno de los sicarios más crueles y fríos.
— ¡Disparale! —lo alentaba Araña por detrás.
Unos estruendos que no eran de su revólver amortiguaban en las chapas, eran los ecos de dos disparos que hasta habían logrado despertar a Martina.
— ¡Sos un hijo de puta, Francisco Reina!, —lo insultaba Araña—, mirá lo que has logrado: ¡que asesinemos a tu perra!
No sólo lo había insultado sino que también le estaba pegando unas patadas en el vientre que le impedían respirar. Francisco caía nuevamente al suelo, en esta ocasión con la boca en dirección al techado. Gesticulaba dolor. Segundo le apuntaba con las manos aferradas al mango, dispuesto a fulminarlo. El cráneo de Teresa bombeaba sangre, se formaba un charco rojo a su alrededor, pero ella había sido ejecutada con tan sólo un balazo, el otro disparo había sido destinado al custodio de su amante, el único matón que Francisco había decidido llevar. ¿Qué iba a imaginarse semejante desenlace? En esos instantes, Martina despegaba sus ojos irritados, era otra la escena, cuando se había desmayado Segundo estaba atado, arriba, en los fardos. Si bien había despertado, estaba mareada, pero intuía que Segundo estaba cegado, a punto de cometer una tragedia, y en esas condiciones, a la distancia y desde el suelo, comenzaba a rogarle muy desesperada:
— ¡No lo mates!
Su ruego resultaba inútil, Segundo efectivamente estaba cegado. La había oído pero estaba inmerso en una de las burbujas más indestructibles, la de la venganza. Ni siquiera se había volteado para mirarla, lo único que hacía era apuntarle. Un hilillo de sangre avanzaba por el piso en dirección a las piernas de Francisco, era la sangre de Teresa que corría por una pendiente del piso de cemento. Araña también acortaba distancia, pero con las orejas de Segundo, dispuesto a anunciarle sus últimos manifiestos:
—Pensá que ese traidor asesinó tu pasado. Ajusticiemos la muerte de tus padres. Ese canalla no merece seguir viviendo.
Araña quería que Segundo jalara del gatillo. Lo estaba logrando, porque él usaba el dedo índice y lo rozaba. Estaba a punto de disparar. Poco antes de hacerlo, detenía la mirada en la cara de Francisco y divagaba, veía a su abuela, divagaba con el rostro de Carolina como si fuera ella misma quien estaba echada en ese piso áspero, con las mejillas ensangrentadas. Le resultaba tan extraño que cerraba los ojos pero al abrirlos el rostro de su abuela seguía intacto, como si Francisco portara una máscara con su cara, tenía las mismas facciones, las mismas que recordaba todas los noches aunque sin esas sonrisas ni esas muecas inolvidables que solía gesticular con su piel avejentada cada vez que se reía. Eso lo llevaba a deponer el arma. Giraba el cuello para ubicar a Martina. Ella caminaba a paso lento en su dirección, débil pero firme, toda despeinada. Luchaba consigo misma para recuperar energía y avanzar, con los mismos ojitos que le ponía cada vez que se besaban.
—No puedo matarlo —renunciaba Segundo ante Araña.
— ¿Acaso te faltan agallas?
—Mi familia merece descansar en paz. Nosotros también.
A su espalda, siempre echado en el piso, Francisco se desplazaba cual lombriz atormentada. Ya había perdido la noción del espacio. Estaba descompuesto, se sentía desorientado. Encima la sangre tibia del cadáver de Teresa le mojaba los zapatos, hasta le había manchado el pantalón.
Araña se acercaba a Segundo y, cara a cara, le decía:
—Conocí a tu padre y te aseguro que debe de estar orgulloso pero las heridas sólo sanarán si las cicatriza la venganza.
Otra vez, la misma sensación de frescura invadía el pecho de Segundo, la misma que había recorrido su cuerpo aquella tarde de forzado encierro en el ataúd del cementerio. Esa frescura poderosa lo impulsaba a expresarse, hasta finalmente hacerlo:
—Toda mi vida soñé con ajusticiar la muerte de mis padres, pero he reflexionado, la venganza sólo acarrea dolor. Ahora quiero vivir la vida. Alguna vez alguien me dijo que uno debe convivir con el pasado doloroso y ahora comprendo su mensaje, realmente lo comprendo.
Araña sorprendía con fuertes aplausos. Después le extendía el brazo derecho, insinuando la entrega del revólver, revólver que Segundo no dudó en entregar para correr y abrazar a su amada. Al hacerlo se fundían en un abrazo apasionado, y después se besaban los labios, con las mejillas sudadas de espasmo. El campesino descamisado alcanzaba la vestimenta que minutos antes le habían quitado, la echaba al suelo, regresando luego al portón.
—Vestite amor —le pedía Segundo—, que antes de irnos quiero despedirme.
Le besaba la frente. Después se acercó a Francisco, muy serio se arrodillaba para clavarle las uñas en el cuello y anunciarle:
—A veces el bien puede hacerle frente al mal.
Descargada su ira, lo soltó y retrocedió, unos pasos. Envolvía la cintura de su amada con los brazos. Ella ya vestía un jean y con su mano izquierda sujetaba dos sandalias y una musculosa rosada. Segundo sujetaba su mano libre y la conducía hacia el portón. El campesino lo estaba corriendo. La luz del sol radiante invadía el interior del galpón, al mismo tiempo que Francisco resultaba ejecutado de un disparo en la cabeza. Araña lo había liquidado pero ellos apenas se habían detenido sin siquiera mirar hacia atrás. Segundo respiraba hondo y sujetaba con más fuerza la mano de su novia. Más que nunca no podía ni quería mirar hacia atrás.
— ¿A dónde vamos? —le murmuraba ella, poco antes de traspasar el portón.
—A enterrar la víctima que toda la vida cargué.
A sus espaldas, el pasado y el rencor. Frente a sus ojos, el futuro se ofrecía en ese camino bordeado de árboles que Segundo y Martina ya habían decidido recorrer. Los caminos abundaban pero Segundo sentía la dicha de haber elegido el largo camino hacia la prosperidad.

FIN